Collen McCullough - Angel

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Harriet Purcell tiene veintiún años y acaba de diplomarse como técnica en radiología. Con un sueldo más propio de un hombre en el Sidney de los años sesenta, desoye los consejos de su padre, quien le advierte que «sólo los locos, los bohemios y las prostitutas se atreven a vivir en Kings Cross». Así, decide independizarse y se muda a la casa de huéspedes de la señora Delvecchio, situada en ese barrio de mala nota. Allí descubre que su casera, a parte de los alquileres de sus extraños inquilinos, cuenta con otra fuente de ingresos mucho más provechosa: lee las cartas, el horóscopo y escruta las profundidades de su preiada bola de cristal…
Pero es la pequeña Flo, hija de la señora Delvecchio y médium en las sesiones que esta organiza, quien definitivamente roba el corazón de Harriet. A medida que la jóven se adentra en los secretos de los hombres, el amor y las cartas del tarot, va descubriendo también que seguir los dictados del corazón no siempre resulta fácil, y que proteger a quienes más amamos puede convertirse en la tarea más ardua.
Angel es el luminoso relato del despertar de una joven a la vida adulta. Una tierna y deliciosa historia de amor con los más divertidos y bohemios personajes…

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– Tranquilícese, Harriet, tranquilícese -dijo Prendergast-. Flo se autolesionó, aquí y en el hogar de niños; por eso tuvimos que inmovilizarla. No me va a creer, pero esta criaturita destrozó el chaleco de algodón, no una sino decenas de veces. No nos quedó más remedio que recurrir al cuero y las sogas.

– ¿Por qué? -pregunté todavía incrédula.

– Creemos que trataba de escapar. En cuanto se ve libre, huye. Se arroja literalmente contra el objeto más cercano. Yo la he visto con mis propios ojos golpeándose contra la pared una y otra vez. No le importa si se lastima. En el hogar de niños se lanzó contra un ventanal del primer piso. Por eso la enviaron aquí. No sabemos cómo no se mató ni se rompió ningún hueso, pero está muy magullada. -Le levantó ligeramente el camisón corto con sus enormes y proporcionadas manos para mostrarme unas limpias suturas en la pared interna de ambos muslos-. O la inmovilizábamos de esta manera o la sedábamos por completo, y aquí no nos gusta utilizar sedantes. Es más conveniente para el personal, pero disimula los síntomas y retrasa los diagnósticos.

– ¿Y el pubis? -susurré.

– Lamentablemente también hubo que darle puntos. Llamamos a los cirujanos plásticos para consultárselo, pero creen que así quedará bien. Quienquiera que la haya suturado en el servicio de guardia del R.P.A. hizo un trabajo brillante.

– ¿Conque el servicio de guardia del R.P.A.? Entonces Flo estuvo en Yasmar -dije.

– Yo no he dicho eso, ni lo diré.

– ¿Por qué no la internaron en la sala psiquiátrica del R.P.A.?

– No había camas -respondió simplemente-. Además, nosotros tenemos la mejor unidad de pediatría.

– En cualquier caso -dije con tono triunfal-, todo esto demuestra una cosa: es la forma que tiene Flo de conseguir lo que quiere, y es obvio que me quiere a mí. Estaba dispuesta a correr el riesgo de morir con tal de encontrarme. Eso es muy significativo.

Me observó con aire especulativo.

– Sí, es evidente que quiere estar con usted. Ummm, ¿podría convencerla de que suavice su comportamiento? -preguntó.

Fruncí los labios.

– ¡Ni soñarlo, campeón!

– ¿Por qué, por el amor de Dios? -inquinó.

– Porque no me da la gana. ¿Por qué habría de ayudarlos a tranquilizarla hasta que sea lo suficientemente dócil para volver a Yasmar? Flo es mía. Si su madre pudiera hablar, eso es lo que diría. Por esta razón solicito la custodia -respondí.

– Usted es joven y soltera, señorita Purcell. Jamás se la concederán.

– Eso es lo que dicen todos, pero me importa un comino. Me la darán. -Sonreí a Flo-. ¿No es cierto, angelito?

Flo cerró los ojos, se metió el pulgar en la boca y empezó a entonar su melodía.

Me permitieron quedarme con ella media hora. En todo ese tiempo Prendergast no me dejó en paz. Intentaba descubrir, de todas las formas posibles, qué le ocultaba. Ese astuto hijo de perra sabe que hay mucho más de lo que jamás llegare a admitir. ¡Sigue buscando, campeón, sigue buscando! Nunca me doblegarás. Como la madre de Flo había dicho, soy como un enorme y viejo eucalipto.

Cuando la secretaria emergió de su cuchitril para abrirme la puerta, me entregó un sobre cerrado.

