Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Él había terminado preguntándole la edad. Veintinueve años.

– ¿Ves? ¡Ya no soy un bebé!

Como si diera a entender, puedo defenderme y también saco provecho de nuestra extraña relación.

Él le estaba infinitamente agradecido.

* * *

Desde que estaban esperando la respuesta de Vivienne Westwood para saber cuál de las dos candidaturas sería elegida para el periodo de prácticas, la atmósfera entre Agathe y Hortense era muy tensa. Casi no se hablaban. Escondían sus apuntes, sus cuadernos. Agathe se levantaba pronto, asistía a clase, ya no salía. Chocaban una con la otra en el piso. Se había puesto a trabajar y reinaba una calma extraña en el piso. Hortense se felicitaba por ello. Podía trabajar sin tapones en los oídos, aquello era un gran progreso.

Una noche, Agathe volvió con un plato preparado de un chino, y le propuso a Hortense compartir la cena. Hortense desconfió.

– Si pruebas la comida tú primero… -declaró.

Agathe lanzó una risa infantil y cayó sobre el sofá agarrándose el vientre.

– ¿Crees realmente que voy a envenenarte?

– ¡De ti me lo espero todo! -gruñó Hortense, que se encontraba un poco ridícula, pero seguía desconfiando a pesar de todo.

– Escucha. Si eso te tranquiliza, comeré primero y te pasaré el plato después… ¿De verdad no confías en mí?

– No confío en absoluto, si quieres saberlo.

Habían cenado sentadas sobre la alfombra de pelo largo. Agathe no había volcado nada. No había bebido desmesuradamente. Había recogido y guardado las cosas. Había vuelto a sentarse con las piernas cruzadas sobre la alfombra.

– Yo estoy tan nerviosa como tú, ¿sabes?

– Yo no estoy nerviosa -había replicado Hortense-. Estoy muy tranquila. Yo seré quien lo consiga. ¡Espero que seas buena perdedora!

– Mañana por la noche hay una fiesta en Cuckoo's. Una fiesta a la que asistirá toda la escuela francesa, ya sabes, Esmod…

No sólo estaban Saint Martins o la Parsons School de Nueva York, también estaba Esmod, en París. Si Hortense no había elegido ir allí, era porque quería dejar París y a su madre. Vanina Vesperini, Fifi Chachnil, Franck Sorbier y también Catherine Malandrino habían salido de esa escuela. Si hacía cinco años sólo se hablaba de Londres, ahora París había vuelto al centro del planeta moda. Con una especialidad francesa: el modelismo. En Esmod se aprendía a dominar las técnicas del moldeado de la tela, el trabajo del corte, del patrón. Un saber hacer valioso que Hortense tenía muchas ganas de aprender. Dudó.

– ¿Estarán tus amigos?

Agathe hizo una mueca que significaba «qué remedio».

– No son precisamente un regalo, esos tíos. Son una pandilla de cerdos.

– Pero también son buenos, ¿sabes?

– ¿Buenos?

Hortense se echó a reír.

– A veces, me ayudan, me animan, me dan alas…

– ¡Si los cerdos tuviesen alas se sabría! ¡No se restregarían el culo en la mierda, sino que volarían! ¡Y ellos no parecen listos para despegar!

Había terminado aceptando ir a la fiesta con Agathe.

Habían cogido un taxi. Agathe había dado una dirección que no era la de la discoteca.

– ¿Te molesta si pasamos antes por su casa?

– ¡A casa de ellos! -había gritado Hortense-. Yo no subo a casa de esos tíos.

– Por favor -había suplicado Agathe-. Contigo tendré menos miedo… Me acojonan un poco cuando estoy sola.

Parecía realmente asustada.

Hortense había subido a su pesar.

Estaban sentados en el salón. Un decorado que brillaba por su mal gusto. Lleno de mármol, oro, candelabros, cortinas con bordados dorados, poltronas de lentejuelas, sillones obesos. Cinco hombres de negro. Sentados sobre sus gordos culos de cerdo. No le había gustado que se levantaran todos a la vez y se acercasen a ella. No le había gustado nada que Agathe se hubiese alejado con el pretexto de ir al baño.

– Bueno… Parece que se te ha cerrado el pico de repente. ¿Son cosas mías, Carlos, o la chiquilla se lo ha hecho encima? -había preguntado un fortachón bajito.

