Colleen McCullough - Las Mujeres De César

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Las mujeres de César es el retrato de la ascensión de Cayo Julio César hasta los lugares más prominentes de su mundo, y comienza con su regreso a Roma en el año 68 a.C. En este libro Collen McCullough descubre al hombre que se enconde tras la leyenda. Y nos ofrece con gran maestría todos los datos y pormenores para que el lector decida por sí mismo. Tras El primer hombre de Roma, La corona de hierba y Favoritos de la fortuna, continúa el gran ciclo novelesco sobre la antigua Roma.

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– Veo que aspiras a ser el hombre más rico de Roma -dijo Aristarco, curiosamente decepcionado; no había considerado que César fuese una sanguijuela.

– ¿Con seis mil talentos? -César se echó a reír-. ¡Créeme, canciller, eso no me haría el hombre más rico de Roma! No, parte de ese dinero tendrá que ser para mis amigos y aliados, Marco Craso y Cneo Pompeyo Magnus. Yo puedo obtener los decretos, pero no sin el apoyo de ellos. Y nadie espera favores de romanos concedidos a extranjeros sin una abultada recompensa. Lo que haga yo con mi parte es cosa mía, pero te diré que no tengo ningún deseo de instalarme en Roma y pasar mi vida como Lúculo.

– ¿Los decretos serán irrecusables?

– Oh, sí. Yo mismo los redactará.

– Entonces el precio total son ocho mil talentos de oro, seis mil de los cuales deben pagarse por adelantado y dos mil dentro de un año -dijo Aristarco al tiempo que se encogía de hombros-. Muy bien entonces, Cayo César, así sea. Estoy de acuerdo con tu precio.

– Todo el dinero ha de pagarse directamente al banco de Lucio Cornelio Balbo en Gades, a su nombre -dijo César levantando una ceja-. El lo repartirá de una manera que prefiero conservar en secreto. Debo protegerme, compréndelo, así que ningún dinero se pagará a mi nombre ni a nombre de mis colegas.

– Comprendo.

– Muy bien, entonces, Aristarco. Cuando Balbo me informe de que la transacción se ha llevado a cabo, tendrás tus decretos, y el rey Ptolomeo podrá por fin olvidarse de que el anterior rey de Egipto hizo alguna vez un testamento que dejaba Egipto en herencia a Roma.

– ¡Oh, dioses! -dijo Craso cuando César le informó de aquellos hechos unos días después-. ¿Cuánto me toca a mí?

– Mil talentos.

– ¿De oro o de plata?

– De oro.

– ¿Y a Magnus?

– Lo mismo.

– ¿Y tú te quedas con cuatro y dos más el año que viene?

César echó hacia atrás la cabeza al reírse.

– ¡Abandona toda esperanza de los dos mil talentos pagaderos el año que viene, Marco! Una vez que Aristarco vuelva a Alejandría, se acabó. ¿Cómo vamos a cobrar sin ir a la guerra? No, seis mil talentos me pareció un precio justo para que Auletes pague por su seguridad, y Aristarco lo sabe.

– Con cuatro mil talentos de oro puedes equipar por lo menos a diez legiones.

– Sobre todo si las equipa Balbo. Pienso volver a nombrarlo praefectus fabrum mío otra vez. En cuanto llegue noticia de Gades de que el dinero egipcio ha sido depositado allí, se pondrá en camino hacia la Galia Cisalpina. Tanto Lucio Pisón como Marco Craso, por no decir el pobre Bruto, se verán de pronto ganando dinero procedente de la venta de armamento.

– Pero, ¿diez legiones, Cayo?

– No, no, para empezar sólo dos más de las que hay. La mayor parte del dinero pienso invertirla. Éste va a ser un ejercicio que se financiará solo de principio a fin, Marco. Tiene que serlo. El que controla la bolsa controla la empresa. Ha llegado mi hora. ¿Acaso puedes creer, aunque sólo sea por un momento, que alguien que no sea yo va a controlar esta empresa? ¿El Senado?

César se puso en pie y levantó los brazos hacia el techo con los puños apretados; Craso vio de pronto lo espesos que eran los músculos en aquellos brazos engañosamente delgados, y notó que el pelo de la nuca se le erizaba. ¡Qué poder tenía aquel hombre!

– ¡El Senado no es nada! ¡Los boní no son nada! ¡Pompeyo Magnus no es nada! ¡Yo voy a llegar tan lejos como tenga que llegar para convertirme en el Primer Hombre de Roma durante el resto de mi vida! ¡Y después de mi muerte se dirá de mí que fue el romano más grande que jamás ha vivido! ¡Nada ni nadie me detendrá! ¡Lo juro por todos mis antepasados, hasta la diosa Venus!

