Este pensamiento se impuso a sus embotados sen tidos; desprendió los brazos de ella de su cuello, la apartó y trató de ver su cara en la oscuridad. Pero, ahora, la joven tenia la cabeza baja y no quería mirarle.
– Ya es hora de que nos vayamos de a quí, Meggie -dijo.
Sin decir palabra, Meggie se volvió a su caballo, montó en él y le esperó; en realidad, era él quien la esperaba.
El padre Ralph había tenido razón. En aquella época del año, Drogheda estaba llena de rosas, y, ahora, éstas inundaban la casa. A las ocho de la mañana, casi no quedaba un capullo en el jardín. Los primeros asistentes al entierro empezaron a llegar poco después de que la última rosa hubiese sido arrancada de la planta; en el comedor pequeño, se hallaba preparado un ligero desayuno, a base de café y de panecillos recién salidos del horno y untados con mantequilla. Cuando hubiesen depositado a Mary Car-son en el panteón, se serviría una comida más sólida en el gran comedor, para fortalecer a los invitados antes de emprender el largo viaje de regreso. El rumor había circulado; la eficacia del servicio de información de Gilly era indudable. Mientras los labios urdían frases convencionales, las mentes y los ojos especulaban, deducían, sonreían taimadamente.
– He oído decir que vamos a perderle, padre -dijo la señorita Carmichael, con malévola intención.
Él no había parecido nunca tan remoto, tan desprovisto de sentimientos humanos, como aquella mañana, con su alba sin encajes y su triste casulla negra con una cruz de plata. Como si actuase sólo con su cuerpo y su alma estuviese muy lejos de allí. Pero miró distraídamente a la señorita Carmichael, pareció salir de su ensimismamiento y sonrió, con auténtico regocijo.
– Los caminos del Señor son imprevisibles, señorita Carmichael -contestó, y se volvió para hablar a otra persona.
Nadie habría podido imaginar lo que pasaba por su mente; era el próximo enfrentamiento con Paddy a raíz del testamento, su miedo de ver la ira de Paddy y su necesidad de la ira y el desprecio de Paddy.
Antes de empezar la misa de difuntos, se volvió a sus feligreses; el lugar estaba atestado de gente, y olía tanto a rosas que las ventanas abiertas no lograban disipar su penetrante fragancia.
– No voy a hacer un largo panegírico -empezó, con su clara dicción, casi de Oxford, ligeramente matizada de acento irlandés-. Todos ustedes conocían bien a Mary Carson. Fue un pilar de la comunidad, un pilar de la Iglesia, a la que amaba más que nadie.
Algunos juraban después que, al llegar a este punto, los ojos del cura tenían una expresión burlona, mientras otros afirmaban, con igual energía, que estaban velados por un auténtico y profundo dolor.
– Un pilar de la Iglesia, a la que amaba más que nadie -repitió, todavía con más claridad, pues no era de los que se echaban atrás-. En sus últimos momentos, estuvo sola, y, sin embargo, no lo estuvo. Porque, en la hora de la muerte, Nuestro Señor Jesucristo está con nosotros, dentro de nosotros, llevando la carga de nuestra agonía. Ni los más grandes ni los más humildes mueren solos, y la muerte es dulce. Hoy nos hemos reunido aquí para rezar por su alma inmortal, para que aquella a la que amamos en vida obtenga la recompensa eterna que merece. Oremos.
El ataúd de confección casera estaba tan cubierto de rosas que no se veía en absoluto, y descansaba sobre una carretilla construida por los chicos con varias piezas del equipo de la finca. Pero, aun así, con las ventanas abiertas de par en par y con el intenso aroma de las rosas, los presenten olían a cadaverina. El médico se había ido también de la lengua.
– Cuando llegué a Drogheda, estaba tan corrompida que se me revolvió el estómago -le había dicho a Martin King, antes de llegar-. Nunca había compadecido a nadie como compadecí entonces a Paddy Cleary, no sólo porque le han birlado Drogheda, sino también porque tenía que meter en el ataúd aquel montón de podredumbre.
