Pero fue Meggie quien atrajo más tiempo las miradas de todos. Tal vez recordando su propia adolescencia, e irritada por el hecho de que las otras jóvenes invitadas habían encargado sus trajes a Sydney, la modista de Gilly había puesto los cinco sentidos en el vestido de Meggie. Era sin mangas y con escote pronunciado y drapeado; Fee había tenido sus dudas, pero Meggie le había suplicado y la modista le había asegurado que todas las chicas llevarían trajes parecidos. ¿Acaso quería que se burlasen de su hija, por vestir como una cursi lugareña? Y Fee se había dejado convencer. El vestido, de crespón Georgette o gasa gruesa, se ceñía ligeramente a la cintura, pero realzaba las caderas con adornos del mismo material. Era de un rosa pálido y mate, del «color que en aquella época se llamaba de cenizas de rosas; y la modista y la propia Meggie habían bordado todo el vestido de pequeños capullos de rosa. Y Meggie se había cortado el pelo como la mayoría de las chicas de Gilly. Desde luego, lo tenfa demasiado rizado en relación con los dictados de la moda, pero le sentaba mejor corto que largo.
Paddy abrió la boca para soltar una carcajada, pues aquélla no era su pequeña Meggie, pero volvió a cerrarla inmediatamente. Desde aquella escena con Frank, en la rectoría, había aprendido a callarse. No; no podía conservar para siempre a su niña pequeña; ahora era una joven y estaba desconcertada por la transformación que había visto en el espejo. ¿Por qué hacerle a la pobrecilla más difíciles las cosas?
Le tendió la mano, sonriendo cariñosamente.
– ¡Oh, Meggie! ¡Estás encantadora! Vamos, yo te acompañaré, y Bob y Jack acompañarán a tu madre.
Dentro de un mes, Meggie cumpliría diecisiete años, y, por primera vez en su vida, Paddy se sintió realmente viejo. Pero era era su tesoro más querido; nada estropearía su primera fiesta de chica mayor.
Se dirigieron despacio a la mansión, y antes de la hora en que debían llegar los primeros invitados; tenían que cenar con Mary Carson y ayudarla a recibir a aquéllos. Nadie quería llevar los zapatos sucios, pero una milla sobre el polvo de Drogheda exigía una parada en las dependencias exteriores para limpiarse el calzado y sacudirse el polvo de los pantalones, los caballeros, y del orillo de los trajes, las señoras.
El padre Ralph vestía sotana, como de costumbre; ningún traje masculino le habría sentado tan bien como aquella ropa talar severamente cortada, de línea sobria, con una serie de innumerables botones desde el cuello hasta el suelo, y la faja purpúrea de monseñor.
Mary Carson había elegido un vestido de seda blanco, con encajes y plumas blancas de avestruz. Fee se la quedó mirando estúpidamente, impresionada hasta perder su indiferencia habitual. Parecía un traje de novia incongruente, nada adecuado para ella… ¿Cómo se le había ocurrido vestirse como una pintarrajeada y vieja solterona que hiciese prácticas para una boda imaginaria? Últimamente, había engordado mucho, y esto empeoraba aún más las cosas.
Pero Paddy parecía encontrarlo todo bien; se adelantó para asir las manos de su hermana y se inclinó ante ella. Era un buenazo, pensó el padre Ralph, observando la pequeña escena, medio divertido, medio indiferente.
– ¡Bueno, Mary! ¡Estás estupenda! ¡Como una jp-vencita!
En realidad, se parecía muchísimo a aquella famosa fotografía de la reina Victoria tomada poco antes de su muerte. Las dos profundas arrugas a los lados de su imperiosa nariz seguían en su sitio; los tercos labios conservaban su indomable energía; los ojos, ligeramente saltones y glaciales, se fijaban en Meggie sin pestañear. Y los bellos ojos del padre Ralph pasaron de la sobrina a la tía y de nuevo a la sobrina.
Mary Carson sonrió a Paddy y apoyó una mano en su brazo.
– Tú me acompañarás al comedor, Padraic. El padre De Bricassart dará escolta a Fiona, y los muchachos llevarán a Meghann entre los dos. -Miró a Meggie por encima del hombro-. ¿Bailarás esta noche, Meghann?