Hortense no había respondido, esperando a que Agathe saliese del baño.

– Oye, chavala, ¿sabes por qué te hemos traído aquí?

Había caído en una trampa. Como una novata. La fiesta del Cuckoo's era tan inexistente como el buen gusto de ese salón.

– Ni idea. Pero seguramente me lo vais a contar.

– Queríamos hablarte de algo… Después, te dejamos tranquila.

Me van a pedir que me prostituya. Que me venda para esas jetas de cerdo que no vuela. Que les llene los bolsillos mientras las chicas curran. Así que de ahí viene la pasta de Agathe, sus vaqueros de trescientos euros y sus chaquetas Dolce & Gabbana.

– Creo que me hago una idea y podéis esperar ahí sentados…

– Pues yo creo que no tienes ni la menor idea -dijo el que debía de ser el jefe, porque medía por lo menos un metro setenta y cinco y los demás le llegaban al hombro.

– Me extrañaría. No me he caído de un guindo, ¿sabéis?

Muchas estudiantes se dedicaban a la prostitución. Para pagar sus estudios o ir a esquiar a Val-d'Isère. Existían agencias especializadas que las contrataban los fines de semana. Viajaban a países del Este a pasar una noche con un gordo y volvían con los bolsillos llenos.

– Vamos a pedirte un favorcito algo especial… Que te interesa aceptar. Porque si no, nos vamos a enfadar. Y mucho. ¿Ves allí, la puerta del cuarto de baño…?

Hortense se obligó a no volver la vista y miró fijamente al que debía de pasar por un gigante comparado con los enanos que le rodeaban. Tiene el vello recio y el mentón azul, se dijo rechazándole con la mirada, y una manchita en el ojo, como una salpicadura de mayonesa.

– Detrás de la puerta del cuarto de baño, te arriesgas a que te den una paliza. Una paliza de las buenas…

– ¿Ah, sí? -dijo Hortense intentando evadirse mentalmente, pero sentía cómo el miedo de un blanco algodonado la invadía y le hacía temblar las piernas.

– Así que esto es lo que vas a hacer…, vas a retirarte amablemente de la competición con Agathe. Vas a dejarle la plaza en Vivienne Westwood.

– ¡Jamás! -gritó Hortense, que ahora entendía la comida china, la repentina limpieza de su compañera de piso, el ambiente estudioso en la casa.

– Piénsatelo. Me duele pensar en lo que vas a sufrir detrás de la puerta del cuarto de baño…

– Ya está pensado, y la respuesta es no.

Agathe no reaparecía. Zorra, pensó Hortense. ¡Y yo que pensaba que estaba enmendándose! Tenía razón en desconfiar de sus buenos sentimientos.

Sobre todo no debía derrumbarse frente a esos chulos de mal gusto. Todos vestidos de negro, con zapatos puntiagudos. ¿Estamos en un campamento de verano o qué?

– Tienes dos minutos para pensártelo. ¡Sería estúpido por tu parte que salieses malparada de aquí!

Y sería idiota privaros de una entrada gratuita en ese mundo, se dijo Hortense, que pensaba con rapidez. Utilizáis a esa idiota de Agathe para entrar en un abrir y cerrar de ojos en el templo de la moda. No contéis conmigo, tíos. No contéis conmigo.

Pasaron cinco minutos. Hortense inspeccionó el lugar con la aplicación de una turista en Versalles: los dorados de las cómodas, los cajones abultados, el servicio de plata sobre el mantelete -¿para hacer creer que tomaban el té, quizás?-, el péndulo del reloj que batía el aire en silencio, los espejos biselados, el parqué bien encerado. Estaba atrapada.

– Ha pasado el tiempo -dijo ella consultando su reloj-. Os voy a dejar, encantada de conoceros y espero que no nos volvamos a ver…

Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta.

Uno de los chulos se levantó y fue a bloquear la salida y la devolvió al punto de partida. Otro eligió un CD, la obertura de La urraca ladrona, de Rossini, y subió el volumen a tope. Iban a pegarle, eso seguro. No gritaré. No les daré ese gusto. No iban a cargársela. ¡Menudo lío con un cadáver bajo el brazo!

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