Katherine Pancol - El vals lento de las tortugas

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La novela continúa con la vida de las y los protagonistas de Los ojos amarillos de los cocodrilos: Joséphine y Zoé se han instalado en un buen barrio de París gracias al éxito de la novela que finalmente ha reivindicado su verdadera autora.
Horténse se ha ido a estudiar moda a Londres y ve frecuentemente a Gary, el hijo de Shirley, quien también ha decidido vivir una temporada en Inglaterra. Philippe y su hijo también se han trasladado a Londres aunque van frecuentemente a París a visitar a Iris, ingresada en una clínica psiquiátrica por hallarse en una profunda depresión.
La madre de Joséphine y de Iris, Henriette, trama una venganza contra su ex marido y su amante, Josiane, quienes por fin han encontrado la felicidad y están extasiados con los poderes casi sobrenaturales de su hijo de meses.

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– No lo habla de forma fluida, de acuerdo, pero balbucea algunas palabras. Yo le escuché decir go-daddy-go, en todo caso. ¡Pondría la mano en el fuego!

– Pues bien, ¡retírala o te quedarás manco! Marcel, contrólate. Tu hijo es normal, simplemente normal, eso no impide que sea un bebé muy guapo, muy vivo, muy espabilado… ¡Pero no vayas a hacérmelo emperador de China políglota y hombre de negocios! ¿Cuánto falta para que lo pongas en tu consejo de administración?

– Yo te digo simplemente lo que veo y lo que oigo. No me invento nada. No me crees, estás en tu derecho, pero el día que te diga helio mummy, how are you? o lo mismo pero en chino, porque pienso enseñarle chino, en cuanto haya acabado con el inglés, ¡no te vayas a caer de espaldas! Te prevengo, eso es todo.

Hundió un trocito de pan con mantequilla en los huevos fritos y lo deslizó sobre el plato hasta limpiar los bordes.

Josiane le daba la espalda, pero lo vigilaba en el reflejo del cristal. Comía el buen hombre tragando sus trocitos de pan, girando los brazos como un Tarzán de opereta. Sonreía a la nada, paraba de masticar para aguzar el oído y acechar los balbuceos de su hijo. Después, decepcionado, volvía a su masticación. No pudo evitar sonreír. Marcel Sénior y Marcel Júnior, menudo par de ladinos compadres. Es cierto, reconoció, que Júnior tenía la cabeza repleta de materia gris y la comprensión rápida. Con siete meses se mantenía derecho en su silla de bebé y tendía un dedo imperativo hacia el objeto de sus deseos. Si ella se negaba a obedecer, fruncía los ojos y le lanzaba una mirada como un misil. Cuando hablaba por teléfono, la escuchaba con la cabeza inclinada y asentía. A veces parecía querer decir algo, pero se enfadaba como si no encontrase las palabras. ¡Un día había incluso chascado los dedos! No era un comportamiento muy común en un bebé, pero debía constatar a la fuerza que Júnior estaba muy avanzado. De ahí a darle competencias en el negocio de su padre había un trecho que ella se negaba a cubrir. Júnior crecerá a la velocidad normal. Me niego a que se convierta en un premio a la excelencia, un sabelotodo pretencioso. Yo lo quiero cubierto de papilla, enfundado en su pelele, con el culete al aire, para que pueda mimarlo hasta hartarme. He esperado demasiado tiempo como para soltarle en Dodotis en el mundo de los mayores.

La vida había dado dos hombres a Josiane, uno grande y otro pequeño, dos hombres que tejían su felicidad con un bordado fino. Para nada quería que se los quitasen. La vida nunca había sido generosa con ella. Para una vez que le daba buenas cartas, no dejaría que nadie le robara la menor brizna de felicidad, molería hasta el último grano para extraerle el jugo. Tengo unos cuantos vales de felicidad que cobrar. ¡Ahora me toca a mí tener el culo cosido a medallas! Es hora de reembolsarme, vamos, y que no intenten torearme. ¡Se acabaron los tiempos en los que me ahogaba la desdicha!

Se acabaron los tiempos en los que, simple secretaria famélica, servía de odalisca a Marcel, mi jefe, propietario de la cadena de muebles Casamia, multimillonario en mobiliario diverso, accesorios para la casa, alfombras, alumbrado y baratijas variadas. Marcel la había ascendido al rango de mujer con la que compartía su vida, y había repudiado a su arisca esposa, ¡Henriette la de la nariz larga! Fin de la historia, principio de mi felicidad.

Había descubierto a Henriette rondando en torno al edificio, escondiéndose en una esquina de la calle para pasar desapercibida. Con su sombrero en forma de crepe sobre la cabeza, sólo se la veía a ella. Para jugar a los detectives, hay que arriesgarse a despeinarse, si no, te pillan enseguida. Y no valía la pena fingir que iba a Hédiard a llenarse el estómago de delicatessen. Una vez, quizás, tres no. Le daba mala espina ese largo espárrago agazapado, espiando su felicidad. Sintió un escalofrío. Merodea, merodea buscando algo. Busca una ocasión. Obstruye el divorcio con sus pretensiones. Se niega a ceder una sola pizca de terreno. Amenaza por allí, amenaza por allá. Peligro, peligro, bandera roja, rumió Josiane. Siempre había caído en los brazos de quien no le traía más que desgracias, y ahora que había llegado a buen puerto, no iba a dejarse ni despojar ni liar. Desconfía, cantó una vocecita que conocía demasiado bien. Desconfía y abre bien los ojos ante todo lo que se mueva y huela a podrido.

