Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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Después de que las dos mujeres mayores se marcharon, la habitación quedó muy silenciosa; Julia se sentó en la cama y entrelazó las manos alrededor de las rodillas; una cortina de cabello le caía a cada lado de la cara. ¡Aquello no era un cubículo de dormir! Era más grande que el comedor de la domus publica. Apenas había alguna superficie que no tuviera un toque de dorado, la combinación principal de colores era el rojo y el negro, los cuadros de las paredes consistían en una serie de paneles que representaban a diversos héroes y dioses en actitud sexual. Estaba Hércules -que necesitaba ser fuerte para transportar el peso de su pene erecto- con la reina Omphale; Teseo con la reina Hipólita de las Amazonas -aunque ésta tenía dos pechos-; Peleo con Tetis, la diosa del mar -él le estaba haciendo el amor a una parte inferior femenina cuya mitad superior era una sepia-; Zeus atacando a una vaca de aspecto afligido -Io-; Venus y Marte colisionando como barcos de guerra; Apolo a punto de penetrar a un árbol que tenía un nudo parecido a las partes femeninas -¿Dafne?

Aurelia era demasiado estricta como para haber permitido semejante actividad pictórica en su casa, pero a Julia, una joven de Roma, ni le resultaban poco familiares ni la consternaba aquella erótica decoración. En algunas de las casas que solía visitar el erotismo no se limitaba en modo alguno a los dormitorios. De niña la hacían reír, un poco avergonzada, luego le había resultado imposible relacionar aquello en modo alguno con Bruto y ella; como era virgen, aquel arte la intrigaba y le interesaba sin que tuviera una auténtica realidad.

Pompeyo entró en la habitación con la túnica palmata y los pies descalzos.

– ¿Cómo estás? -le preguntó con ansiedad mientras se acercaba a la cama con tanta cautela como un perro a un gato.

– Muy bien -repuso Julia con solemnidad.

– Hum,… ¿está todo bien?

– Oh, sí. Estaba admirando las pinturas.

Pompeyo se sonrojó e hizo un gesto con la mano.

– Es que no tuve tiempo de hacer nada al respecto. Perdona -dijo en un murmullo.

– Sinceramente, no me importa.

– A Mucia le gustaban.

Pompeyo se sentó en su lado de la cama.

– ¿Tienes que volver a decorar tu dormitorio cada vez que cambias de esposa? -le preguntó ella sonriendo.

Aquello pareció tranquilizar a Pompeyo, porque le devolvió la sonrisa.

– Resulta prudente. A las mujeres les gusta poner un toque personal en las cosas.

– Eso haré yo.

– Le tendió la mano-. No estés nervioso, Cneo… ¿quieres que te llame Cneo?

Pompeyo le cogió la mano con firmeza.

– Me gusta más Magnus.

Julia movió los dedos dentro de la mano de él.

– A mí también me gusta.

– Se volvió un poco hacia él-. ¿Por qué estás nervioso?

– Porque todas las demás sólo eran mujeres -dijo él al tiempo que se pasaba la otra mano por el pelo-. Tú eres una diosa.

A lo cual ella no respondió; estaba llena por primera vez de conciencia de poder; acababa de casarse con un romano muy grande y famoso, y él le tenía miedo. Aquello era muy tranquilizador. Y muy bonito. La excitación empezó a surgir en ella de un modo delicioso, así que se tumbó sobre las almohadas y no hizo nada más que mirar a Pompeyo.

Lo cual significa que él tenía que hacer algo. ¡Oh, esto era tan importante! La hija de César, descendiente directa de Venus. ¿Cómo habría actuado el rey Anquises cuando el Amor se manifestó en persona ante él y le dijo que él le agradaba? ¿Habría temblado también como una hoja? ¿Se habría preguntado si estaría a la altura de semejante tarea? Pero luego recordó a Diana entrando en la habitación y se olvidó de Venus. Aún temblando, se inclinó hacia ella y retiró el tapiz que cubría la cama y la sábana de lino que había debajo. Y miró a Julia, blanca como el mármol con tenues venas azules, con miembros y caderas delgados, la cintura pequeña. ¡Qué hermosa!

