Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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– Temo que ha surgido un pequeño problema, Harry. Mary hizo otro testamento, ¿sabe? La noche pasada, cuando abandonó la fiesta, me entregó un sobre sellado, y me hizo prometer que lo abriría cuando ella hubiese muerto. Así lo hice, y vi que contenía un testamento recién redactado.

– ¿Mary hizo un nuevo testamento? ¿Sin contar conmigo?

– Por lo visto, sí. Creo que lo había estado meditando desde hacía tiempo, pero ignoro por qué lo tuvo tan reservado.

– ¿Lo trae usted, padre?

– Sí.

El sacerdote introdujo una mano debajo de su camisa y sacó las hojas de papel, dobladas en pequeños pliegues.

El abogado no tuvo el menor reparo en leer inmediatamente el documento. Cuando hubo terminado, levantó la cabeza, y había en sus ojos muchas cosas que el padre Ralph, hubiese preferido no ver nunca. Sorpresa, enojo y un cierto desprecio.

– Bueno, le felicito, padre. A fin de cuentas, se lleva el montón.

Podía hablar así, porque no era católico.

– Créame, Harry, que mi sorpresa fue tan grande como la suya.

– ¿Sólo hay un ejemplar?

– Que yo sepa, sí.

– ¿Y no se lo dio a usted hasta la noche pasada?

– Exacto.

– Entonces, ¿por qué no lo destruye, permitiendo que el pobre y viejo Paddy tenga lo que legítimamente le corresponde? La Iglesia no tiene ningún derecho a los bienes de Mary Carson.

Los bellos ojos del cura eran inexpresivos.

– ¡Oh! Ahora, esto ya no sería justo, Harry. Mary podía disponer de sus bienes como mejor le careciese.

– Aconsejaré a Paddy que impugne el testamento.

– Lo suponía.

Tras estas palabras, se despidieron. Cuando llegasen, por la mañana, los asistentes al entierro de Mary Carson, toda Gillanbone y sus alrededores sabrían adonde iba a parar el dinero. La suerte estaba echada; ya no podía volverse atrás.

Eran las cuatro de la mañana cuando el padre Ralph cruzó la última puerta y entró en el Home Paddock, porque no se había apresurado en el viaje de regreso. Durante el mismo, había corrido un velo sobre su mente; no había querido pensar. Ni en Paddy ni en Fee, ni en Meggie ni en aquella cosa gorda y apestosa que (al menos asi lo esperaba) habían metido en el ataúd. En vez de esto, había abierto sus ojos y su mente a la noche, al fantástico esqueleto plateado de los árboles muertos que se erguían solitarios sobre la hierba brillante, a las oscuras sombras proyectadas por los montones de leña, a la luna llena que surcaba los cielos como una ingrávida burbuja. En una ocasión, había detenido el coche y se había apeadp, para acercarse luego a una valla de alambre y apoyarse en sus hilos tensos, mientras respiraba el olor de los eucaliptos y el enervante aroma de las flores silvestres. La tierra era tan hermosa, tan pura, tan indiferente al destino de las criaturas que presumían de gobernarla… Podían agarrarla con las manos, pero, a la larga, era ella quien mandaba.

Mientras ellos no pudiesen regir el tiempo y mandar en la lluvia, la tierra tendría Tas de ganar.

Aparcó el coche a cierta distancia detrás de la casa, y caminó despacio en dirección a ésta. Todas las ventanas estaban iluminadas; desde las habitaciones del ama de llaves, llegaba el eco débil de la voz de la señora Smith, rezando el rosario con las dos doncellas irlandesas. Una sombra osciló en la oscuridad de las enredaderas; y él se detuvo en seco, sintiendo que se le erizaban los cabellos. La vieja araña le tenía dominado en más de un aspecto. Pero sólo era Meggie, que esperaba pacientemente su regreso. Llevaba botas y pantalón de montar, y estaba llena de vida.

– Me has asustado -dijo bruscamente él.

– Lo siento, padre; ha sido sin querer. Pero no quería estar allí con papá y los chicos, y mamá se encuentra todavía en nuestra casa con los pequeños. Supongo que yo debería estar rezando con la señora Smith y Minnie y Cat, pero no tengo ganas de rezar por ella. Es un pecado, ¿no?

Él no estaba de humor para disimular en favor de Mary Carson.

