Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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Por fin, al padre Ralph nada le quedó por hacer. Paddy había ido a reunirse con Fee; Bob y los muchachos se habían marchado a la carpintería á construir el pequeño ataúd. Stuart estaba sentado en el suelo, en la habitación de Fee, y su puro perfil, tan parecido al de ella, se recortaba sobre el cielo nocturno a través de la ventana; y Fee, reclinada en la almohada, asiendo una mano de Paddy con la suya, no dejaba de mirar aquella sombra acurrucada sobre el frío suelo. Eran las cinco de la mañana y los gallos empezaban a agitarse adormilados, pero todavía tardaría bastante en amanecer.

Todavía con la estola morada alrededor del cuello, porque había olvidado que la llevaba puesta, el padre Ralph se inclinó sobre el fuego de la cocina y reanimó las brasas, apagó la lámpara de encima de la mesa y se sentó en una banqueta de madera, delante de Meggie, y observó a la niña. Había crecido; se había puesto unas botas de siete leguas que amenazaban con dejarle atrás; y entonces, mientras la observaba, sintió más agudamente que nunca su insuficiencia, en una vida roída siempre por una duda obsesiva sobre su propio valor. Pero, ¿qué temía? ¿Qué era lo que pensaba que no podría resistir, cuando se presentase? Podía ser fuerte frente a los demás; no temía a los demás. Pero sentía miedo dentro de sí mismo, esperando que aquel algo anónimo se deslizara en su conciencia cuando menos lo esperase. Mientras tanto, Meggie, que había nacido dieciocho años después que él, crecía y le dejaba atrás.

Y no era que ella fuese una santa, o que lo fuera más que la mayoría. Pero nunca se quejaba; tenía el don -¿o la desgracia?- de la aceptación. Pasara lo que pasase, le hacía frente y lo aceptaba, lo guardaba para alimentar el horno de su ser. ¿Quién se lo había' enseñado? ¿Podía enseñarse ésto? ¿O acaso la imagen que se había forjado de ella era una ficción de su propia fantasía? ¿Qué importaba en realidad? ¿Qué era más importante: lo que era realmente ella, o lo que él pensaba que era?

– ¡Oh, Meggie! -dijo, desalentado.

Ella se volvió a mirarle y, sacándola de su dolor, le dirigió una sonrisa de amor inmenso y absoluto, sin reservas, porque los tabúes y las inhibiciones de la feminidad no formaban todavía parte de su mundo. Sentirse tan amado le conmovió, le consumió, le hizo lamentarse, ante aquel Dios de cuya existencia dudaba a veces, de no ser cualquier otra persona, distinta de Ralph de Bricassart. ¿Era esto la cosa desconocida? ¡Oh, Dios!, ¿por qué la quería tanto? Pero, como de costumbre, nadie le respondió, y Meggie siguió sentada inmóvil, sonriéndole.

Al amanecer, Fee se levantó para preparar el desayuno, ayudada por Stuart, y entonces volvió la señora Smith, con Minnie y Cat, y las cuatro mujeres permanecieron juntas delante del fuego, hablando en voz baja y monótona, ligadas en una especie de comunidad doliente que ni Meggie ni el sacerdote comprendían. Después del desayuno, Meggie se dispuso a forrar la cajita de madera construida, pulida y barnizada por sus hermanos. Fee le había dado una bata blanca de satén, que había adquirido un color marfileño con el paso de los años, y Meggie la rasgó y resistió con los trozos los duros contornos del interior de la caja. Mientras el padre Ralph colocaba unas toallas en el fondo, ella dio forma a los retazos de satén, cosiéndolos a máquina, y sujetó el forro en la madera con chinchetas. Después, Fee vistió al niño con su mejor traje de terciopelo, le peinó y lo colocó en el blanco nido que olía a ella, a Fee, y no a Meggie, que había sido su madre. Paddy cerró la tapa y lloro: era el primer hijo que perdía.

