Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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El vals lento de las tortugas: краткое содержание, описание и аннотация

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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Él la vio. Se levantó. La besó en la mejilla con una levedad casi fraternal. Joséphine se retrajo, sintiendo ya el impreciso dolor que producía ese beso. Voy a hablar con él, hoy, decidió con la audacia de los grandes tímidos. Voy a contarle mis desgracias. ¿Para qué sirve un novio si hay que esconderle todas las penas y las angustias?

– ¿Qué tal está, Joséphine?

– Podría estar mejor.

Vamos, se dijo, sé tú misma, háblale, cuéntale la agresión, háblale de la postal.

– He pasado dos días horribles -siguió él-. Mi hermano desapareció el viernes por la tarde, el día en el que habíamos quedado en aquella cafetería que no me gusta y que usted aprecia tanto.

Se giró hacia ella y esbozó una sonrisa burlona.

– Vittorio tenía cita con el médico que le trata sus brotes de violencia, y no se presentó. Le buscamos por todas partes, reapareció esta mañana. Se encontraba en un estado lamentable. Me temo lo peor. Siento haberle dado plantón.

Había tomado la mano de Joséphine y el contacto de la suya, larga, cálida y seca, la turbó. Apoyó la mejilla sobre la manga de su parka. Se frotó en ella como diciendo no importa, le perdono.

– Le estuve esperando y luego me fui a cenar con Zoé. Me dije que habría tenido algún problema con…, hum…, con Vittorio.

Le resultaba extraño llamar por su nombre de pila a un hombre al que no conocía y que la detestaba. Le producía un sentimiento de falsa intimidad. ¿Por qué me detesta? No le he hecho nada.

– Ha vuelto a su casa, esta mañana, y yo le estaba esperando. Me pasé todo el día y toda la noche de ayer esperándole, sentado en su sofá. Me miró como si no me conociera. Estaba azorado. Se metió rápidamente en la ducha y no abrió la boca. Le convencí para que tomase un somnífero y se durmiera, no se sostenía en pie.

Su mano estrechó la de Joséphine como para transmitirle la angustia de esos dos días esperando, temiendo lo peor.

– Me preocupa Vittorio, ya no sé qué más hacer.

Dos mujeres jóvenes, delgadas, que practicaban footing, se detuvieron a su altura. Sin aliento, se agarraban las costillas y consultaban su reloj para calcular el tiempo que les quedaba por correr. Una de ellas exclamó con voz entrecortada:

– Entonces le dije: pero ¿qué quieres exactamente? Y él me contestó, ¿sabes lo que se atrevió a decirme?, ¡que dejes de acosarme! ¿Acosarle yo? Te voy a decir una cosa, creo que le voy a dejar. Ya no lo soporto. ¿Y después qué más? ¿Hacerle de geisha? ¿Echarme a sus pies? ¿Hacerle comiditas y abrirme de piernas cuando me lo ordene? Mejor vivir sola. ¡Por lo menos estaré en paz y tendré menos trabajo!

La joven estrechó los brazos sobre el pecho en señal de resolución firme, en sus almendrados ojos marrones brillaban la exasperación y la cólera. Su compañera asintió resoplando. Después dio la señal para seguir la carrera.

Luca las miró alejarse.

– ¡No soy el único que tiene problemas!

Es el momento de contarle tus infortunios, venga, se exhortó Joséphine.

– Yo también… Tengo problemas.

Luca levantó una ceja, extrañado.

– Me ha pasado algo muy desagradable y algo sorprendente -declaró Jo con tono pretendidamente jocoso-. ¿Por cuál empiezo?

Un labrador negro se precipitó delante de ellos y se lanzó al lago. Luca desvió su atención para ver cómo se introducía en el estanque verdoso; el agua estaba tan turbia que se dibujaron unos círculos irisados en la superficie. El perro jadeaba, nadando con la boca abierta. Su amo le había tirado una pelota y pataleaba para atraparla. Su pelaje negro y brillante se cubría de perlas líquidas e hilillos de agua; los patos se apartaban bruscamente y se detenían un poco más lejos, desconfiados.

– ¡Esos perros son increíbles!-exclamó Luca-. ¡Mire!