– No creo que sea pecado, Meggie; en cambio, sí que lo es la hipocresía. Yo tampoco tengo ganas de rezar por ella. No era… una buena persona. -Sonrió-v Por tanto, si tú has pecado, también lo he hecho yo, y más gravemente. Yo tengo el deber de amar a todo el mundo, una carga que no gravita sobre ti.

– ¿Se encuentra usted bien, padre?

– Sí, estoy perfectamente. -Contempló la casa y suspiró-. Sólo que no deseo estar allí. No quiero permanecer donde está ella hasta que sea de día y se hayan alejado los demonios de la noche. Si ensillo mi caballo, ¿querrás acompañarme hasta que amanezca?

Ella apoyó una mano en la manga negra de la sotana.

– Yo tampoco quiero entrar.

– Espera un momento a que deje la sotana en el coche.

– Iré a la caballeriza.

Por primera vez, se enfrentaba con él en su terreno, un terreno de adultos; él podía percibir la diferencia que se había producido en la joven con la misma seguridad con que olía las rosas de los hermosos jardines de Mary Carson. Rosas. Cenizas de rosas. Rosas, rosas por todas partes. Pétalos en la hierba. Rosas de verano, rojas y blancas y amarillas. Perfumes de rosas, fuerte y dulce en la noche. Rosas de color de rosa, blanqueadas de ceniza por la luna. Cenizas de rosas, cenizas de rosas. Te he traicionado, Meggie. Pero, ¿no lo comprendes? Te habías convertido en una amenaza. Por consiguiente, he tenido que aplastarte bajo la bota de mi ambición; para mí, no tienes más sustancia que una rosa pisoteada sobre la hierba. Olor a rosas. El olor de Mary Carson. Rosas y cenizas, cenizas de rosas.

– Cenizas de rosas -dijo, montando a caballo-. Alejémonos del olor de las rosas, tanto como la misma luna. Mañana, la casa estará llena de ellas.

Espoleó a la yegua castaña y cabalgó delante de Meggie por el sendero del torrente, sintiendo ganas de llorar, porque, hasta que había olido los futuros adornos del ataúd de Mary Carson, no había penetrado realmente en su cerebro la realidad de un hecho inminente: pronto se marcharía lejos de aquí. Demasiadas emociones, demasiados pensamientos, todos ellos ingobernables. No le dejarían estar un momento más en Gilly, cuando se enterasen de los términos del increíble testamento; le llamarían a Sydney inmediatamente. ¡Inmediatamente! Trató de huir de su dolor, pues jamás había sentido un dolor como éste; pero él le siguió sin dificultad. No era algo en un vago futuro; ocurriría inmediatamente. Y, después de esto, ya no sería bien venido en Drogheda, y nunca volvería a ver a Meggie.

Entonces empezó la disciplina, martilleada por los cascos del caballo, en una sensación de huida. Era mejor así, mejor, mejor. Galopar y seguir galopando. Sí, seguramente entonces le dolería menos, recluido sano y salvo en una celda de un palacio episcopal; cada vez menos, hasta que, al fin, se desvanecería el dolor en su conciencia. Así sería mejor. Mejor que permanecer en Gilly para ver cómo se transformaba ella en una criatura distinta de como la quería él y a la que un día tendría que casar con un desconocido. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Entonces, ¿qué estaba haciendo ahora, galopando con ella entre los arbustos, al otro lado del torrente? Parecía no poder comprender la razón, sólo sentir el dolor. No el dolor de la traición, pues no había sitio para esto. Sólo el dolor de separarse de ella.

– ¡Padre! ¡Padre! ¡No puedo seguirle! Vaya más despacio, padre, ¡por favor!

Era la llamada del deber y de la realidad. Como en una película en movimiento retardado, frenó su montura, la hizo girar y la retuvo hasta que la yegua se hubo calmado. Y esperó a que Meggie le alcanzara. Y esto era lo malo: que Meggie le alcanzaba.

Cerca de ellos se oía rugir el manantial, una gran charca humeante que olía a azufre, con una tubería como el ventilador de un barco, arrojando agua hirviente en sus profundidades. Alrededor del perímetro del pequeño lago elevado, los tubos de desagüe, parecidos a los radios de una rueda, se extendían sobre el llano, entre una hierba de un color esmeralda incongruente. Las orillas de la charca eran de un fango pegajoso y gris, y unos cangrejos de agua dulce, llamados yabbies, vivían en el barro.

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