Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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– Naturalmente -repuso con calma.

– Pero, ¿Pompeyo Magnus? ¡César es un traidor para su propia clase!

– ¡Venga ya, Servilia, tú conoces a César mejor que eso! César reducirá sus pérdidas, no se cortará la nariz para hacerse daño en la cara. Él hace lo que quiere hacer porque lo que quiere hacer es lo que debe hacer. Si la costumbre y la tradición sufren, pues es una lástima. El necesita a Pompeyo, tú eres bastante aguda, políticamente hablando, como para comprender eso y para ver lo peligroso que sería depender de Pompeyo si no lo tuviera bien sujeto por un anda tan firme que ninguna tormenta pueda soltarlo.

– Aurelia esbozó una mueca parecida a una sonrisa-. Cuando ha regresado a casa después de decírselo a Bruto, César me ha dicho que le ha costado mucho romper el compromiso. La aflicción de tu hijo lo ha conmovido profundamente.

A Servilia no se le había ocurrido pensar en la aflicción de Bruto porque ella lo consideraba como una posesión suya que había sido mortalmente insultada, no como una persona. Amaba a Bruto tanto como amaba a César, pero a su hijo lo veía como formando parte de ella, daba por hecho que Bruto sentía lo mismo que sentía ella, aunque no podía comprender por qué la conducta de su hijo era tan diferente de la suya. ¡Mira que caerse de bruces desmayado!

– ¡Pobre Julia! -dijo Servilia, que ahora estaba pensando en su perla.

Aquello provocó una carcajada en la abuela de Julia.

– ¡Nada de pobre Julia! Está absolutamente extasiada.

A Servilia se le retiró la sangre de la cara; la perla se desvaneció.

– ¿No querrás decir…?

– ¿Cómo, no te lo ha dicho César? ¡Debió de darle pena por Bruto! Es un matrimonio por amor, Servilia.

– ¡No puede ser!

– Te aseguro que lo es. Julia y Pompeyo están enamorados.

– ¡Pero ella ama a Bruto!

– No. Ella nunca ha amado a Bruto; ésa es la tragedia para él. Julia iba a casarse con él porque se lo decía su padre. Porque todos lo deseábamos y ella es una hija buena y obediente.

– Lo que busca en Pompeyo es a su propio padre -dijo llanamente Servilia.

– Quizás sea así.

– Pero Pompeyo no se parece a César en nada. Julia se arrepentirá de ello.

– Yo creo que será muy feliz. Comprende que Pompeyo es muy diferente de César, pero también existen ciertos parecidos entre ambos. Los dos son soldados, los dos son valientes, los dos son heroicos. Julia nunca ha sido especialmente consciente de su condición social, no venera el patriciado. Lo que tú encontrarías completamente repugnante en Pompeyo no consternaría a Julia lo más mínimo. Supongo que ella lo refinaría un poco, pero en realidad está muy satisfecha con él tal como es.

– Eso me decepciona en ella -murmuró Servilia.

– Entonces alégrate por Bruto, alégrate de que ahora esté libre.

– Aurelia se levantó porque el mismo Eutico trajo el vino dulce con pastas-El líquido siempre encuentra su propio nivel, ¿no te parece? -preguntó mientras servía vino y agua en preciosos vasos-. Si a Julia le gusta Pompeyo, ¡y así es!, entonces Bruto no le habría gustado. Y eso no es ninguna deshonra para Bruto. Mira el asunto positivamente, Servilia, y convence a Bruto para que haga lo mismo. El encontrará a otra.

El matrimonio entre Pompeyo el Grande y la hija de César se celebró al día siguiente en el atrio del templo de la domus publica. Como era una época de mala suerte para las bodas, César ofreció por su hija todo lo que se le ocurrió que podría ayudarla, mientras que Aurelia había ido a ver a todas las deidades femeninas y les había hecho ofrendas también. Aunque hacía mucho tiempo que había pasado de moda casarse confarreatio, incluso entre los patricios, cuando César le sugirió a Pompeyo que aquella unión fuera confarreatio, a Pompeyo le faltó tiempo para decir que sí.

– No insisto, Magnus, pero me gustaría.

