Echaba de menos a Zoé. Los fines de semana con Zoé. Los largos conciliábulos entre Zoé y Alexandre, cuando él les vigilaba con el rabillo del ojo. Alexandre no preguntaba por su prima, pero podía ver en su mirada triste del viernes por la tarde que la echaba de menos. Volvería. Estaba seguro. Habían ido demasiado lejos besándose la noche de Nochebuena. Todavía quedaban demasiadas cosas sin resolver entre ellos. Y estaba Iris… Pensó en su última velada en París. Iris había salido de la clínica. Habían cenado «en casa». ¿Podríamos hacer una cenita, los tres juntos? ¡Ir al restaurante era una pesadez! Ella había cocinado. No había quedado muy bien, pero había hecho un esfuerzo.
Dejó el libro. Cogió otro. El teatro de Sacha Guitry. Cerró los ojos y se dijo, lo abro al azar y medito la frase que me encuentre. Se concentró, abrió el libro, y sus ojos cayeron sobre esta afirmación: «Es posible lograr que la gente que os ama baje los ojos, pero no se puede obligar a bajar los ojos a la gente que os desea».
No bajaré los ojos. Esperaré, pero no renunciaré.
La única mujer cuya presencia soportaba era Dottie. Se habían vuelto a ver, por azar, una noche en una recepción en la New Tate.
– ¿Qué hace usted aquí? -había preguntado al verla.
Ya no recordaba su nombre.
– Dottie. ¿Lo recuerda? Me regaló usted un reloj, un hermoso reloj que todavía llevo, por cierto…
Había levantado la muñeca y le había enseñado el reloj Cartier.
– Vale una pasta, ¿no? Siempre tengo miedo de perderlo. No le quito ojo…
– Eso está muy bien: es un reloj, ¡sirve para eso!
Ella se había echado a reír, abriendo mucho la boca, dejando a la vista tres empastes en mal estado.
– ¿Qué hace usted aquí, Dottie? -había repetido él con cierto aire de superioridad, como si ella no estuviese en su lugar.
Enseguida se arrepintió de su tono arrogante y se mordió la lengua.
Ella había respondido, dolida:
– ¿Por qué? ¿Acaso no tengo derecho a que me interese el arte? ¿No soy lo bastante inteligente, lo bastante chic, lo bastante…?
– ¡Tocado!-había reconocido Philippe-. Soy un imbécil, un pretencioso y…
– Un esnob. Idiota. Arrogante. Frío.
– ¡No siga! Voy a sonrojarme…
– Lo he entendido. Soy una pobre contable tonta del culo, que no PUEDE interesarse por el arte. Simplemente una chica con la que se folla y a la que no se vuelve a ver.
El había adoptado una expresión tan contrita que ella se había echado a reír de nuevo.
– De hecho, tiene usted razón. Todo esto me parece tonto y absurdo, pero me ha traído una amiga… Me estoy aburriendo, ¡no se puede imaginar cuánto! No entiendo nada de arte moderno. ¡Me quedé en Turner y ni eso! ¿Vamos a tomar una cerveza?
Él la había invitado a cenar en un pequeño restaurante.
– ¡Ajá! Estoy subiendo posiciones. Tengo derecho al restaurante, al mantel blanco…
– Es sólo por esta noche. Y porque tengo hambre.
– Me olvidaba de que el señor estaba casado y no quería comprometerse.
– Y sigo en las mismas…
Ella había bajado la mirada. Estaba absorta en la lectura de la carta.
– ¿Y bien? ¿Qué hay de nuevo desde su cumpleaños fracasado? -había preguntado Philippe intentando no parecer demasiado irónico.
– Un encuentro y una ruptura…
– ¡Oh!
– Por SMS, la ruptura. ¿Y usted?
– Más o menos lo mismo. Un encuentro y una ruptura. Pero no por SMS. En silencio. Sin una palabra de explicación. No es mucho mejor.
Ella no había hecho ninguna pregunta acerca del papel de su supuesta mujer en esa malograda historia de amor. Él se lo había agradecido.
Habían acabado en casa de ella. Sin saber demasiado cómo.