– Te amo, Magnus -dijo ella con aquella voz ronca que él encontraba tan atractiva-, ¡pero soy demasiado delgada! Te desilusionaré.

– ¿Desilusionarme? -Pompeyo la miraba ahora fijamente a la cara mientras se le disipaba el terror que sentía de desilusionarla a ella. ¡Qué vulnerable! ¡Qué joven era! Bueno, ya vería ella hasta qué punto lo desilusionaba.

La parte externa de un muslo era lo que le quedaba más cerca a Pompeyo; llevó los labios hacia allí, y notó que la carne de Julia saltaba y se estremecía. Sintió que Julia le tocaba el cabello, y él, con los ojos cerrados, apoyó la mejilla en la pierna de ella y se subió poco a poco a la cama. Una diosa, una diosa… Besaría hasta el último pedacito de ella con reverencia, con un deleite casi insoportable, a aquella flor inmaculada, aquella joya perfecta. Las mechas de plata caían por todas partes, y le ocultaban los pechos. Mechón a mechón, Pompeyo las fue retirando, las colocó alrededor de ella y contempló, embelesado, los suaves y pequeños pezones de un color rosa tan pálido que se le fundían con la piel.

– ¡Oh, Julia, Julia, te amo! -exclamó-. ¡Mi diosa, Diana de la luna, Diana de la noche!

Ya habría tiempo de ocuparse de la virginidad. Hoy ella no conocería otra cosa que no fuera el placer. Sí, primero el placer, todo el placer que él pudiera proporcionarle con los labios, la boca y la lengua, con las manos y con su propia piel. Que ella supiera lo que el matrimonio con Pompeyo el Grande le depararía siempre: placer, placer y placer.

– Hemos establecido un hito -le dijo Catón a Bíbulo aquella noche en el peristilo de la casa de este último, donde estaba sentado el cónsul junior contemplando el cielo-. No sólo han repartido Campania e Italia como si fueran potentados del Este, sino que además ahora sellan sus impíos lazos con hijas vírgenes.

– ¡Estrella fugaz, cuadrante izquierdo inferior! -le dijo Bíbulo al escriba que estaba sentado a cierta distancia de él esperando pacientemente para escribir los fenómenos estelares que su amo viera, con la luz de su diminuta lámpara enfocada sobre la tablilla de cera. Luego Bíbulo se levantó, dijo las plegarias que daban por concluida una sesión de contemplación del cielo y condujo a Catón al interior.

– ¿Por qué te sorprende que César venda a su hija? -quiso saber Bíbulo, que no se había molestado en preguntarle a uno de los más empedernidos bebedores de Roma si quería agua en el vino-. Yo me había preguntado cómo lograría atar a Pompeyo a él. ¡Estaba seguro de que lo haría! Pero ésta es la mejor manera y la más inteligente. Se dice que ella es absolutamente exquisita.

– ¿Tú tampoco la has visto?

– Nadie la ha visto, aunque sin duda eso cambiará. Pompeyo la exhibirá como un trofeo. ¿Qué edad tiene, dieciséis?

– Diecisiete.

– A Servilia no puede haberle hecho ninguna gracia.

– Oh, César también supo cómo arreglarlo con ella de un modo muy inteligente -dijo Catón mientras se levantaba para volver a llenar la copa- Le regaló una perla que vale seis millones de sestercios… y le pagó a Bruto los cien talentos de la dote de la muchacha.

– ¿Dónde te has enterado de todo eso?

– Me lo ha dicho Bruto cuando ha ido a verme hoy. Por lo menos ésa es una buena cosa que César ha hecho por los boni. De ahora en adelante Bruto estará firmemente en nuestro bando. Incluso va anunciando que en el futuro no será conocido como Cepión Bruto, sino como Bruto.

– Bruto no nos será ni mucho menos de la misma utilidad que lo que una alianza matrimonial le proporcionará a César -dijo Bíbulo con aire lúgubre.

– De momento, no. Pero tengo esperanzas en cuanto a Bruto ahora que se ha liberado de su madre. La lástima es que no quiere oír una palabra en contra de la chica. Le he ofrecido a mi Porcia una vez que ella tenga edad para casarse, pero la ha rechazado. Dice que no va a casarse nunca.

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