Aquella noticia la perturbaba. Casi había olvidado la agresión de la que había sido víctima. De hecho, los dos incidentes colisionaban en su mente y la dejaban temblorosa y perpleja a la vez. Le costaba mucho responder a Zoé que, eufórica ante la idea de que su padre iba a reaparecer pronto, formulaba mil preguntas, ideaba proyectos, reencuentros y besos, y no paraba. Parecía una frenética bailarina de cancán, coronada de rizos infantiles.
Estaban desayunando cuando sonó el teléfono.
– Joséphine, soy Luca.
– ¡Luca! Pero ¿dónde se ha metido? Ayer me pasé el día llamándole.
– No podía hablar. ¿Está libre esta tarde? Podríamos dar un paseo al borde del lago.
Joséphine reflexionó con rapidez. Zoé iba al cine con una chica de su clase, tenía tres horas libres.
– ¿A las tres de la tarde cerca de las barcas? -propuso Joséphine.
– Allí estaré.
Colgó sin decir palabra. Joséphine sostuvo el teléfono en el aire y le sorprendió sentirse triste. El había estado lapidario. Ni un gramo de ternura en su voz. Brotaron las lágrimas y entornó los ojos para bloquearlas.
– ¿Pasa algo, mamá?
Zoé la miraba con expresión inquieta.
– Es Luca. Me temo que pueda haberle pasado algo a su hermano, ya sabes, Vittorio.
– Ah… -dijo Zoé, tranquila por que el aspecto preocupado de su madre concerniese a un extraño.
– ¿Quieres más tostadas?
– ¡Oh, sí! Por favor, mamá.
Joséphine se levantó, fue a cortar el pan y a tostarlo.
– ¿Con miel? -preguntó.
Se concentró en hablar animadamente, para que Zoé no descubriera la tristeza en su voz. Sentía un vacío en el corazón. Con Luca soy feliz a ratos. Le robo mi felicidad, la rebusco. Entro en él subrepticiamente. El cierra los ojos, finge que no me ve, y deja que le desvalije. Le quiero a su pesar.
– ¿La miel buena de Hortense?
Joséphine asintió.
– No se va a poner muy contenta si se entera de que nos la comemos cuando no está.
– ¡No te irás a terminar el tarro!
– Nunca se sabe -dijo Zoé con sonrisa glotona-. Es nuevo. ¿Dónde lo has comprado?
– En el mercado. El vendedor me ha dicho que antes de abrirlo había que calentarlo al baño María a fuego lento, para que esté bien líquida y no se solidifique al enfriarse.
Ante la idea de realizar esa ceremonia de la miel para complacer a Zoé, el recuerdo de Luca se borró y se relajó.
– Qué guapa eres -sonrió Joséphine revolviendo el pelo de Zoé-. Deberías cepillarte el pelo, se te va a enredar.
– Me gustaría ser un koala… Así no tendría que peinarme.
– ¡Ponte recta!
– ¡La vida es dura cuando no se es un koala! -suspiró Zoé incorporándose-. ¿Y cuándo vuelve Hortense, mamá?
– No lo sé…
– Y Gary, ¿cuándo viene?
– No tengo ni idea, cariño.
– ¿Y Shirley? ¿Tienes noticias suyas?
– Intenté hablar con ella ayer, pero no contestó. Ha debido de salir el fin de semana.
– Les echo de menos… Oye, mamá, nosotras no tenemos mucha familia, ¿verdad?
– Es cierto. Somos bastante pobres en familia -respondió Jo en tono bromista.
– ¿Y Henriette? ¿No te podrías reconciliar con ella? Así tendríamos al menos una abuela. ¡Aunque ella no quiera que la llamen así!
Todo el mundo llamaba a Henriette por su nombre de pila, se negaba a que la llamasen «abuelita» o «abuela».
Zoé había subrayado lo de una. Antoine tampoco tenía familia. Era hijo único, sus padres habían muerto mucho tiempo atrás y se había peleado con sus tíos, tías y primos y no los había vuelto a ver.
– Tienes un tío y un primo, algo es algo.
– Es poco. Las chicas de mi clase tienen familias de verdad…
– ¿De verdad echas de menos a Henriette?
– Hay veces de que sí.
