Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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– Entonces, ¿qué más queremos? ¿Estás de acuerdo, Jack? -preguntó Bob a su hermano.

– Por mí, conforme -repuso Jack.

El padre Ralph rebulló inquieto. No se había quitado los ornamentos de la misa de difuntos, ni se había sentado; como un negro y apuesto hechicero, permanecía de pie en la penumbra del fondo de la estancia, aislado, con las manos ocultas debajo de la negra casulla y el semblante inmóvil, latiendo en el fondo de sus remotos ojos azules un resentimiento horrorizado, asombrado. Ni siquiera tendría el anhelado castigo del furor o del desprecio; Paddy se lo entregaría todo en una bandeja de plata de buena voluntad, y aún le daría las gracias por librar a los Cleary de una carga tan pesada.

– ¿Y qué dicen Fee y Meggie? -preguntó el sacerdote a Paddy, con voz ronca-. ¿En tan poco aprecia a sus mujeres que no quiere preguntarles su opinión?

– ¿Fee? -preguntó ansiosamente Paddy.

– Lo que tú decidas estará bien, Paddy. A mí me da lo mismo.

– ¿Meggie?

– Yo no quiero sus trece millones de monedas de plata -dijo Meggie, mirando fijamente al padre Ralph.

Paddy se volvió al abogado.

– Bien, ya está decidido, Harry. No queremos impugnar el testamento. Que la Iglesia se quede con el dinero de Mary, y que le aproveche.

Harry se restregó las manos.

– ¡Maldita sea! ¡Me indigna ver cómo les estafan!

– Pues yo agradezco a Mary mi buena estrella -dijo amablemente Paddy-. Si no hubiese sido por ella, todavía estaría viviendo a duras penas en Nueva Zelanda.

Mientras salían de la estancia, Paddy detuvo al padre Ralph y le tendió la mano, en presencia de los fascinados invitados que se agolpaban en la puerta del comedor.

– Padre, le ruego que no piense que le guardamos el menor resentimiento. Mary no se dejó influir por nadie en toda su vida, fuese cura, hermano o marido. Le aseguro que siempre hizo su santa voluntad. Usted fue muy bueno con ella v también lo ha sido con nosotros. Nunca lo olvidaremos.

La culpa. La carga. El padre Ralph casi no se atrevía a aceptar aquella mano nudosa y manchada, pero el cerebro del cardenal triunfó. Asió febrilmente aquella mano y sonrió… angustiado.

– Gracias, Paddy. Puede tener la seguridad de que velaré para que nunca carezcan de nada.

Se marchó aquella misma semana, sin aparecer por Drogheda. Pasó los últimos días de su estancia empaquetando sus escasas pertenencias y visitando las casas del distrito donde vivían familias católicas; todas, menos Drogheda.

El padre Watkin Thomas, de origen gales, llegó para hacerse cargo de la parroquia del distrito de Gillanbone, mientras el padre Ralph de Bricassart se convertía en secretario particular del arzobispo Cluny Dark. Pero el trabajo del padre Ralph era ligero; tenía dos subsecretarios. Empleaba la mayor parte de su tiempo averiguando qué era exactamente lo que había poseído Mary Carson, y empuñando las riendas de su gobierno en interés de la Iglesia.