– El doctor Forsythe me pidió que le diera esto -dijo con absoluta falta de curiosidad, como si estuviera bajo el efecto de un poderoso sedante. Bueno, tal vez lo estuviera.

En la nota me preguntaba si podíamos quedar en el café que había bajo la estación de tren en Circular Quay, a las seis en punto. Dentro de una hora. Decidí ir caminando, soñando despierta y envuelta en una agradable bruma. No, todavía no tengo a Flo, pero por lo menos sé dónde está. Después de esto, el Departamento de Protección de Menores sabrá que tiene que enfrentarse a mí, jo, jo, jo, jo. ¡La pequeña Florence Schwartz me quiere a mí! Aunque la devuelvan a una casa de acogida, no podrán mantenerme alejada de ella. El doctor Prendergast será un estúpido entrometido, pero en su informe tendrá que decir que, sin lugar a dudas, Florence Schwartz es emocionalmente dependiente de una solterona de veintidós años que tiene que trabajar para ganarse la vida. ¡A ver cómo se las arreglan esas viejas brujas con eso! Fantástico.

Al entrar en las profundidades algo sucias y oscuras de la estación de tren de Circular Quay, me di cuenta de que todo esto había sucedido el mismo día o en los días sucesivos al momento en que había consultado la Bola de Cristal. ¿Acaso adivinar era eso? ¿Podía ser que el adivino no viera las cosas realmente, sino que al concentrar toda esa energía mental en un objeto de moléculas dispuestas de manera tan exquisita tuviera el poder de cambiar los hechos? ¡Menuda idea!

Así que para cuando entré en el desierto café, mi mente no estaba concentrada en Duncan. Es más, por un instante me pregunté qué estaba haciendo allí. Después lo vi aparecer de detrás de la máquina Gaggia, me sonrió y corrió la silla para que me sentara. Apenas me senté, me tomó la mano y la besó. Me miró con los ojos tan llenos de amor que me cautivó. Siempre hace lo mismo. Ay, ¿por qué será tan víctima de las convenciones?

– Es una pena -comenté todavía animada por lo de Flo y la Bola de Cristal- que el hombre no se pueda dividir en dos mitades. La mitad de ti que tu mujer quiere a mí no me interesa para nada, y en cambio ella no tiene interés en la mitad que yo quiero. Pero ya he visto que ése es el problema que tenemos las mujeres cuando se trata de hombres: lo único que nos interesa es la mitad de lo que tiene un hombre.

No se ofendió ni lo más mínimo; es más, sonrió de buena gana.

– Es maravilloso verte bien otra vez, mi amor -dijo con ternura-. Si lo único que quieres es un octavo de mí, empieza a descuartizarme ya mismo.

Me aferré a su mano.

– Sabes que no puedo. Tengo que portarme bien para obtener la custodia de Flo.

Entonces, ambos nos percatamos de que la camarera esperaba pacientemente de pie para tomar nuestro pedido, mientras escuchaba embelesada.

– Le ruego nos disculpe, querida -dijo él, y pidió dos capuchinos. La muchacha se retiró arrastrando los pies. Llevaba dibujada en la cara una expresión como la que debe de tener alguien a quien el Papa acaba de conceder una audiencia privada. Los buenos modales de Duncan tienen un efecto extraordinario en las mujeres. Eso demuestra que no estamos acostumbradas a que nos traten como delicadas flores.

Le conté todo lo que había sucedido con Flo y con el doctor John Prendergast y él me escuchó como si realmente le interesara el asunto. Sé que no le debe de importar, pero también sé que me aprecia mucho y supongo que tal vez sólo por esa razón le puede interesar.

– A juzgar por tu aspecto -dijo cuando finalicé mi relato-, parece que acabes de caminar sobre ascuas. -Me examinó la palma de la mano como si buscara la respuesta a algún acertijo-. Me pregunto por qué me habré enamorado de ti nada más verte. Bastó una milésima de segundo en una rampa. ¿Será porque perteneces al mundo de Kings Cross? Una habitante de una espantosa casa vieja plagada de cucarachas, a quien le gusta caminar más que ir en automóvil, que bebe brandy barato, devota de lo estrambótico, del oropel y de lo francamente indeseable…

– Tienes la lengua llena de miel, campeón -dije con una sonrisa de oreja a oreja.

– Para nada -dijo instantáneamente, y me mordió la mano-. Deja que te acompañe a casa y pronto lo estará.

Llegaron los capuchinos. Duncan sonrió a la camarera y le dio las gracias (¡dos audiencias con el Papa!).

– ¿Por qué me pediste que viniera? -pregunté.

– Para verte a solas -respondió-. El señor Toby Evans parece haberse apoderado de mi territorio.

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