Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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– Magnus, ésta es mi hija Julia.

– César indicó con un gesto la silla que estaba enfrente, al lado del canapé que ocupaba Pompeyo-. Siéntate, Julia, y hazle compañía a nuestro invitado. ¡Ah, aquí está mi madre!

Aurelia se sentó enfrente de César mientras algunos de los criados empezaban a servir la comida y otros colocaban copas y servían vino y agua. A las mujeres, observó Pompeyo, solamente se les servía agua.

¡Qué hermosa era! ¡Qué deliciosa, qué encantadora! Y después de aquella ligera vacilación que tuvo al verlo, ella se comportaba como lo haría un ser de ensueño, indicándole cuáles eran los platos que los cocineros hacían mejor, sugiriéndole que probase esto o aquello con una sonrisa que no contenía indicio alguno de timidez, pero que tampoco era sensualmente invitadora. Pompeyo se aventuró a preguntarle cómo pasaba ella su tiempo -¿a quién le importaba cómo empleara ella el tiempo de día… qué era lo que hacía durante las noches, cuando la luna cabalgaba en lo alto y la transportaba en su carroza hasta las estrellas?-, y ella le explicó que leía libros, iba a dar paseos o visitaba a las vestales o a sus amigas, respuesta que dio con una suave voz profunda, como alas negras que se batieran en un cielo luminoso. Cuando Julia se inclinó hacia adelante, él pudo ver cuán tierno y delicado era su pecho, aunque no pudo verle los senos. Tenía los brazos frágiles pero redondos, con un hoyuelo en cada codo, y la piel de alrededor de los ojos tenía un leve tono violeta, y el brillo plateado de la luna en cada párpado. ¡Qué pestañas tan largas y transparentes! Y unas cejas tan rubias que apenas se veían. No llevaba pintura, y aquella boca de color rosa pálido lo volvió loco de deseo por besarla, tan llena de pliegues, con surcos en las comisuras que prometían risa.

Por lo que a ellos dos atañía, César y Aurelia podían no haber existido. Hablaron de Homero y de Hesíodo, de Jenofonte y de Píndaro, y de los viajes de Pompeyo al Este; Julia estaba pendiente de las palabras de él como si tuviera el don de la palabra, como Cicerón, y lo acosaba con toda clase de preguntas acerca de todo, desde los albaneses hasta los lagos cercanos al mar Caspio. ¿Había visto él el monte Ararat? ¿Cómo era el templo judío? ¿De verdad caminaba la gente sobre las aguas del Palus Asphaltites? ¿Había visto alguna vez a una persona negra? ¿Cómo era el rey Tigranes?

¿Era cierto que las amazonas habían vivido en la antigüedad en el Ponto, en la desembocadura del río Termodonte? ¿Había visto él alguna vez a una amazona? Se decía que Alejandro el Grande había conocido a la reina de las Amazonas en algún punto del curso del río Jaxartes. ¡Oh, qué maravillosos nombres eran aquéllos: Oxo y Araxes y Jaxartes…! ¿Cómo había lenguas humanas capaces de inventar unos sonidos tan raros?

Y el seco y pragmático Pompeyo, con aquel estilo tan lacónico y su escasa educación, se alegró profundamente de que su vida en el Este y Teófanes le hubieran iniciado en la afición a la lectura; pronunció palabras de las que no era consciente de que su mente hubiera asimilado, y expresó pensamientos que no había comprendido que pudiera tener. Habría preferido morir antes que decepcionar a aquella exquisita joven que le miraba el rostro como si fuera la fuente de toda sabiduría y la cosa más hermosa que ella nunca hubiera contemplado.

La comida permaneció en la mesa mucho más tiempo del que el atareado e impaciente César solía tolerar, pero cuando empezó a hacerse de noche en el peristilo le hizo una casi imperceptible señal con un movimiento de cabeza a Eutico y reaparecieron los criados. Aurelia se levantó.

– Julia, es hora de que nos vayamos -dijo.

Embebida en la conversación acerca de Esquilo, Julia se sobresaltó y volvió a la realidad.

– Oh, avia, ¿ya? -preguntó-. ¡Cómo ha pasado el tiempo!

