– ¿Por qué? -le preguntó en tono áspero Servilia, que empezaba a jadear.
– Me temo que necesito a Julia para formar otra alianza.
– ¿Una alianza mejor que con un Cepión Bruto? ¡Eso es imposible!
– No en términos de que sea un buen partido, eso es cierto. Tampoco en cuanto a simpatía, ternura, honor e integridad. Ha sido un privilegio tener a tu hijo en mi familia durante tantos años. Pero el hecho es que necesito a Julia para formar otra alianza.
– ¿Quieres decir que tú sacrificarías a mi hijo para adornar con plumas tu propio nido político, César? -preguntó ella enseñando los dientes.
– Sí. Exactamente igual que tú sacrificarías a mi hija si ello sirviera a tus fines, Servilia. Tenemos hijos para que hereden la fama y el realce que nosotros traigamos a la familia, y el precio que han de pagar es estar ahí para servir a nuestras necesidades y a las necesidades de nuestras familias. Nuestros hijos nunca conocen las necesidades, nunca tienen dificultades, nunca les falta cultura y matemáticas. Pero es un padre tonto el que no educa a sus hijos de manera que comprendan el precio que han de pagar por su elevada cuna, su bienestar, su riqueza y su educación. El proletariado puede amar y malcriar a sus hijos con entera libertad. Pero nuestros hijos son los sirvientes de la familia, y a su vez ellos esperarán de sus hijos lo que nosotros esperamos de ellos. La familia es perpetua. Nosotros y nuestros hijos no somos más que una pequeña parte de ella. Los romanos crean a sus propios dioses, Servilia. Y todos los dioses verdaderamente romanos son dioses de la familia. El hogar, alacenas, los miembros de la casa, los antepasados, los padres y los hijos. Mi hija comprende su función como parte de la familia de un Julio. Exactamente como lo comprendí yo.
– ¡Me niego a creer que haya alguien en Roma capaz de ofrecerte más, políticamente, de lo que te ofrece Bruto!
– Eso quizás sea cierto dentro de diez años. Y, desde luego, lo será dentro de veinte. Pero ahora, en este preciso momento, necesito influencia política adicional. Si el padre de Bruto estuviera vivo, las cosas serían diferentes. Pero el cabeza de tu familia tiene veinticuatro años, y eso se puede decir tanto en lo que se refiere a Servilio Cepión como a Junio Bruto. Necesito la ayuda de un hombre de mi misma edad.
Bruto no se había movido, ni había cerrado los ojos, ni había llorado. Incluso oyó todas las palabras que cruzaron César y su madre, aunque en realidad no las asimiló. Estaban allí y significaban cosas que él comprendía. Y las recordaría. Pero, ¿por qué no estaba más enfadada su madre?
De hecho Servilia estaba furiosa, pero el tiempo le había enseñado que César podía vencerla en todos los enfrentamientos si ella se lanzaba directamente contra él. Al fin y al cabo, nada de lo que él pudiera decir podía hacerla enfadar más de lo que ya lo estaba. Contrólate, estate preparada para encontrarle un punto débil, estate preparada para meterte dentro y golpear.
– ¿Qué hombre? -preguntó con la barbilla erguida y los ojos vigilantes.
César, a ti te pasa algo malo. Realmente estás disfrutando con esto. O estarías disfrutando si no fuera por ese joven destrozado de ahí. En el tiempo que tardarás en pronunciar el nombre de Pompeyo verás una escena mejor que la del día en que le dijiste que no te casarías con ella. El amor destruido no puede matar a Servilia. Pero el insulto que voy a infligirle podría…
– Cneo Pompeyo Magnus -dijo.
– ¿Quién?
– Ya me has oído.
– ¡No serás capaz!
– Movió la cabeza en ambos sentidos-. ¡No lo harás!
– Se le salían los ojos-. ¡No lo harás!
– Las piernas se le doblaron, se acercó vacilante a una silla lo más lejos de Bruto que pudo-. ¡No lo harás!
– ¿Por qué no? -le preguntó César tranquilamente-. Dime un aliado político mejor que Magnus y romperé el compromiso entre Julia y él con la misma rapidez que he roto éste.
