– No llores, querida Meggie -dijo, sentándose en la hierba mojada de rocío-. Vamos, apuesto a que no llevas ningún pañuelo limpio. Las mujeres siempre se olvidan de esto. Toma el mío y sécate los ojos como una buena chica.
Ella tomó el pañuelo y se enjugó los ojos.
– No te has cambiado el vestido de baile. ¿Has estado sentada aquí desde la medianoche?
– Sí.
– ¿Saben Bob y Jack dónde estás?
– Les dije que me iba a la cama.
– ¿Qué te pasa, Meggie?
– ¡No me ha hablado usted en toda la noche!
– ¡Ah! Ya me imaginaba que debía de ser esto. Vamos, Meggie, ¡mírame!
A lo lejos, por oriente, se iniciaba un reflejo ambarino, un desvanecimiento de la oscuridad total, y los gallos de Drogheda gritaban su temprana bienvenida a la aurora. Por eso pudo ver que ni las lágrimas reprimidas podían marchitar la belleza de los ojos de la jovencita.
– Meggie, tú eras, sin comparación, la chica más linda de la fiesta, y sabido es que yo vengo a Dro-gheda, más a menudo de lo necesario. Soy sacerdote y, por consiguiente, debería estar exento de toda sospecha, un poco a la manera de la mujer del César; pero temo que no todo el mundo está libre de malicia. Comparado con la mayoría dé los curas, soy joven, y no del todo feo. -Hizo una pausa, pensando en cómo se habría burlado. Mary Carson de su modestia, y se rió sin ganas-. Si te hubiese prestado la más mínima atención, el rumor habría circulado en toda Gilly inmediatamente. En todas las fiestas del distrito se habría hablado de ello. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Ella sacudió la cabeza, y los cortos rizos brillaron más bajo la luz naciente.
– Bueno, eres aún muy joven para saber cómo anda el mundo, pero tienes que aprenderlo, y parece que siempre me toca a mí instruirte, ¿no? Quiero decir que la gente pensaría que me interesas como hombre, no como sacerdote.
– ¡Padre!
– Horrible, ¿no? -Sonrió-. Pero esto es lo que diría la gente, te lo aseguro. Tú no eres ya una niña, Meggie, sino una señorita. Pero todavía no has aprendido a disimular el afecto que sientes por mí; por tanto, si me hubiese detenido a hablar contigo, con toda aquella gente observando a nuestro alrededor, me habrías mirado de una manera que habría sido mal interpretada.
Ella le miraba ahora de una manera extraña, con una súbita expresión inescrutable velando sus ojos, y, de pronto, volvió la cabeza y le ofreció su perfil.
– Sí, ya veo. Fui una tonta al no comprenderlo.
– Bueno, ¿no crees que ya es hora de que vuelvas a casa? Sin duda estarán todos durmiendo, pero, si alguien se hubiese despertado a la hora acostumbrada, te verías en un lío. Y no podrías decir que has estado conmigo, Meggie; ni siquiera a tu propia familia.
Ella se levantó y le miró fijamente.
– Me marcho, padre. Pero quisiera que le conociesen mejor, que nunca pensaran esas cosas de usted. Porque usted no es así, ¿verdad?
Por alguna razón, esto le hirió, le hirió en el alma, como no habían podido hacerlo antes las crueles insinuaciones de Mary Carson.
– No, Meggie; tienes razón. No soy así. -Se levantó y sonrió maliciosamente-. ¿Te extrañaría si te dijese que tal vez desearía serlo? -Se llevó una mano a la cabeza-. No, ¡no lo deseo en absoluto! Vete a casa, Meggie, ¡vete a casa!
Ella tenía el semblante triste.
– Buenas noches, padre.
Él le asió las manos, se inclinó y las besó.
– Buenas noches, querida Meggie.
La observó mientras se alejaba entre las tumbas y saltaba la valla; con su vestido de capullos de rosa, su silueta era graciosa, muy femenina y un poco irreal. Cenizas de rosas.
– Muy adecuado -le dijo al ángel.
Los automóviles se alejaban rugiendo de Drogheda cuando él cruzó el prado en sentido contrario; por fin había terminado la fiesta. Dentro de la casa, los músicos de la orquesta estaban guardando sus instrumentos, sudorosos de ron y de fatiga, y las cansadas doncellas y los servidores ocasionales empezaron a poner las cosas en orden. El padre Ralph menee la cabeza, mirando a la señora Smith.
