El padre Ralph se echó a reír.
– Huele como el infierno, Meggie, ¿no te parece? Azufre y pedernal, aquí, en su misma propiedad, en su propia tierra. Debería reconocer el olor, cuando la entierren envuelta en rosas, ¿no crees? ¡Oh, Meggie…!
Los caballos se detuvieron, al soltarles las riendas; no se veía por allí ninguna valla, ni árboles en menos de un kilómetro. Pero había un leño en el lado opuesto a la boca del manantial, donde el agua era más fresca. Era un asiento colocado allí para los bañistas de invierno, para que se secasen las piernas y los pies.
El padre Ralph se sentó, y Meggie lo hizo a cierta distancia, vuelta de lado para observarle.
– ¿Qué le pasa, padre?
Era curioso que ella le formulase la misma pregunta que él se hacía a menudo. Sonrió.
– Te he vendido, Meggie; te he vendido por trece millones de monedas de plata.
– ¿Que me ha vendido?
– Es una manera de hablar. No importa. Ven, siéntate más cerca. Es posible que no volvamos a tener otra ocasión de hablar.
– ¿Quiere decir mientras yo lleve luto por mi tía? -Se deslizó sobre el tronco, acercándose a él-. ¿Qué tiene que ver el luto con esto?
– No me refiero al luto, Meggie.
– Entonces, ¿quiere decir que me estoy haciendo mayor y que la gente podría murmurar?
– Tampoco es exactamente eso. Quiero decir que voy a marcharme-
Ya estaba; había que hacer frente a otro disgusto, aceptar una nueva carga. Ni un grito, ni una lágrima, ni una protesta airada. Sólo un pequeño encogimiento, como si la carga, atravesada, no quisiera repartirse bien para que pudiese llevarla con más facilidad. Y un aliento contenido, que no llegaba a suspiro.
– ¿Cuándo?
– Cuestión de días.
– ¡Oh, padre! Será peor que lo de Frank.
– Y para mí, lo peor de toda mi vida. Yo no tengo quien me consuele. Tú, al menos, tienes a tu familia.
– Y usted tiene a su Dios.
– ¡Bien dicho, Meggie!! Estás creciendo!
Pero, como hembra tenaz, su mente había vuelto a la pregunta que no había podido hacer en cinco kilómetros de carrera. Él se marchaba, y la vida serla difícil sin él, pero la pregunta tenía una importancia propia.
– Padre, en la caballeriza, mencionó usted «cenizas de rosas». ¿Se refería al color de mi vestido?
– Quizás, en cierto modo. Pero creo que, en realidad, me refería a otra cosa.
– ¿Cuál?
– No lo comprenderías, Meggie. La muerte de una idea que no tenía derecho a nacer, y menos a ser alimentada.
– No hay nada que no tenga derecho a nacer, ni siquiera las ideas.
El volvió la cabeza para observarla.
– Sabes de lo que estoy hablando, ¿no?
– Creo que sí.
– No todo lo que nace es bueno, Meggie.
– No. Pero, si nació, fue para existir.
– Razonas como un jesuíta. ¿Cuántos años tienes?
– Cumpliré diecisiete dentro de un mes, padre.
– Y has trabajado diecisiete años. Bueno, el trabajo duro nos hace envejecer más pronto. Dime, Meggie, ¿en qué piensas, cuando tienes tiempo de pensar?
– ¡Oh! En Jims y en Patsy y en los otros chicos, en papá y mamá, en Hal y en la tía Mary. A veces, en tener hijos. Me gustaría mucho. Y en montar a caballo, en los corderos. En todas las cosas de que hablan los hombres. El tiempo, la lluvia, el huerto, las gallinas, lo que voy a hacer mañana.
– ¿Sueñas en tener un marido?
– No, aunque supongo que deberé casarme, si quiero tener hijos. Para los niños, es mala cosa no tener padre.
El sonrió, a pesar de su dolor. ¡Había en ella una mezcla tan extraña de ignorancia y moralidad! Después, se puso de lado, le asió el mentón con una mano y la miró fijamente. ¿Qué debía hacer y cómo hacerlo?
– Hace un momento, Meggie, me he dado cuenta de una cosa que debía haber advertido antes. No fuiste completamente sincera cuando me dijiste en qué pensabas, ¿verdad?
– Yo… -empezó a decir ella, y se calló.
– No dijiste que también pensabas en mí, ¿eh? Y, si no hubiese habido culpa en ello, habrías mencionado mi nombre junto con el de tu padre. Me parece que tal vez conviene que me marche, ¿no crees? Eres un poco mayor para los arrebatos de colegiala, pero no muy mayor para tus casi diecisiete años, ¿verdad? Me gusta tu poco conocimiento del mundo, pero sé cuan dolorosos pueden ser los arrebatos de las colegialas; yo tuve que soportar bastantes.