TRES

1929-1932

PADDY

8

Llegó 1929 y, con él, la fiesta de Año Nuevo que Angus MacQueen celebraba anualmente en Rudna Hu-nish, y los Cleary no se habían trasladado aún a la casa grande. No era algo que se hiciese de la noche a la mañana, pues había que empaquetar todos los artefactos caseros acumulados en siete años, y Fee había declarado que, al menos, había que terminar el arreglo del salón de la casa grande. Nadie tenía prisa, aunque todos esperaban con ilusión el día del traslado. En algunos aspectos, la casa grande no habría de resultar muy diferente: también carecía de electricidad, y las moscas eran igualmente numerosas. Pero, en verano, era diez grados más fresca que el exterior, debido al grueso de las paredes, y a la sombra que proyectaban los eucaliptos sobre el tejado. Además, el pabellón de baños era realmente lujoso, pues las tuberías que pasaban por detrás del gran horno de la.cocina contigua suministraban agua caliente durante todo el invierno, y toda esta agua era de lluvia. Aunque había que bañarse y ducharse en esta gran estructura, que tenía diez compartimientos separados, la casa grande y todas sus dependencias poseían retretes interiores con agua corriente, lo cual era una inaudita muestra de opulencia que los envidiosos habitantes de Gilly habían dado en llamar sibaritismo. Aparte del «Hotel Imperial», dos pubs, la casa rectoral católica y el convento, los retretes eran exteriores en todo el distrito de Gillanbone. Salvo en la mansión de Drogheda, gracias a su enorme número de tejados y cisternas para recoger el agua de lluvia. Las normas eran severas: no malgastar el agua y emplear desinfectante en abundancia. Pero, comparado con los agujeros en el suelo, esto era la gloria.

A primeros de diciembre, el padre Ralph había en viado a Paddy un cheque de cinco mil libras, para que fuese tirando, según decía la carta; y Paddy lo había entregado a Fee, con una exclamación de asombro.

– Creo que no gané tanto dinero en toda mi vida de trabajo -dijo.

– ¿Qué voy a hacer con esto? -preguntó Fee, mirando el cheque y después a su marido, con ojos chispeantes-. ¡Dinero, Paddy! Al fin tenemos dinero, ¿te das cuenta? ¡Oh! No me importan los trece millones de libras de tía Mary, pues no hay nada real en esas enormes cantidades. En cambio, ¡esto es real! ¿Qué voy a hacer con ello?

– Gástalo -contestó simplemente Paddy-. ¿Quizás unos cuantos vestidos nuevos para los chicos y para ti? ¿O deseas comprar algo para la casa grande? No creo que necesitemos nada más.

– Tampoco yo, ¿no te parece raro? -Fee se levantó de la mesa del desayuno y llamó a Meggie con imperioso ademán-. Vamos, chica; iremos a echar un vistazo a la casa grande.

Aunque habían pasado tres semanas, desde los frenéticos siete días que siguieron a la muerte de Mary Carson, ninguno de los Cleary había vuelto a acercarse a la casa grande. Pero, ahora, la visita de Fee compensó sobradamente su anterior renuencia. Pasaba de una habitación a otra, seguida de Meggie, la señora Smith, Minnie y Cat, más animada de lo que jamás la hubiese visto la asombrada Meggie. No paraba de hablar consigo misma: esto es espantoso, aquello era horrible, ¿carecía Mary de buen gusto, o no distinguía los colores?

Fee se detuvo más tiempo en el salón, observándolo con ojos expertos. Sólo la sala grande de recepciones le superaba en tamaño, pues tenía doce metros de largo por diez de ancho y cuatro y medio de alto. Era una curiosa mezcla de la mejor y la peor decoración, con su pintura de un color crema que se había vuelto amarillo y que no contribuía en absoluto a resaltar las magníficas molduras del techo o los paneles tallados de Tas paredes. Los enormes balcones, que llegaban al techo y se sucedían ininterrumpidamente en el lado que daba a la galería, iban acompañados de pesadas cortinas de terciopelo castaño, que sumían en la penumbra las delicadas sillas pardas, dos asombrosos bancos de malaquita y otros dos igualmente preciosos de mármol florentino, y una enorme chimenea de mármol crema con vetas de un rosa fuerte. Sobre el pulido suelo de teca, había tres alfombras Aubusson, colocadas con precisión geométrica, y una araña de dos metros pendía del techo de una gruesa cadena.

– Hay que felicitarla, señora Smith -dijo Fee-. Todo esto es francamente horrible, pero no puede estar más limpio. Yo haré que pueda cuidar de cosas que valgan la pena. Esos preciosos bancos, sin nada que los realce… ¡qué vergüenza! Desde el primer día que vi esta habitación, deseé convertirla en algo tan admirable que todos quisieran entrar en ella, y tan cómodo que todos desearan quedarse.

El escritorio de Mary Carson era un horror Victoriano; Fee se acercó a él y al teléfono colocado encima de él, contempló desdeñosamente la lúgubre madera.

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