– Bajó los brazos; el fuego y el poder se apagaron. César se sentó en la silla y miró a su viejo amigo con tristeza-. ¡Oh, Marco, lo único que tengo que hacer es llegar al final de este año! -dijo.

Tenía la boca seca. Craso tragó saliva.

– Lo harás -aseguró.

Publio Vatinio convocó la Asamblea Plebeya y le anunció a la plebe que él legislaría para quitarle a César la mancha de ser agrimensor.

– Por qué estamos desperdiciando a un hombre como Cayo César en un trabajo que quizás encaje muy bien con el talento de nuestro Bíbulo, el contemplador de estrellas, pero que está infinitamente por debajo de un gobernador y general del calibre de Cayo César? Nos demostró en Hispania lo que es capaz de hacer, pero eso es una minucia. ¡Quiero ver cómo se le da la oportunidad de hundir los dientes en una empresa digna de su temple! Hay algo más en la tarea de gobernar que el mero hecho de hacer la guerra, y hay más en el oficio de ser general que el mero hecho de estar sentado en una cómoda tienda de campaña. Hace una década o más que la Galia Cisalpina no recibe un gobernador decente, con el resultado de que los dálmatas, los liburnos, los iapudes y todas las demás tribus de Iliria la han convertido en un lugar muy peligroso para que los romanos vivan en él. Por no hablar de que la administración de la Galia Cisalpina es un desastre. Las sesiones jurídicas no se celebran a tiempo, si es que se celebran, y las colonias con derechos latinos del otro lado del Po se están yendo a pique.

»¡Os estoy pidiendo que le concedáis a Cayo César la provincia de la Galia Cisalpina junto con Iliria desde el momento en que este proyecto de ley sea ratificado! -gritó Vatinio, cuyas atrofiadas piernas quedaban escondidas por la toga y cuyo rostro estaba tan abultado que el tumor de la frente parecía haber desaparecido-. ¡Además pido que Cayo César sea confirmado por este cuerpo como procónsul en la Galia Cisalpina y en Iliria hasta el mes de marzo de dentro de cinco años! Y que se despoje al Senado de toda autoridad para alterar ni una sola de todas las disposiciones que hagamos en esta Asamblea! ¡El Senado ha abrogado el derecho que tenía de conceder provincias proconsulares porque no sabe hallar mejor trabajo para encomendarle a un hombre como Cayo César que el de medir las rutas del ganado trashumante de Italia! ¡Que el contemplador de las estrellas mida montones de estiércol, pero que Cayo César estudie otras perspectivas mejores!

El proyecto de ley de Vatinio había sido presentado ante la plebe y permaneció en la plebe contio tras contio; Pompeyo habló a favor, Craso habló a favor, Lucio Cotta habló a favor… y Lucio Pisón habló a favor.

– No logro convencer ni a uno solo de nuestros cobardes tribunos para que interponga el veto -le dijo Catón a Bíbulo temblando de ira-. Ni siquiera he podido convencer a Metelo Escipión. ¿Puedes creerlo? ¡Lo único que me contestan es que les gusta vivir! ¡Les gusta vivir! ¡Oh, ojalá siguiera yo siendo tribuno de la plebe! ¡Ya les enseñaría yo!

– Estarías muerto, Marco. El pueblo lo quiere así, no sé por qué. Sólo que yo creo que él es la apuesta arriesgada. Pompeyo fue una jugada segura. César es una apuesta arriesgada. ¡Los caballeros creen que tiene suerte, ese montón de supersticiosos!

– Lo peor de todo es que tú sigues atascado con lo de las rutas del ganado trashumante. Vatinio tuvo mucho cuidado en señalar que uno de los dos haría ese trabajo tan necesario.

– Y yo lo haré -dijo Bíbulo con altivez.

– ¡Tenemos que detener a César como sea! ¿Hace algún progreso Vetio?

Bíbulo suspiró.

– No tantos como yo esperaba. Ojalá fueras un organizador de planes más eficaz, Catón, pero no lo eres. Era una buena idea, pero Vetio no es precisamente el material más prometedor con el que trabajar.

– Hablaré con él mañana.

– ¡No, no lo hagas! -intervino Bíbulo alarmado-. Déjalo de mi cuenta.

– Por cierto, Pompeyo va a hablar en la Cámara para abogar porque la casa le conceda a César todo lo que quiera. ¡Bah!

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