– No se dice «de que sí» sino «que sí», cariño…
Zoé asintió con la cabeza, pero no se corrigió. En qué estará pensando, se dijo Joséphine contemplando a su hija. Tenía la expresión sombría. Reflexionaba. Todo su rostro se había detenido en una idea que rumiaba en silencio, con el mentón apoyado en las manos y la frente arrugada. Joséphine leía en la cara de su hija la progresión de su reflexión, respetando ese diálogo consigo misma.
Su mirada oscura se aclaró y su ceño fruncido se relajó. Por fin, Zoé clavó los ojos en los de su madre y, con expresión ansiosa, preguntó:
– Oye, mamá, ¿tú crees que me parezco a un hombre?
– ¡Nada de eso! ¿Por qué lo dices?
– ¿No soy cuadrada de hombros?
– ¡Para nada! ¡Qué idea más tonta!
– Es que me compré la revista Elle. Todas las chicas de mi clase la leen…
– ¿Y bien?
– Nadie debería leer Elle. Las chicas de esa revista son demasiado guapas… Nunca seré como ellas.
Tenía la boca llena y devoraba su cuarta rebanada.
– A mí, en todo caso, me pareces guapa y sin los hombros cuadrados.
– Pero eso es lo normal, eres mi madre. Las madres siempre creen que sus hijas son guapas. ¿No te decía eso Henriette?
– ¡La verdad es que no! Me decía que no era guapa, pero que concentrándose mucho quizás me encontrarían interesante.
– ¿Cómo eras cuando eras pequeña?
– ¡Fea como un piojo bizco!
– ¿Eras guay?
– No mucho.
– Entonces, ¿cómo hiciste para gustar a papá?
– Digamos que vio mi belleza «interesante».
– Tiene buen ojo, papá, ¿eh, mamá? ¿Cuándo crees que va a volver?
– No tengo ni idea, amor mío… ¿Tienes deberes para el lunes?
Zoé asintió con la cabeza.
– Hazlos antes de irte al cine porque después no vas a tener ganas de trabajar.
– ¿Y podremos ver una película las dos juntas esta noche?
– ¿Dos películas en el mismo día?
– Sí, pero si vemos una obra maestra, no es lo mismo, es cultura general. Cuando sea mayor seré directora de cine. Haré una versión de Los miserables…
– Pero ¿qué te pasa con Los miserables de un tiempo a esta parte, Zoé?
– Me parece una maravilla, mamá. Cosette me hace llorar con su cubo y su muñeca… y después, vive una hermosa historia de amor con Marius y todo termina bien. Ya no tiene nunca más agujeros en el corazón.
¿Y qué se hace cuando el amor cava un agujero en el corazón, un agujero tan grande que parece de obús, tan grande que se podría ver el cielo a través?, se preguntaba Joséphine de camino a su cita con Luca. ¿Quién podrá decirme lo que siente por mí? No me atrevo a decirle «le quiero», tengo miedo de que sea una palabra demasiado importante. Sé muy bien que en mis «le quiero» hay un «¿me quiere usted?» que no me atrevo a pronunciar, por miedo a que se aleje con las manos en los bolsillos de su parka. ¿Una mujer enamorada es forzosamente una mujer inquieta, dolorida?
El la estaba esperando cerca de las barcas. Sentado en un banco, las manos en los bolsillos, las piernas estiradas, su gran nariz apuntando al suelo, una mecha de pelo moreno barriendo su rostro. Ella se detuvo y le miró antes de abordarle. Por desgracia no sé tomarme el amor a la ligera. Me gustaría echarme al cuello de aquel a quien amo, pero tengo tanto miedo de asustarle que ofrezco la cara humildemente para recibir su beso. Le amo a hurtadillas. Cuando levanta sus ojos hacia mí, cuando atrapa mi mirada, me adapto a su estado de ánimo. Me convierto en la enamorada que él quiere que sea. Me enciendo a distancia, me controlo en cuanto se acerca. Usted no sabe nada de eso, Luca Giambelli, usted se cree que soy un ratoncito temeroso, pero si apoyara su mano sobre el amor que hierve dentro de mí, le produciría quemaduras de tercer grado. Me gusta ese papel: hacerle sonreír, calmarle, agradarle, me disfrazo de dulce y paciente enfermera, y recojo las migas que quiera usted darme para transformarlas en gruesas rebanadas. Hace un año que salimos y no sé más sobre usted que lo que me murmuró durante la primera cita. En amor se parece usted a un hombre sin apetito.
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