Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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– ¿Qué, quemando el aceite de medianoche, como siempre?

– preguntó César.

Craso se levantó de un salto, salpicando de tinta sus pulcras filas de Ms, Cs, Ls y Xs.

– ¿Querrías tener la bondad de dejar de forzar la cerradura de mi puerta?

– No me dejas otra elección, aunque si quieres te instalaré una campanilla y una cuerda. Se me da muy bien ese tipo de cosas -dijo César mientras paseaba por la habitación.

– Ojalá lo hicieras, me cuesta dinero arreglar las cerraduras.

– Considéralo hecho. Mañana vendré con un martillo, una campanilla, algo de cuerda y grapas. Podrás presumir por ahí de tener la única campanilla instalada por el pontífice máximo.

César acercó una silla y se sentó dando un suspiro de pura satisfacción.

– Te pareces al gato que cogió la codorniz que había para cenar y se la comió, Cayo.

– Oh, he cogido más que una codorniz. He conseguido todo un pavo real.

– Me consume la curiosidad.

– ¿Me prestarás doscientos talentos, que te devolveré en cuanto obtenga ingresos de mi provincia?

– ¡Ahora sí que eres sensato! Sí, desde luego.

– ¿No quieres saber por qué?

– Ya te lo he dicho, me consume la curiosidad.

De pronto César frunció el entrecejo.

– En realidad podría ser que no lo aprobaras.

– Si es así, te lo diré. Pero no puedo hacerlo mientras no lo sepa.

– Necesito cien talentos para pagarle a Bruto por romper su compromiso con Julia, y otros cien talentos para dárselos a Magnus como dote de Julia.

Craso dejó la pluma con lentitud y precisión, sin expresión alguna en el rostro. Aquellos astutos ojos grises miraron de reojo a la llama de una lámpara, luego se volvieron para posarse en el rostro de César.

– Siempre he creído que los hijos son una inversión que sólo se realiza por completo si pueden aportar a su padre lo que éste no podría conseguir de no ser por ellos -comenzó a decir el plutócrata-. Lo siento por ti, Cayo, porque sé que habrías preferido que Julia se casase con alguien de mejor linaje. Pero aplaudo tu valor y tu previsión. Aunque me gusta poco ese hombre, a Pompeyo lo necesitamos los dos. Si yo tuviera una hija quizás hubiera hecho lo mismo. Bruto es demasiado joven para servir a tus propósitos, y además su madre no le permitirá desarrollar el potencial que él pueda tener. Si Pompeyo se casa con tu Julia no podemos dudar de él, por mucho que los boni lo pongan mal de los nervios.

– Craso soltó un gruñido-. Además, ella es un tesoro. Hará feliz al Gran Hombre. De hecho, si yo fuera más joven le envidiaría.

– Tertulia te asesinaría -dijo César riéndose entre dientes. Miró a Craso inquisitivamente-. ¿Y tus hijos? ¿Has decidido ya quién se los llevará?

– Publio es para la hija de Metelo Escipión, Cornelia Metela, así que tiene que esperar todavía unos años. Lo cual no está nada mal si tenemos en cuenta la estupidez del tata de ella. La madre de Escipión era la hija mayor de Craso el Orador, así que resulta muy apropiada. Y en cuanto a Marco, he estado pensando para él en la hija de Metelo Crético.

– Haces muy bien colocando un pie en el terreno de los boni -sentenció César.

– Eso creo yo. Me estoy haciendo demasiado viejo para todas estas peleas.

– Mantén en secreto lo de la boda, Marco -le dijo César mientras se levantaba.

– Con una condición.

– ¿Cuál? -Que yo esté presente cuando Catón se entere.

– Es una pena que no podamos ver la cara de Bíbulo cuando lo sepa.

– No, pero siempre podemos mandarle un frasco de cicuta. Va a sentir ganas de suicidarse.

Después de enviar muy correctamente un mensaje por delante para cerciorarse de que lo esperaban, César subió a pie, muy temprano por la mañana, al Palatino, a la casa del difunto Décimo Junio Silano.

– Un placer inusitado, César -ronroneó Servilia, que inclinó la mejilla para recibir un beso.