El animal volvía. Emergió salpicando agua y fue a depositar la pelota a los pies de su amo. Agitó la cola y ladró para proseguir el juego. ¿Y ahora cómo continúo?, se preguntó Joséphine, siguiendo con la mirada la bola que volaba y al perro que se tiraba al agua.

– ¿Qué me decía, Joséphine?

– Le decía que me han pasado dos cosas, una violenta y otra extraña.

Se esforzaba en sonreír para aligerar su relato.

– He recibido una carta de Antoine…, esto…, ya sabe, mi marido…

– Pero yo creía que estaba…

No se atrevía a pronunciar la palabra y Joséphine le ayudó:

– ¿Muerto?

– Sí. Me había dicho usted que…

– Yo también lo creía.

– Es extraño, en efecto.

Joséphine esperaba que hiciese alguna pregunta, emitiese alguna hipótesis, proclamara su asombro, algo que permitiese comentar esa noticia, pero él se contentó con fruncir el ceño y proseguir:

– ¿Y la otra noticia, la violenta?

¿Cómo?, se asombró Joséphine, ¿le cuento que un muerto redacta postales, compra un sello, lo pega, la mete en un buzón y me contesta: «Qué más»? Considera normal que los muertos se levanten por la noche para escribir su correspondencia. De hecho, los muertos no están muertos y hacen cola en la oficina, por eso siempre hay que esperar. Tragó y lo soltó todo de golpe:

– ¡He estado a punto de ser asesinada!

– ¿Asesinada? ¿Usted? ¿Joséphine? ¡Eso es imposible!

¿Y por qué no? ¿No sería un bonito cadáver, quizás? ¿No tengo el perfil adecuado?

– El viernes por la noche, volviendo de la cita a la que no se presentó, me apuñalaron en el corazón. ¡Aquí!

Se golpeó el pecho para acentuar el sentido trágico de la frase y se sintió ridícula. Su papel, como víctima de un suceso, no resultaba creíble. El cree que me hago la interesante para rivalizar con su hermano.

– ¡Pero su historia no se sostiene! Si la hubieran apuñalado, estaría muerta…

– Me salvó un zapato. El zapato de Antoine…

Le explicó con calma lo que había pasado. Él la escuchó mientras seguía el vuelo de unas palomas.

– ¿Se lo ha contado a la policía?

– No. No quería que Zoé se enterase.

La miró, dubitativo.

– ¡Pero bueno, Joséphine! Si la han atacado ¡debe ir a poner una denuncia!

– ¡¿Cómo que «si»?! ¡Me han atacado!

– Imagínese que ese hombre ataque a otro. ¡La responsable sería usted! Tendría una muerte sobre su conciencia.

No sólo no la estrechaba entre sus brazos para consolarla, no sólo no le decía aquí estoy, voy a protegerla, sino que encima le hacía sentirse culpable y pensaba en la próxima víctima. Ella se le quedó mirando, desarmada. Pero ¿qué había que hacer para conmover a este hombre?

– ¿No me cree?

– Claro que sí… La creo. Simplemente le aconsejo que presente una denuncia contra un agresor desconocido.

– ¡Parece usted muy bien informado!

– Mi hermano me tiene acostumbrado a las comisarías. Me conozco casi todas las de París.

Le miró fijamente, estupefacta. Había vuelto a su propia historia. Se había desviado un poco para escucharla y después había dado la vuelta hacia su propia desgracia. ¿Este es mi enamorado, mi hombre magnífico? ¿El hombre que escribe un libro sobre las lágrimas, que cita a Jules Michelet: «Lágrimas preciosas han fluido en límpidas leyendas, en maravillosos poemas y, amontonándose en el cielo, han cristalizado en gigantescas catedrales que se alzan hacia el Señor»? Un corazón seco, más bien. Una pasa de Corinto. Él le rodeó los hombros, la atrajo hacia sí y, con voz dulce y cansada, murmuró:

– Joséphine, no puedo ocuparme de los problemas de todo el mundo. No perdamos el buen humor, ¿quiere? Con usted estoy bien. Es mi único espacio de alegría, de risa, de ternura. No lo destrocemos, por favor…

Joséphine hizo un gesto de resignado asentimiento.

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