– Mándelos todos a la cama, querida señora. Les será mucho más fácil arreglar todo esto cuando hayan descansado. Yo me cuidaré de que la señora Carson no les riña.
– ¿Quiere usted comer algo, padre?
– ¡No, por Dios! Voy a acostarme.
Avanzada ya la tarde, una mano le tocó en el hombro. El sacerdote buscó a tientas aquella mano, sin fuerza para abrir los ojos, y trató de apoyarla en su mejilla.
– Meggie -susurró.
– ¡Padre! ¡Padre! Por favor, ¡despierte!
Al oír la voz de la señora Smith, se despertó del todo en un instante.
– ¿Qué pasa, señora Smith?
– La señora Carson, padre. ¡Ha muerto!
El reloj le dijo que eran más de las seis de la tarde; confuso y mareado, al salir del profundo sopor en que le había sumido el terrible calor del día, se quitó el pijama y se puso los hábitos sacerdotales, se colgó la estola morada alrededor del cuello, tomó los óleos de la extremaunción, el agua bendita, la cruz de plata y el rosario de cuentas de ébano. Ni por un instante se le ocurrió dudar de las palabras de la señora Smith; sabía que la araña había muerto. ¿Habría tomado algo, a fin de cuentas? Quisiera Dios, si lo había hecho, que no hubiesen quedado rastros en la habitación, ni los sospechase el médico. ¿De qué podía servir la extremaunción? Seguramente, de nada. Pero tenía que administrársela. Si se negaba, practicarían la autopsia y habría complicaciones. Sin embargo, su súbita sospecha de suicidio era lo de mepos; lo que le parecía obsceno era depositar cosas sagradas sobre el cuerpo de Mary Carson.
¡Vaya si estaba muerta! Debió de morir a los pocos minutos de retirarse a su habitación, hacía más de quince horas. Las ventanas estaban herméticamente cerradas, y remaba en el cuarto la humedad de las cubetas planas de agua que ella hacía poner disimuladamente en todos los rincones para mantener fresca su piel. Había un ruido peculiar en el aire, y, después de un estúpido momento de incertidumbre, comprendió que era producido por las moscas, por enjambres de moscas que zumbaban como locas, mientras se alimentaban de ella, se apareaban sobre ella, ponían sus huevos en su piel.
– ¡Por el amor de Dios, señora Smith, abra las ventanas! -jadeó, acercándose a la cama, con el rostro palidísimo.
Había pasado ya la rigidez cadavérica, y volvía a estar flaccida, asquerosamente flaccida. Sus ojos aparecían mates como el mármol, y tenía negros los labios, y toda ella estaba cubierta de moscas. El padre Ralph pidió a la señora Smith que las oxease mientras él administraba los santos óleos y murmuraba las viejas letanías. ¡Qué farsa, para una mujer maldita! ¡Y cómo olía! Peor que un caballo muerto en la frescura de un prado. Le repugnaba tocarla, tanto muerta como cuando estaba viva, especialmente aquellos labios hinchados por las moscas. Dentro de unas horas, sería una gusanera.
Por fin terminó y se irguió.
– Vaya a avisar a los Cleary inmediatamente, señora Smith, y, por el amor de Dios, dígales que ordenen a los chicos que construyan ahora mismo un ataúd. No hay tiempo de enviar a buscar uno a Gilly; se está descomponiendo ante nuestros ojos. ¡Dios mío! Me siento mareado. Iré a tomar un baño y dejaré la ropa delante de mi puerta. Quémela. Nunca podría quitarle el mal olor.
De nuevo en su habitación, en mangas de camisa y pantalón de montar -pues no se había traído sotana de repuesto-, recordó la carta, y su promesa. Habían dado ya las siete; podía oír el apagado ruido de las doncellas y del personal contratado para la fiesta mientras limpiaban la mesa del festín y volvían a transformar el gran salón en capilla, preparando la casa para el entierro de mañana. No había más remedio; tendría que volver a Gilly esta noche, en busca de otra sotana y de los ornamentos para la misa de difuntos. Había cosas que llevaba siempre consigo cuando salía de la rectoría para ir al campo, cuidadosamente distribuidas en compartimientos de su pequeña maleta, como las materias para administrar los sacramentos del bautismo y de la extremaunción, para bendecir y para decir misa, en cualquier época del año. Pero era irlandés, y llevar los ornamentos negros de la misa de difuntos habría sido tentar a! destino. Oyó la voz de Paddy a lo lejos, pero ahora no quería enfrentarse con Paddy; sabía que la señora Smith haría lo que le había ordenado.
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