Al ver aquello Bruto no dijo nada ni sonrió. Desde el día después de que Bíbulo se retiró a su casa a contemplar el cielo, Bruto presentía que algo malo iba a ocurrir. Por una parte, sólo había logrado ver a Julia dos veces desde entonces, y en una de esas ocasiones ella se había mostrado muy distraída. Por otra parte, estaba acostumbrado a cenar en la domus publica regularmente varias veces a la semana, pero últimamente cada vez que lo sugería le ponían la excusa de que tenían importantes invitados a cenar. Y Julia estaba radiante, tan hermosa, tan elevada; no exactamente falta de interés, sino más bien como si su interés radicase en otra parte, en alguna zona dentro de su mente que ella nunca le había querido abrir a él. ¡Oh, Julia había fingido escucharle! Pero no había oído ni una sola palabra, sólo había mirado al vacío, con una media sonrisa dulce y misteriosa. Y no le permitía besarla. En la primera de aquellas dos visitas, porque tenía dolor de cabeza. En la segunda, porque no tenía ganas de que la besase. Cariñosa y pidiéndole disculpas, pero no había beso y se acabó. De no haberla conocido mejor, Bruto habría pensado que había otro que la besaba.

Y ahora se presentaba su padre en una visita oficial, anunciado previamente por un mensajero y ataviado con las galas de pontífice máximo. ¿Habría estropeado las cosas al pedir que Julia se casase con él un año antes de lo acordado? Oh, ¿por qué presentía que todo aquello tenía que ver con Julia? ¿Y por qué no tenía él el mismo aspecto que César? No había ni un solo defecto en aquel rostro. Ni un solo defecto en aquel cuerpo. Si lo hubiera habido, mamá habría perdido el interés por César hacía mucho tiempo.

El pontífice máximo no se sentó, pero no se puso a pasear ni perdió la compostura.

– Bruto -le dijo-, no conozco ningún modo de dar una mala noticia que pueda aliviar el golpe, así que seré franco contigo. Rompo tu contrato de compromiso matrimonial con Julia.

– Colocó sobre la mesa un delgado rollo de papel-. Esto es una orden de pago para mis banqueros por la cantidad de cien talentos, según lo acordado. Lo siento mucho.

La impresión hizo que Bruto cayera tambaleante sobre una silla, donde quedó sentado con la boca abierta y sin poder pronunciar palabra, con aquellos grandes ojos fijos en el rostro de César con la misma expresión que un perro viejo tiene cuando se da cuenta de que su amado amo va a hacer que lo maten porque ya no le es útil. Cerró la boca e intentó hablar, pero no salió de él palabra alguna. Luego la luz de los ojos se le apagó tan evidente y rápidamente como si se soplara una vela.

– Lo siento mucho -dijo César de nuevo, esta vez con más sentimiento.

La impresión había hecho que Servilia se pusiera en pie, y durante unos instantes ella tampoco encontró palabras. Sus ojos se posaron en Bruto a tiempo para presenciar cómo la luz de éste se apagaba, pero no tenía ni idea de qué le estaba pasando a su hijo en realidad, porque su carácter estaba tan alejado del de Bruto como Antioquía de Olisipo.

Así que fue César quien sintió el dolor de Bruto, no Servilia. Aunque nunca le había conquistado una mujer como Julia había conquistado a Bruto, sin embargo comprendía exactamente lo que Julia había significado para éste, y se preguntó si de haber sabido aquello, habría tenido el valor de matar de aquella manera. Pero sí, César, lo habrías hecho. Has matado antes y volverás a matar de nuevo. Aunque rara vez cara a cara, como ahora. ¡Pobre hombre! No se recuperará nunca. Quiere a mi hija desde que tenía catorce años, y nunca ha cambiado ni flaqueado. Yo lo he matado… o por lo menos he matado lo que su madre ha dejado de él con vida. Qué espantoso ser un pelele entre dos salvajes como Serviia y yo. Silano también sufrió, pero no de un modo tan terrible como Bruto. Sí, lo hemos matado. De ahora en adelante es uno de los lemures.

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