– ¡El es un… un… advenedizo! ¡Un ignorante! ¡No es nadie!
– En lo primero, estoy de acuerdo contigo. Pero en lo segundo y lo tercero que has dicho no puedo estarlo. Magnus no es ni mucho menos un don nadie. El es el Primer Hombre de Roma. Y tampoco es un ignorante. Te guste o no, Servilia, el muchacho carnicero de Picenum ha excavado un camino más amplio a través del bosque de Roma de lo que logró Sila. Sus riquezas son astronómicas, y su poder aún mayor. Deberíamos agradecer la suerte que tenemos de que nunca llegará tan lejos como llegó Sila porque no se atreve. Lo único que quiere es ser aceptado como uno más de nosotros.
– ¡El nunca será uno de nosotros! -dijo Servilia apretando los puños.
– Casarse con una Julia es dar un buen paso en la dirección adecuada.
– ¡Habría que azotarte, César! Se llevan treinta años… ¡él ya es un viejo, y ella apenas una mujer todavía!
– ¡Oh, cierra la boca! -le ordenó César con hastío-. Puedo aguantarte en la mayoría de tus estados de ánimo, domina, pero no tu justa indignación. Toma.
Le arrojó en el regazo un objeto pequeño y luego se acercó a Bruto.
– Lo siento de verdad, muchacho -dijo tocándole suavemente el hombro, aún encorvado. Bruto no intentó evitar el contacto; levantó los ojos hacia el rostro de César, pero de ellos había desaparecido cualquier rastro de luz.
¿Debería decir César lo que había tenido plena intención de decir, que Julia estaba enamorada de Pompeyo? No. Eso sería demasiado cruel. No había en él lo bastante del carácter de Servilia para pensar que valiera la pena hacer tanto daño. Luego pensó decir que Bruto ya encontraría a otra. Pero no.
Se produjo un remolino escarlata y púrpura; la puerta se cerró detrás del pontífice máximo.
El objeto que había en el regazo de Servilia era un gran guijarro de color fresa. Cuando iba a tirarlo por la ventana abierta, vio cómo se reflejaba en él la luz, de un modo fascinante, y se detuvo. No, no era un guijarro. Aquella forma de corazón regordete no era diferente de una fresa, igual que su color, pero era luminoso, brillante y tan sutilmente lustroso como una perla. ¿Una perla? ¡Sí, una perla! El objeto que César le había echado a Servilia en el regazo era una perla tan grande como la mayor de las fresas de cualquier campo de Campania, una maravilla del mundo.
A Servilia le encantaban las joyas, y las que más le gustaban eran las perlas del océano. La rabia se le fue disipando, como si aquella perla de rico color rojo y rosado la absorbiese y se alimentase de ella. ¡Qué tacto tan sensacional tenía! Suave, fresco y voluptuoso.
Un sonido vino a interrumpirla. Bruto había caído al suelo inconsciente.
Después de que a Bruto, semiinconsciente y delirante, lo metieran en la cama y le administraran una activa dosis de poción de hierbas soporíferas, Servilia se puso una capa y se fue a visitar a Fabricio, el mercader de perlas del Porticus Margaritaria. El cual recordaba bien aquella perla, sabía exactamente de dónde había salido y, en secreto, se maravilló de que un hombre pudiera regalarle aquella belleza a una mujer que no era llamativa, ni encantadora, ni siquiera joven. La valoró en seis millones de sestercios, y accedió a montarla en un engarce de alambre de oro fino unida a una cadena gruesa de oro. Ni Fabricio ni Servilia querían perforar el hoyuelo que tenía en la parte superior; una maravilla del mundo como aquélla debía permanecer intacta.
Desde el Porticus Margaritaria sólo había un par de pasos hasta la domus publica, donde Servilia pidió ver a Aurelia.
– ¡Naturalmente, tú estás de parte de él! -le dijo con agresividad a la madre de César.
Las negras cejas finamente trazadas de Aurelia se alzaron, lo cual hizo que se pareciera mucho a su hijo.
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