Pero, según observó Pompeyo, Julia no dio la impresión de no querer marcharse ni de palabra ni por la expresión, y no pareció que le sentase mal la conclusión de lo que, según le había dicho ella, era una ocasión especial; a Julia no se le permitía estar en el comedor cuando su padre tenía invitados, pues todavía no había cumplido dieciocho años.

Se puso en pie y le tendió la mano a Pompeyo de un modo amistoso, esperando que él se la estrechase. Pero Pompeyo, aunque no era muy dado a ese tipo de cosas, le cogió la mano como si pudiera romperse en fragmentos, se la llevó a los labios y la besó suavemente.

– Gracias por tu compañía, Julia -le dijo al tiempo que le sonreía y la miraba a los ojos-. Bruto es una persona muy afortunada.

– Y cuando las mujeres ya se habían marchado, le dijo a César-: Bruto es realmente un tipo afortunado.

– Eso creo yo -dijo César sonriendo, porque algo le estaba pasando por la cabeza a él.

– ¡Nunca he conocido a nadie como ella!

– Julia es una perla que no tiene precio.

Después de lo cual no parecía que quedase mucho por decir. Pompeyo se despidió.

– Vuelve pronto, Magnus -le dijo César a la puerta.

– ¡Mañana si quieres! Tengo que ir a Campania pasado mañana, y estaré ausente por lo menos ocho días. Tenías razón. No se puede vivir de una manera satisfactoria con sólo tres o cuatro filósofos por compañía. ¿Por qué crees que los tenemos en nuestras casas?

– Para tener una compañía masculina inteligente que no es probable que seduzcan a la mujer de la casa y se conviertan en sus amantes. Y para conservar puro nuestro idioma griego, aunque me han dicho que Lúculo se cuidó de introducir unos cuantos solecismos gramaticales en la versión griega de sus memorias para satisfacer a los literati griegos que no quieren creer que ningún romano hable y escriba griego perfectamente. En lo que a mí respecta, nunca me he sentido tentado de adoptar la costumbre de tener filósofos en mi casa. Son unos parásitos.

– ¡Tonterías! Tú no los tienes porque eres un gato montés. Prefieres vivir y cazar solo.

– Oh, no -dijo César suavemente-. Yo no vivo solo. Soy uno de los hombres más afortunados de Roma, pues vivo con una Julia.

La cual subió a sus habitaciones exaltada y exhausta; sentía vivo en la mano el contacto de aquel beso de Pompeyo. Allí estaba el busto de Pompeyo en el estante; se acercó a él, lo bajó y lo tiró al cubo de basura que había en un rincón. La estatua no era nada, ya no la necesitaba ahora que había visto, había conocido y había hablado con el hombre auténtico. Era bastante alto, aunque no tanto como tata. Tenía unos hombros muy anchos y todo él era muy musculoso; mientras estaba reclinado en el canapé, su vientre permanecía tenso, no tenía una de esas barrigas propias de hombres de mediana edad que le estropeara la figura. Su rostro era maravilloso, con los ojos más azules que ella hubiera visto nunca. ¡Y qué pelo! Oro puro, en grandes cantidades. Cómo se lo peinaba desde la frente formando un tupé. ¡Qué guapo! No como tata, que era un romano clásico, sino bastante más interesante porque resultaba más fuera de lo corriente. Como a Julia le gustaban las narices pequeñas, no encontró nada que criticar en aquel órgano de Pompeyo. ¡Y también tenía las piernas bonitas!

La siguiente parada fue ante el espejo, un regalo de tata que avia no aprobaba, porque estaba montado sobre un pedestal encima de un pivote giratorio, y su elevada superficie de plata pulida reflejaba de la cabeza a los pies al que allí se miraba. Se quitó toda la ropa y se sometió a examen. ¡Demasiado delgada! ¡Apenas tenía pechos! ¡Ni hoyuelos! En vista de lo cual prorrumpió en llanto, se arrojó sobre la cama y estuvo llorando hasta que se quedó dormida, con la mano que él había besado debajo de la mejilla.

– Ha tirado el busto de Pompeyo -le dijo Aurelia a César a la mañana siguiente.

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