Pareció que la joven iba a decir algo, pero, al fin, sus párpados se cerraron sobre unos ojos lacrimosos, y sacudió la cabeza.
– Mira, Meggie, esto no es más que una fase, un hito en el camino de la feminidad. Cuando seas toda una mujer, conocerás al hombre destinado a ser tu marido, y estarás demasiado ocupada en vivir tu vida para pensar en mí, salvo como en un viejo amigo que te ayudó a superar alguno de los terribles espasmos de la adolescencia. Lo que no debes hacer jamás es acostumbrarte a pensar en mí de una manera más o menos romántica. Yo nunca podría mirarte como lo haría un marido. No te contemplo desde ese aspecto, Meggie, ¿lo comprendes? Cuando digo que te quiero, no pretendo que creas que te amo como on hombre. Soy un sacerdote, no un hombre. Por consiguiente, no sueñes en mí. Me marcho, y dudo mucho de que tenga tiempo para volver, aunque sólo sea de visita.
Ella tenía los hombros caídos, como si la carga fuese demasiado pesada, pero levantó la cabeza para mirarle a la cara.
– No tema que sueñe con usted. Sé que es un sacerdote.
– No creo que me equivocase al elegir mi vocación. Satisface en mí una necesidad, como no podría hacerlo ningún ser humano, ni siquiera tú.
– Lo sé. He podido verlo cuando dice misa. Tiene usted poder. Supongo que debe sentirse como Nuestro Señor.
– ¡Puedo sentir todas las respiraciones contenidas en la iglesia, Meggie! Así como muero cada día, renazco cada mañana al decir la misa. Pero, ¿es porque soy un sacerdote elegido de Dios, o porque oigo aquellas respiraciones contenidas y sé el poder que tengo sobre todas las almas presentes?
– ¿Importa esto? Es así.
– Probablemente, a ti no te importe, pero a mí, sí. Dudo, dudo.
Ella cambió de tema, pasando a lo que más le interesaba.
– No sé lo que haré sin usted, padre. Primero, Frank, y ahora, usted. Lo de Hal es diferente; sé que está muerto y que nunca volverá. ¡Pero usted y Frank siguen vivos! Siempre me estaré preguntando cómo están, lo que hacen, si están bien, si podría yo hacer algo para ayudarles. Incluso tendré que preguntárme si continúan -vivos, ¿no?
– Yo sentiré lo mismo, Meggie, y estoy seguro de que lo propio le ocurre a Frank.
– No. Frank nos ha olvidado… Y usted también nos olvidará.
– Nunca podré olvidarte, Meggie, mientras viva. Y, para mi castigo, voy a vivir muchos, muchos años. -Se levantó, hizo que ella se pusiera en pie y la abrazó, ligera y afectuosamente-. Creo que esto es la despedida, Meggie. Ya no volveremos a estar solos.
– Si no fuese usted sacerdote, padre, ¿se casaría conmigo?
El tratamiento le molestó.
– ¡No me llames siempre así! Mi nombre es Ralph.
Con lo que dejó su pregunta sin contestación.
Aunque la sujetaba con sus brazos, no tenía la menor intención de besarla. La cara levantada hacia él era casi invisible, porque la luna se había ocultado y estaba muy oscuro. Pudo sentir el contacto de los pequeños senos sobre la parte baja de su propio pecho; una sensación curiosa, turbadora, aumentada por el hecho de que ella, como si estuviese acostumbrada a abrazar a los hombres, se había asido a su cuello y lo estrechaba.
Él no había besado nunca a nadie como amante, ni quería hacerlo ahora; y tampoco Meggie lo deseaba, pensó. Un beso cariñoso en la mejilla, un corto abrazo, como los que pediría a su padre si éste se marchara. Era una niña sensible y orgullosa; el desapasionado examen de sus sueños debió dolerle en lo más profundo. Sin duda estaba tan ansiosa como él de acabar con esta despedida. ¿Le consolaría saber que su dolor era mucho más amargo que el de ella? Al inclinar la cabeza para acercarla a su mejilla, ella se puso de puntillas y, más por accidente que por intención deliberada, sus labios se rozaron. Él se echó atrás, como si hubiese probado el veneno de una serpiente, y después, adelantó la cabeza para decir algo ante la boca cerrada de la joven, que se entreabrió al querer ésta contestar. El cuerpo de ella pareció perder todos sus huesos, hacerse fluido, derretirse en la oscuridad; él la tenía asida por la cintura con un brazo, y, con la otra mano, le sujetaba la nuca, obligándola a tener la cabeza alta, como temeroso de que se alejase en este instante, antes de que él pudiese captar y catalogar la presencia inverosímil que era Meggie. Meggie, y no Meggie, demasiado extraña para ser familiar, pues su Meggie no era una mujer, no sentía como una mujer, no podría ser nunca una mujer para él. Como él no podía ser un hombre para ella.
Читать дальше