El timbre del teléfono la sacó de sus pensamientos. Extendió el brazo para descolgar.

– Buenos días -dijo, todavía envuelta en el flujo sombrío de sus pensamientos.

Era Joséphine, la hija menor de Henriette Grobz.

– ¿Quiere usted hablar con Marcel? -contestó con sequedad.

Tendió el aparato a su compañero.

Cuando una se casa con un hombre de esa edad, hay que aceptarlo con todo el equipaje. Y Marcel tenía un ajuar completo: desde el frasco de pastillas hasta la saca de correos. Henriette, Iris, Joséphine, Hortense y Zoé le habían servido de familia tanto tiempo que no podía borrarlas de un plumazo. Y eso que no le faltaban ganas.

Marcel se limpió la boca y se levantó para coger el teléfono. Josiane prefirió salir de la habitación. Fue al cuarto de la lavadora a buscar la cesta de la ropa. Se puso a separar la blanca de la de color. Concentrarse en esa tarea doméstica le sentaba bien. Henriette, Joséphine. ¿Quién sería la próxima? ¿La pequeña Hortense? ¿Esa que tenía a todos los hombres en la palma de la mano?

– Era Jo -dijo Marcel en el umbral de la puerta-. Le ha pasado algo de lo más raro: su marido, Antoine…

– ¿Ese que lo tragó un cocodrilo?

– El mismo… Figúrate que Zoé, su hija, ha recibido una postal suya, enviada desde Kenya hace un mes. ¡Está vivo!

– ¿Y tú qué tienes que ver en eso?

– Yo recibí a la amante de Antoine, una tal Mylène, en junio para darle algún consejillo sobre el mundo de los negocios en China. Quería dedicarse a la cosmética, conocía a un financiero chino y quería información práctica. Hablamos una hora y no la he vuelto a ver.

– ¿Estás seguro de eso?

La mirada de Marcel se iluminó. Le gustaba despertar los celos de Josiane. Eso devolvía juventud y brillo a sus encantos.

– Completamente seguro…

– Y lo que quiere Joséphine es que le des la dirección de esa chica…

– Exacto. La tengo en alguna parte, en el despacho.

Marcó una pausa rascando el marco de la puerta.

– Podríamos invitarla a cenar uno de estos días, siempre me ha gustado esa chiquilla…

– ¡Pero si es mayor que yo!

– ¡Vamos! ¡No exageres! Uno o dos años más.

– Uno o dos años más ¡es ser mayor! A menos que cuentes al revés -replicó Josiane, irritada.

– Pero yo la conocí de niña, Bomboncito. ¡Aún llevaba coletas y jugaba al diábolo! He visto crecer a esa chavalilla.

– ¡Tienes razón! Hoy estoy de los nervios. No sé por qué… Estamos demasiado bien, Marcel, demasiado bien, nos vamos a encontrar con algún cuervo, uno muy oscuro, lleno de infelicidad, de esos que apestan y graznan.

– ¡Que no, mujer! Esta felicidad nos la merecemos. Nos toca festejarla.

– ¿Y desde cuándo la vida ha de ser equilibrada? ¿Desde cuándo es justa? ¿Dónde has visto tú eso?

Apoyó la mano sobre la cabeza de Marcel y le masajeó el cráneo. El se dejó hacer resoplando, mientras ella le acariciaba.

– Más amor, Bomboncito, más… Te quiero tanto…, daría mi testículo izquierdo por ti.

– ¿Y el derecho?

– El izquierdo por ti, el derecho por Júnior…

* * *

Iris extendió el brazo para coger su espejo. Tanteó en la mesita de noche y no lo encontró. Se incorporó, enfurecida. Se lo habían robado. Habían temido que lo rompiese y se abriese las venas. Pero ¿por quién me toman? Por una loca de atar completamente desequilibrada. ¿Y por qué no tendría yo derecho a acabar con todo? ¿Por qué me niegan esa última libertad? ¡Para lo que me espera en la vida! A los cuarenta y siete años y medio, ya se acabó. Las arrugas se acentúan, la elastina se evapora, los cuerpos adiposos se acumulan en las esquinas. Al principio se ocultan para llevar a cabo sus ultrajes. Después, cuando te han carcomido bien, cuando ya no eres más que una masa blanda e informe, toman el mando y prosiguen su obra de demolición sin obstáculos. Yo lo constato día tras día. Con mi espejito inspecciono la piel que hay detrás de la rodilla, espío la acumulación de grasa que engorda como un glotón. Y si me paso el día tumbada no conseguiré impedirlo. En esta cama me estoy marchitando. Mi tez palidece como el goterón de un cirio de sacristía. Lo leo en los ojos de los médicos. No me miran. Me hablan como a una probeta graduada que llenan de medicamentos. He dejado de ser una mujer, me he convertido en un recipiente de laboratorio.

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