Por fin, consiguió librarse un día de Mary Carson y hacer que Meggie tocase de pies en el suelo en el pequeño cementerio, bajo la sombra del pálido y nada belicoso ángel vengador. Ella estaba contemplando la cara plácida de éste, con el miedo pintado en su propio semblante; un exquisito contraste entre lo sensible y lo insensible, pensó él. Pero, ¿qué estaba haciendo él aquí, persiguiéndola como una gallina clueca, cuando en realidad no debía ser él, sino su padre y su madre, quienes procurasen averiguar lo que le pasaba? Pero ellos no habían advertido nada inquietante, tal vez porque se preocupaban de ella menos que él. Y él era sacerdote, y debía consolar a los espíritus solitarios o afligidos. Verla desgraciada se le hacía intolerable, y, sin embargo, le atemorizaba la manera en que se estaba atando a ella por la concurrencia de los acontecimientos. Estaba acumulando un arsenal de hechos y recuerdos de ella, y esto le espantaba. El cariño que sentía por la niña y su instinto sacerdotal de ofrecerse en cualquier ocasión espiritual que lo exigiese así, se mezclaban con el pánico obsesivo de hacerse absolutamente necesario a otro ser humano y de que otro ser humano llegase a ser absolutamente necesario para él.
Cuando Meggie le oyó andar sobre la hierba, se volvió en su dirección, cruzando las manos sobre la falda y mirándose los pies. El cura se sentó cerca de ella, abrazándose las rodillas, mientras su sotana formaba unos pliegues menos graciosos que las largas piernas que cubría. Era inútil andarse por las ramas, decidió; ella se le escaparía, por poco que pudiese.
– ¿Qué te pasa, Meggie?
– Nada, padre.
– No te creo.
– Por favor, padre, por favor. ¡No puedo decírselo!
– ¡Oh, Meggie! ¡Niña de poca fe! Puedes contármelo todo, todo lo que sea. Por eso estoy aquí, y por eso soy sacerdote. Nuestro Señar me eligió para representarle en la Tierra, para escuchar por Él e incluso, para perdonar por Él. Y no hay nada en el mundo, pequeña Meggie, que Él y yo no podamos perdonar de buen grado. Debes decirme lo que te pasa, querida, porque, si nadie puede ayudarte, yo sí que puedo. Mientras viva, te ayudaré, velaré por ti. Si quieres, seré una especie de ángel de la guarda, mucho mejor que ese pedazo de mármol de ahí arriba. -'Respiró profundamente y se inclinó hacia delante-. Meggie, si me quieres, ¡dímelo!
Ella se estrujó las manos.
– ¡Me estoy muriendo, padre! ¡Tengo cáncer!
Él sintió primero unas enormes ganas de reír, un regocijado impulso libeíador de su tensión; después, miró la fina piel azulada, los bracitos delgados y tuvo ganas de llorar y de gritar, de protestar a voces contra tamaña injusticia. No; esto no podía ser una vana fantasía de Meggie; debía de tener algún motivo válido.
– ¿Cómo lo sabes, querida?
Ella tardó mucho tiempo en responder, y, cuando lo hizo, inclinó la cabeza en una inconsciente parodia de la confesión, tapándose la cara con la mano y mostrando sólo la orejita para oír la reprimenda.
– Hace.seis meses que empezó, padre. Tuve horribles dolores en el vientre, pero no como en los ataques de bilis, y… ¡oh, padre!, ¡me sale mucha sangre del culito!
Él echó la cabeza atrás, cosa que nunca hacía en el confesionario; miró la cabeza inclinada de la niña, y fueron tales las emociones que le asaltaron que apenas si podía ordenar sus pensamientos. Un absurdo y delicioso alivio; un enojo tari grande contra Fee que sintió ganas de matarla; asombro y admiración por la pequeña, que tanto y tan bien había aguantado, además de una confusión extraña y que lo abarcaba todo.
Él era prisionero de los tiempos, igual que ella. Las chicas vulgares de todas las ciudades por las que había pasado, desde Dublín hasta Gillanbone, acudían deliberadamente al confesionario a murmurarle sus fantasías como si fuesen sucesos reales, impulsadas por la única faceta de él que les intersaba, su hombría, y no queriendo reconocer su impotencia para despertarla. Hablaban de violaciones, de juegos prohibidos con otras chicas, de lujuria y de adulterio, v un par de ellas, más imaginativas, habían llegado a confesar relaciones sexuales con un cura. Y él las escuchaba impertérrito, con sólo un poco de asco y de desdén, pues había pasado por los rigores del seminario y esta lección particular era fácil para un hombre como él. Pero las chicas no mencionaban nunca aquella actividad secreta que las aislaba, que las rebajaba.