Desde hacía años el salón de Drogheda hacía las veces de capilla; habían construido un altar al fondo, y éste aparecía ahora cubierto con un mantel bordada en oro por Jas monjas de Santa María de Urso, a quienes Mary Carson había pagado mil libras por su labor. La señora Smith había adornado la sala y el altar con flores de invierno de los jardines de Drogheda, alhelíes dobles, flores de mostaza tempranas y rosas tardías, formando con todas ellas una especie de pintura rosada y orinienta que hubiese" encontrado mágicamente la dimensión del olor. El padre Ralph, revestido con un alba sin encajes y una casulla i^egra sin bordados, dijo la misa de difuntos.

Como la mayor parte de las grandes haciendas de la región, Drogheda enterraba sus muertos en su propia tierra. El cementerio estaba más allá de los jardines, junto a la orilla poblada de sauces del torrente, cercado por una verja de hierro pintada de blanco y tapizado de verde hierba, incluso en este tiempo de sequía, porque era regada con agua de los depósitos de la casa\ Michael Carson y su pequeño hijo estaban enterrados allí, en un imponente sepulcro de mármol, sobre el cual un ángel del tamaño de un hombre, con una espada desenvainada, velaba su descanso. Pero tal vez una docena de tumbas menos ostentosas circundaban el mausoleo, marcadas solamente por sencillas cruces blancas de madera y por aros blancos de croquet para determinar sus límites; en algunas de ellas, no figuraba siquiera el nombre: un esquilador sin parientes conocidos, que había muerto en upa riña en los corrales; dos o tres vagabundos cuya última visita en este mundo había sido Drogheda; unos huesos sin sexo y completamente anónimos, encontrados en una de las dehesas; el cocinero chino de Michael Carson, sobre cuyos restos se erguía una' sombrilla escarlata, cuyas tristes campanillas parecían pregonar continuamente su nombre: Hi Sing, Hi Sing, Hi Sing; un carretero, en cuya cruz se leía solamente: El carretero Char-lie era un buen tipo; y otras, algunas de ellas de mujeres. Pero tanta sencillez era indigna de Hal, sobrino de la propietaria; depositaron el ataúd de confección casera en una repisa del interior del mausoleo, y cerraron la complicada puerta de bronce.

Al cabo de cierto tiempo, todos dejaron de hablar de Hal, salvo de pasada. Meggie guardaba su dolor exclusivamente para sí; su aflicción tenía la irreflexiva desolación propia de los niños, exagerada y misteriosa, pero su propia juventud hacía que la enterrase bajo los sucesos de la vida cotidiana, reduciendo su importancia. Los chicos se afectaron poco, a excepción de Bob, que era ya lo bastante mayor para haber querido a su hermano pequeño. Paddy sufrió profundamente; en cambio, nadie supo si Fee había sufrido mucho. Parecía que cada día se alejaba más 'de su marido y de sus hijos, de todo sentimiento. Debido a esto, Paddy agradecía mucho a Stu la manera en que cuidaba de su madre, la seria ternura con que la trataba. Sólo Paddy sabía cuál había sido la expresión de Fee, el día en que él había vuelto de Gilly sin Frank. Ni un destello de emoción en sus dulces ojos grises; ni dureza, ni acusación, ni odio, ni desesperación. Como si hubiese esperado sencillamente recibir el golpe, como espera el perro condenado la bala mortal, conociendo su destino, incapaz de evitarlo.

– Sabía que no volvería -había dicho ella.

– Tal vez lo hará, Fee, si le escribes en seguida -había dicho Paddy.

Ella había meneado la cabeza, pero, como correspondía a Fee, no había dado ninguna explicación. Era mejor que Frank se forjase una nueva vida, lejos de Drogheda y de ella. Conocía lo bastante a su hijo para estar convencida de que una sola palabra de ella le haría volver; por consiguiente, no debía decir nunca esta palabra. Si los días se le hacían largos y amargos, con un sentimiento de fracaso, lo soportaría en silencio. Ella no había elegido a Paddy, pero no había en el mundo un hombre mejor que Paddy. Ella era de esas personas de sentimientos tan intensos que se hacen insufribles, imposibles, y su lección había sido muy dura. Durante casi veinticinco años, había tratado de ahogar la emoción, y estaba convencida dé que, al fin, su perseverancia triunfaría.

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