– Es demasiado joven, Mary; todavía no tiene diecisiete años -dijo rápidamente Paddy, recordando otro defecto de la familia: ninguno de sus hijos había aprendido a bailar.
– ¡Qué lástima! -exclamó Mary Carson.
Fue una fiesta espléndida, suntuosa, brillante; al menos fueron éstos los calificativos más prodigados. Royal O'Mara había Venido de Inishmurray, que estaba a trescientos kilómetros, con su esposa, sus hijos y su hija única; era el que había hecho el trayecto más largo, aunque no por mucha diferencia. La gente de Gilly no se lo pensaba demasiado para recorrer trescientos kilómetros para asistir a un partido de criquet, y mucho menos para acudir a una fiesta. También estaba Duncan Gordon, de Each-Isge; nadie había podido conseguir que explicase por qué había dado a su hacienda, tan alejada del océano, el nombre de un caballito de mar en gaélico escocés. Y Martin King, su esposa, su hijo Anthony y la señora de Anthony; era el colono más antiguo de Gilly, ya que Mary Carson, por ser mujer, no podía disfrutar de este título. Y Evan Pugh, de Braich y Pwll, que los de la región pronunciaban Brakeypull. Y Dominic O'Rourke, de Dibban-Dibban. Y Horry Hopeton, de Beel-Beel. Y muchísimos más.
Casi todas las familias presentes eran católicas, y pocas de ellas llevaban nombres anglosajones; había una proporción casi igual de irlandeses, escoceses y galeses. No, no podían esperar autonomía en el viejo país, y, si eran católicos en Escocia o País de Gales, tampoco mucha simpatía de los indígenas protestantes. Pero aquí, en muchos miles de kilómetros cuadrados alrededor de Gillanbone, podían desentenderse en absoluto de los señores ingleses, como dueños de cuanto poseían; y Drogheda, la propiedad más grande, tenía una extensión superior a la de varios principados europeos. ¡Al tanto, principitos monegas-cos y duques de Licchtenstein! Mary Carson era más importante. Hoy bailaban todos ellos a los acordes de la melosa orquesta de Sydney o se retiraban complacientes para ver a sus hijos bailando el charles-tón, o para comer pastelillos de langosta y ostras heladas, y beber champaña francés de quince años o whisky escocés de veinte. Si hubiese podido decirse la verdad, habrían preferido comer pierna de cordero asada o carne de buey en conserva y beber el barato y fuerte ron de Bundaberg o el bitter de Graf-ton a granel. Pero era agradable saber que los mejores artículos estaban allí a su disposición.
Sí, había muchos años de vacas flacas. El dinero producido por la lana era cuidadosamente atesorado en los años buenos, para protegerse de las depredaciones de los malos, pues nadie podía predecir cuándo llovería. Pero ahora se pasaba un período bueno, que venía durando desde hacía tiempo, y había pocas ocasiones de gastar dinero en Gilly. ¡Oh! Cuando uno se acostumbraba a las tierras llanas y negras del Gran Noroeste, no había para él mejor lugar en el mundo. No hacían nostálgicas peregrinaciones al viejo país; éste no había hecho nada por ellos, salvo someterles a discriminación por sus convicciones religiosas, mientras que Australia era un país demasiado católico para discriminar. Y el Gran Noroeste era su hogar.
Además, Mary Carson pagaba aquella noche la cuenta. Y bien podía permitirse este lujo. Se decía que habría podido comprar y vender al rey de Inglaterra. Tenía dinero en acero, en plata y plomo y cinc, en cobre y en oro y en mil cosas diferentes, sobre todo en aquellas que, literal y metafóricamente, producían más dinero. Hacía tiempo que Drogheda había dejado de ser la fuente principal de sus ingresos; no era más que un pasatiempo provechoso.
El padre Ralph no habló directamente a Meggie durante la cena, ni después de ésta; a lo largo de toda la velada, actuó deliberadamente como si ella no existiese. Meggie, afligida, le seguía con la mirada en el salón de recepciones, y él, que lo advertía, habría querido detenerse junto a su silla y explicarle que no beneficiaría a su reputación (ni a la suya propia) si le prestaba más atención que, por ejemplo, a la señorita Carmichael, a la señorita Gordon y a la señorita O'Mara. Él tampoco bailaba, y, como Meg-gie, era blanco de muchas miradas; pues, sin duda alguna, eran las dos personas más atractivas de la fiesta.
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