– Entonces, no seré yo quien lleve el ataúd a hombros -había dicho Martin, con voz tan débil que el médico tuvo que hacérselo repetir tres veces antes de comprenderle.
Esto justificaba la carretilla; nadie estaba dispuesto a cargar con los restos de Mary Carson a través del prado hasta el sepulcro. Y nadie lo lamentó, cuando las puertas de éste se cerraron y todos pudieron volver a respirar con normalidad.
Mientras los invitados se apretujaban en el gran comedor, para comer o fingir que comían, Harry Gough condujo a Paddy, a su familia, al padre Ralph, a la señora Smith y a las dos doncellas, a la sala. Ninguno de los que había venido al entierro tenía ganas de marcharse a casa, y por esto fingían comer. Querían estar aquí para ver la cara que pondría Paddy al volver, después de la lectura del testamento. Había que reconocer que ni él ni su familia se habían comportado, duiante el entierro, como personas conscientes de su elevada posición. Bondadoso como siempre, Paddy había llorado por su hermana, y Fee había mostrado su aspecto de costumbre, como si no le importara lo que fuese de ella.
– Paddy, quiero que impugne este testamento -dijo Harry Gough, después de leer, con voz dura e indignada, el asombroso documento.
– ¡La vieja bruja! -exclamó la señora Smith, que, aunque apreciaba al sacerdote, quería más a los Clea-ry, porque habían traído niños a su vida.
Pero Paddy meneó la cabeza.
– ¡No, Harry! No puedo hacerlo. La propiedad era de ella, ¿no? Tenía derecho a disponer de ella como quisiera. Si quiso que fuese para la Iglesia, que sea para la Iglesia. No le negaré que esto me ha contrariado un poco, pero yo soy un hombre corriente, y tal vez haya sido para bien. Creo que no me gustaría la responsabilidad de poseer una hacienda tan grande como Drogheda.
– ¡No lo comprende, Paddy! -dijo el abogado, en voz pausada y clara, como si diese la explicación a un niño-. No estoy hablando solamente de Drogheda. Drogheda es el capítulo menos importante de la herencia de su hermana. Ésta era accionista de un centenar de prósperas compañías, poseía fábricas de acero y minas de oro, era dueña de «Michard Limited», que tiene, para sus oficinas, un edificio de diez pisos en Sydney. ¡Era la mujer más rica de toda Australia! Es curioso que, hace menos de cuatro semanas, quiso que me pusiera en contacto con los directores de «Michard Limited», en Sydney, para saber el valor exacto de sus bienes. Al morir, ha dejado algo más de trece millones de libras.
– ¡Trece millones de libras! -exclamó Paddy, en el tono en que se cita la distancia de ja Tierra al Sol, como algo totalmente incomprensible-. Esto decide la cuestión, Harry. No quiero la responsabilidad de manejar tanío dinero.
– ¡No es ninguna responsabilidad, Paddy! ¿Todavía no lo comprende? ¡Estas grandes sumas de dinero se conservan por sí solas! No tendrá usted que cultivarlo ni recoger sus frutos; hay cientos de empleados que lo administran por usted. Impugne el testamento, Paddy, ¡por favor! Buscaré al mejor abogado de todo el país y lucharemos por usted, hasta llegar al Consejo Privado, si es preciso.
Comprendiendo de pronto que la cosa interesaba a su familia tanto como a él, Paddy se volvió a Bob y a Jack, que estaban sentados juntos, muy asombrados, en un banco de márbol florentino.
– ¿Qué decís vosotros, chicos? ¿Queréis reclamar los trece millones de libras de la tía Mary? Sólo si vosotros lo queréis, impugnaré el testamento.
– En todo caso, podremos seguir viviendo en Drog-heda. ¿No es eso lo que dice el testamento? -preguntó Bob.
Harry respondió:
– Nadie podrá echaros de Drogheda, mientras viva el último nieto de vuestro padre.
– Viviremos aquí, en la casa grande, tendremos a la señora Smith y a las doncellas para que cuiden de nosotros, y percibiremos un salario justo -dijo Pad-dy, como si le costase más creer en su buena suerte que en su mala fortuna.
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