– ¡Oh, a mí también! Esta es la última vez para mí, César.

– Eso espero. El divorcio de un matrimonio confarreatio es prácticamente imposible.

– No habrá ningún divorcio -dijo Pompeyo confiado.

Julia llevó la ropa nupcial que su abuela había tejido personalmente para su propia boda cuarenta y seis años antes, y la encontró más fina y más suave que nada de lo que se pudiera comprar en la calle de los Tejedores. El pelo de Julia -espeso, fino, liso y tan largo que podía sentarse sobre él- se dividió en seis trenzas y lo prendieron en alto debajo de una tiara idéntica a las que llevaban las vírgenes vestales, de siete salchichas de lana enrolladas. El vestido era color azafrán, los zapatos y el fino velo de un color llama vivo.

Los dos, novia y novio, tenían que llevar diez testigos, lo cual era una dificultad cuando se suponía que la ceremonia tenía que ser secreta. Pompeyo resolvió el dilema reclutando a diez clientes picentinos que estaban de visita en la ciudad, y César pudo contar con Cardixa, Burgundo, Eutico -hacía muchos años que todos ellos eran ciudadanos romanos- y las seis vírgenes vestales. Como el rito era confarreatio tuvo que hacerse un asiento especial juntando dos sillas y cubriéndolas con una piel de oveja; tanto el flamen Dialis como el pontífice máximo tenían que estar presentes, lo cual no fue problema, porque César era pontífice máximo y había sido flamen Dialis -no podía haber ningún otro hasta después de la muerte de César-. Y Aurelia, que era el décimo testigo por parte de César, actuó de pronuba, la dama de honor.

Cuando llegó Pompeyo vestido con la toga triunfal de color púrpura bordada en oro y la túnica triunfal con bordados de palmeras debajo de la toga, el reducido grupo suspiró sentimentalmente y lo acompañaron hasta el asiento de piel de oveja, donde ya estaba sentada Julia, cuyo rostro estaba oculto por el velo.

Acomodado al lado de ella, Pompeyo aguantó con resignación los pliegues de un enorme velo de color llama que ahora César y Aurelia tendieron por encima de las cabezas de ambos; Aurelia les cogió la mano derecha a cada uno y las ató con una correa de cuero color llama, que era lo que los unía en realidad. Desde aquel momento estaban casados. Pero uno de los pasteles sagrados hechos con espelta tenía que romperse, y el novio tenía que comerse una mitad y la novia la otra, mientras los testigos declaraban solemnemente que todo estaba en orden, que ahora eran marido y mujer.

Después de lo cual César sacrificó un cerdo en el altar y dedicó todas las partes suculentas a Júpiter Farreo, que era el aspecto de Júpiter responsable del crecimiento fructífero del trigo más viejo, y por ello, como el pastel nupcial de espelta se había hecho con eso, también era el aspecto de Júpiter responsable de los matrimonios fructíferos. Ofrecerle todo el animal complacería al dios y alejaría la mala suerte de casarse en mayo. Ningún sacerdote ni ningún padre había trabajado jamás tan duramente como César para exorcizar los malos agüeros de casarse en mayo.

El banquete fue alegre, el pequeño grupo de invitados estaba contento porque era evidente la felicidad de los novios; Pompeyo estaba radiante, no le soltaba la mano a Julia. Después fueron caminando desde la domus publica hasta la extensa y deslumbrante casa de Pompeyo, situada en las Carinae, y Pompeyo fue apresurándose a ir delante para prepararlo todo mientras tres niños acompañaban a Julia y a los invitados de la boda. Cuando llegaron, Pompeyo estaba esperando en el umbral para traspasarlo con la novia en brazos; dentro estaban las cacerolas de fuego y agua, a las cuales la condujo él y estuvo contemplando a Julia mientras ésta pasaba la mano derecha por las llamas y luego por el agua sin herirse. Ella era ahora el ama de la casa, la que mandaba en el fuego y en el agua de Pompeyo. Aurelia y Cardixa, que sólo se habían casado una vez, la llevaron a la habitación en la que estaba la cama, la desnudaron y la pusieron en el lecho.

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