A pesar del esfuerzo que hacía, no pudo evitar la ola de calor bajo su piel; el padre Ralph de Bricas-sart volvió la cara y se la cubrió con una mano, para disimular la humillación de su primer rubor.
Pero con esto no ayudaría a Meggie. Cuando estuvo seguro de que el rubor se había desvanecido, se puso en pie, levantó a la niña y la sentó en un plano pedestal de mármol, de modo que su cabeza quedó al mismo nivel que la de él.
– Mírame, Meggie. Vamos, ¡mírame!
Ella levantó unos ojos asustados y vio que él sonreía, e, inmediatamente, una enorme alegría inundó su alma. Él no sonreiría si ella se estuviese muriendo; sabía bien lo mucho que significaba para él, porque no se lo había ocultado nunca.
– Meggie, no te vas a morir, ni tienes cáncer. No soy yo el más adecuado para decirte lo que te pasa, pero creo que debo hacerlo. Tu madre hubiese debido contártelo hace años, prepararte, y no comprendo por qué no lo hizo.
Contempló el inescrutable ángel de mármol que se erguía sobre él, y lanzó una risita extraña y ahogada.
– ¡Dios mío! ¡Qué cosas me mandas hacer! -Y, yol-viéndose a la expectante Meggie-: En años venideros, cuando seas mayor y sepas más de las cosas del mundo, podrías sentirte inclinada a recordar el día de hoy con confusión e incluso con vergüenza. Pero no debes recordarlo así, Meggie. En esto no hay nada vergonzoso ni inquietante. Ahora, como siempre, yo no soy más que un instrumento de Nuestro Señor. Es mi única función en la Tierra, y no debo admitir otra. Tú estabas muy asustada, necesitabas ayuda, y Nuestro Señor te envía ésta ayuda por mi mediación. Recuerda solamente esto, Meggie. Soy sacerdote de Nuestro Señor, y hablo en Su nombre.
»Esto que te pasa, Meggie, les ocurre a todas las mujeres. Una vez al mes, expulsan sangre durante unos días. Esto suele empezar a los doce o los trece años. ¿Cuántos tienes tú ahora?
– Tengo quince, padre.
– ¿Quince? ¿Tú? -meneó la cabeza, creyéndola sólo a medias-. Bueno, si tú lo dices, tendré que aceptar tu palabra. En tal caso, vas más retrasada que la mayoría de las chicas. Pero esto se repite todos los meses hasta, más o menos, los cincuenta años; en algunas mujeres, es tan regular como las fases de la luna, y en otras, no eg tan exacto. Algunas mujeres sienten dolores, y otras, no. Nadie sabe a qué se deben estas diferencias. Pero expulsar sangre todos los meses es señal de madurez. ¿Sabes lo que significa «madurez»?
– ¡Claro, padre! ¡Lo he leído! Quiere decir que una es mayor.
– Está bien. Mientras persiste esta hemorragia, la mujer puede tener hijos. Es parte del ciclo de la procreación. Se dice que, antes de la caída, Eva no menstruaba. Porque esto se llama menstruación, mens-truar. Pero, cuando Adán y Eva pecaron. Dios castigó a la mujer más que al hombre, porque ella había sido la causante del pecado. Ella había tentado al hombre. ¿Recuerdas las palabras de la Biblia? «Parirás los hijos con dolor.» Dios quiso decir que los hijos producirían dolor a la mujer. Muchas alegrías, pero también grandes dolores. Es vuestro destino, Meggie, y debes aceptarlo.
Ella no lo sabía, pero el padre Ralph hubiera ofrecido el mismo consuelo y la misma ayuda a cualquiera de sus feligreses; con exquisita amabilidad, pero sin identificarse nunca con la aflicción. Precisamente por esto, y tal vez no debería parecer extraño, el consuelo y la ayuda que brindaba eran más eficaces. Como si él estuviera de vuelta de estas pequeneces, que eran cosas que tenían que pasar. Y él tampoco lo hacía deliberadamente; nadie que acudiese a él en busca de socorro tenía la impresión de que le mirase de arriba abajo, de que le culpase de sus flaquezas. Muchos sacerdotes hacían que la gente se sintiese culpable, inútil o bestial; pero él, no. Porque les daba a entender que también él tenía sus penas y sus luchas; tal vez penas distintas y luchas incomprensibles, pero no por ello menos reales. Él tampoco sabía, y nunca lo habría comprendido, que la mayor parte de su simpatía y de su atractivo no estaba en su persona, sino en algo singular, casi divino, pero muy humano, de su alma.
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