Ella había abierto una botella de Chardonnay. El osito de peluche marrón, al que le faltaba un ojo de cristal, seguía allí, al igual que los pequeños cojines bordados reclamando amor y el póster de Robbie William sacando la lengua.
Habían acabado pasando la noche juntos. El no había estado muy brillante. Ella no había hecho comentarios.
Al día siguiente, él se había levantado pronto. No quería despertarla, pero ella había abierto los ojos y había posado la mano en su espalda.
– ¿Te vas a dar inmediatamente a la fuga o tienes tiempo para un café?
– Creo que me daré a la fuga…
Ella se había apoyado en el codo y le había observado, como quien contempla a una gaviota cubierta de petróleo.
– Estás enamorado, ¿verdad? Lo veo. No estabas realmente conmigo esta noche…
– Lo siento.
– ¡No! Soy yo la que lo siente por ti. Así que…
Había cogido un cojín y se lo había encajado sobre los pechos.
– ¿Cómo es ella?
– Así que de verdad quieres hacerme hablar.
– No estás obligado, pero sería mejor. ¡Como no estamos destinados a vivir una gran pasión física, mejor dedicarnos a la amistad! Así que ¿cómo es?
– Cada vez más guapa…
– ¿Eso es importante?
– No… Con ella descubro una forma de ver la vida y eso me hace feliz. Vive entre libros y salta sobre los charcos con los pies juntos…
– ¿Qué edad tiene? ¿Doce años y medio?
– Tiene doce años y medio y todo el mundo se aprovecha de ella. Su ex marido, su hermana, sus hijas. Nadie la trata como merece y a mí me gustaría protegerla, hacerla reír, hacerla volar…
– Estás seriamente afectado…
– ¡Pero no me aporta nada! ¿Me haces un café?
Dottie se había levantado y preparaba el café.
– ¿Vive en Londres?
– No. En París.
– ¿Y qué es lo que os impide vivir vuestra hermosa historia de amor?
Él se incorporó y cogió su camisa.
– Se acabaron las confidencias. ¡Y gracias por esta noche en la que he estado particularmente lamentable!
– A veces pasa, ¿sabes? ¡No vamos a hacer un drama de eso!
Bebía el café y añadía terrones de azúcar a medida que el nivel de la taza bajaba. Él hizo una mueca.
– ¡Me gusta así!-dijo viendo su expresión de disgusto-. ¡Me puedo comer una tableta de chocolate sin engordar un gramo!
– ¿Sabes qué? Me parece que vamos a volver a vernos… ¿Te apetece?
– ¿Aunque no seas Tarzán, el rey del estremecimiento?
– ¡Eso lo decides tú!
Ella puso cara de pensárselo y dejó la taza.
– De acuerdo -dijo-. Pero con una condición… Que me enseñes pintura moderna, me lleves al teatro, al cine…, en fin, que me instruyas… Ya que ella está en París, no será un problema.
– Tengo un hijo, Alexandre. Él está por encima de todo.
– ¿Sales con él por la noche?
– No.
-It's a deal? [10]
– It's a deal.
Se habían estrechado la mano como amigos.
Él la llamaba. La llevaba a la ópera. Le explicaba el arte moderno. Ella escuchaba, calladita como una niña buena. Apuntaba los nombres, las fechas. Con una seriedad sin tacha. Él la acompañaba a su casa. A veces, subía y se dormía en sus brazos. A veces, emocionado por su abandono, su inocencia, su simplicidad, la besaba y caían sobre la cama king size que ocupaba toda la habitación.
Él no la hacía infeliz. Actuaba con mucho cuidado. Vigilaba el temblor del labio que reprime un sollozo o la arruga de una ceja que bloquea un dolor. Aprendía sobre las emociones con ella. Ella no sabía mentir, simular. Él le decía ¡estás loca! Aprende a disimular, se lee en tu cara como en un libro abierto.
Ella se encogía de hombros.
Él se preguntaba si aquello podía durar mucho tiempo.
Ella había dejado de buscar hombres por Internet.
Él le había dicho que no debía interrumpir esa búsqueda por su culpa. Que no era ese hombre. El hombre que la llevaría en brazos. Ella suspiraba lo sé, lo sé. E imaginaba la tristeza futura. Porque eso siempre termina con tristeza, ella lo sabía bien.
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