Así que Auletes finalmente repudió a Cleopatra Tryphaena y se casó con su propia hermanastra. El hijo de ambos, que con el tiempo gobernaría como Ptolomeo XII, nació en el año del consulado de Metelo Celer y Lucio Afranio; su hermanastra Berenice tenía entonces quince años, y su hermanastra Cleopatra ocho. No es que a Cleopatra Tryphaena la asesinaran, ni siquiera la desterraron. Permaneció en el palacio de Alejandría con sus dos hijas y logró estar en buenas relaciones con la nueva reina de Egipto. Hacía falta algo más que el repudio para acabar con una hija de Mitrídates, y ella, además, estaba maniobrando para asegurar un matrimonio entre el bebé varón heredero del trono con su hija menor, Cleopatra. De ese modo el linaje del rey Mitrídates en Egipto no moriría.
Por desgracia Auletes llevó mal sus negociaciones con los sacerdotes egipcios nativos después del nacimiento de su hijo; veinte años después de su llegada a Alejandría se encontraba tan lejos de ser faraón como cuando llegó. Construyó templos arriba y abajo del Nilo; hizo ofrendas a todas las deidades, desde Isis a Horus y a Serapis; hizo todo lo que se le ocurrió excepto lo que debía.
Era, pues, hora de regatear con Roma.
Y así, a principios de febrero del año del consulado de César, una delegación de cien ciudadanos de Alejandría acudieron a Roma para hacer al Senado la petición de que confirmase la permanencia del rey de Egipto en el trono.
La petición se presentó debidamente en el mes de febrero, pero no obtuvieron respuesta. Frustrados y tristes, los delegados -que tenían órdenes de Auletes de hacer cuanto fuera necesario y quedarse tanto tiempo como hiciera falta- se pusieron a la monótona tarea de entrevistar a docenas de senadores e intentar convencerles para que les ayudasen en lugar de obstaculizarlos. Naturalmente, lo único que les interesaba a los senadores era el dinero. Si había suficiente dinero dispuesto a cambiar de manos, podrían asegurar suficientes votos.
El líder de la delegación era un tal Aristarco, que además era el canciller del rey y el líder de la actual camarilla de palacio. Egipto estaba tan enredado con la burocracia que llevaba doscientos o trescientos años debilitado por esa causa; una costumbre que la nueva aristocracia de Macedonia importada por el primer Ptolomeo no había sido capaz de romper. En cambio, la burocracia se había estratificado en nuevos aspectos, con aquellos de linaje macedonio en la cima, aquellos que tenían mezcla de sangre egipcia y macedonia en el medio, y los egipcios nativos -excepto los sacerdotes- en la capa inferior. Complicado todo aún más por el hecho de que el ejército era judío. Hombre astuto y sutil, Aristarco era descendiente directo de uno de los bibliotecarios más famosos del Museo de Alejandría, y el tiempo en que había sido funcionario civil le había permitido conocer perfectamente cómo funcionaba Egipto. Como no formaba parte de los propósitos de los sacerdotes egipcios permitir que el país acabase siendo propiedad de Roma, había logrado convencerlos para que aumentasen la porción de los ingresos de Auletes que quedaba después de pagar el gobierno de Egipto, así que tenía amplios recursos a su alcance. Más amplios, desde luego, de lo que le había dado él a entender a Auletes.
Cuando ya llevaba un mes en Roma adivinó que buscar votos entre los pedarii y los senadores que nunca llegarían más arriba del cargo de pretor no era la manera de lograr el decreto para Auletes. Necesitaba a algunos de los consulares… pero no de los boni. Necesitaba a Marco Craso, a Pompeyo el Grande y a Cayo César. Pero como llegó a tal decisión antes de que la existencia del triunvirato fuera generalmente conocida, no se dirigió al hombre adecuado de aquellos tres. Eligió a Pompeyo, que era tan rico que no le hacían falta unos cuantos miles de talentos de oro egipcio. Así que Pompeyo se había limitado a escuchar sin expresión alguna en el rostro, y había concluido la entrevista con una vaga promesa de que lo pensaría.
Abordar a Craso seguramente no serviría de nada, aunque la atracción de éste por el oro era legendaria. Era Craso quien había querido anexionar Egipto, y, por lo que sabía Aristarco, quizás siguiera deseando la anexión. Lo cual sólo dejaba a Cayo César, a quien el alejandrino decidió abordar en medio del torbellino producido por la segunda ley agraria, y justo antes de que Julia se casase con Pompeyo.
César era muy consciente de que una ley de Vatinio aprobada por la plebe podía otorgarle una provincia, pero no podía concederle fondos para hacer frente a ninguno de los gastos que tuviera. El Senado le daría una miseria de estipendio, que se reduciría a unos cuantos huesos en castigo por haber acudido a la plebe, y se aseguraría de que tal estipendio se demorase en el Tesoro el mayor tiempo posible. Eso no era en absoluto lo que César quería. La Galia Cisalpina poseía una guarnición de dos legiones, y dos legiones no bastaban para llevar a cabo lo que César se proponía hacer a toda costa. Necesitaba por lo menos cuatro, cada una de ellas en plena fuerza y debidamente equipada. Pero eso costaba dinero, dinero que él nunca conseguiría del Senado, especialmente si no podía alegar una guerra defensiva. César tenía intención de ser el agresor, y ésa no era la política senatorial ni la política romana. Era un placer tener provincias nuevas incorporadas al imperio, pero ello sólo podía ocurrir como resultado de una guerra defensiva como la que había librado Pompeyo en el Este contra los reyes.
César había sabido de dónde iba a salir el dinero para equipar a sus legiones en cuanto la delegación de Alejandría llegó a Roma, pero esperó el momento oportuno para actuar. E hizo sus planes, de los que formaba parte el banquero gaditano Balbo, hombre de su entera confianza.
Cuando Aristarco fue a verle a principios de mayo, César recibió a aquel hombre con gran cortesía en la domus publica, y le enseñó las partes más públicas del edificio antes de instalarlo en el despacho. Desde luego Aristarco se quedó admirado, pero no era muy difícil darse cuenta de que la domus publica en realidad no impresionaba al canciller de Egipto. Pequeña, oscura y mundana: se veía lo que Aristarco pensaba a pesar de mostrarse encantado. César sintió interés por aquel hombre.
– Puedo ser tan obtuso y dar todos los rodeos que desees -le dijo a Aristarco-, pero supongo que después de estar en Roma tres meses sin lograr nada, quizás agradecerías que abordásemos el tema de una forma más directa.
– Es cierto que me gustaría regresar a Alejandría lo antes posible, Cayo César -dijo el evidentemente macedonio puro Aristarco, que era rubio y tenía los ojos azules-. Sin embargo, no puedo marcharme de Roma sin llevarle al rey noticias positivas.
– Podrás llevarle noticias positivas si te avienes a aceptar mis condiciones -le dijo César secamente-. ¿Te resultaría satisfactorio una confirmación senatorial de la permanencia del rey en su trono más un decreto que le nombre a él amigo y aliado del pueblo romano?
– Sólo confiaba en conseguir lo primero -dijo Aristarco, fortalecido en su ánimo-. Conseguir que el rey Ptolomeo Filopator Filadelfo sea nombrado amigo y aliado va más allá de mis más disparatados sueños.
– ¡Pues expande un poco el horizonte de tus sueños, Aristarco! Puede hacerse.
– A un precio.
– Naturalmente.
– Cuál es el precio, Cayo César?
– Por el decreto que confirma la permanencia en el trono, seis mil talentos de oro, dos tercios de los cuales deben pagarse antes de conseguir el decreto, y el último tercio dentro de un año. Por el decreto que lo nombra amigo y aliado, dos mil talentos de oro más, que se harán efectivos en una sola cantidad por adelantado -dijo César con ojos brillantes y penetrantes-. La oferta no es negociable. La tomas o la dejas.
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