Marina Iuvara - Vida De Azafata

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La autora es una azafata, que inspirándose episodios reales acaecidos durante los vuelos, logra que el lector respire el ambiente que se vive en una aerolínea, justo en la piel de la vida de una azafata, donde el trabajo y la compleja organización de la vida pública y privada, debido a horarios, turnos y salidas, se convierte casi en un estilo de vida. Se trata de un libro que aborda el tema del crecimiento personal y el cambio, a través de un largo viaje de veinte años, o puede que más, que verá a Ana transformarse de una muchacha ingenua y llena de sueños, a una mujer y madre consciente y realizada, que consigue adaptarse a los inevitables cambios de vida, y está acostumbrada a tener siempre a mano una maleta para recorrer el mundo.
Anna es una azafata que ha dejado su tierra natal, Sicilia, para cumplir sus sueños: viajar, ser libre e independiente. Cansada de sufrir las severas normas impuestas por sus padres y la sociedad en que vive, la protagonista, rebelde y pasional, un día tiene un presentimiento y entiende que solo la profesión de auxiliar de vuelo hará que se sienta feliz y realizada. Comienza así la existencia de una «mujer con alas»  que se verá dividida entre el cielo y la tierra, entre lejanos países anhelados por muchas personas y su vida diaria con problemas comunes como el resto de mortales. Una dicotomía que se encuentra en la estructura del libro, donde los recuerdos de la vida de la protagonista, a veces felices y divertidos, a veces tristes y dramáticos, se entremezclan con las historias que suceden durante los vuelos, «ventanas» de un mundo fascinante como el de la aviación civil, poco conocido, aunque complejo y estructurado. Se ilustran así los «usos y costumbres» facilitando información sobre las «aves voladoras», como en la jerga se llama al personal de vuelo, y dando, además, consejos cómicos a los pasajeros. La autora es una azafata, que inspirándose episodios reales acaecidos durante los vuelos, logra que el lector respire el ambiente que se vive en una aerolínea, justo en la piel de la vida de una azafata, donde el trabajo y la compleja organización de la vida pública y privada, debido a horarios, turnos y salidas, se convierte casi en un estilo de vida. Se trata de un libro que aborda el tema del crecimiento personal y el cambio, a través de un largo viaje de veinte años, o puede que más, que verá a Ana transformarse de una muchacha ingenua y llena de sueños, a una mujer y madre consciente y realizada, que consigue adaptarse a los inevitables cambios de vida, y está acostumbrada a tener siempre a mano una maleta para recorrer el mundo.¿Cuáles son los secretos de una azafata? ¿Qué sucede a bordo de los aviones? ¿Qué hacen las azafatas cuando llegan a su destino? ¿Qué formación reciben? ¿Cómo vive una azafata su realidad privada? ¿Cómo logra organizarse con las frecuentes salidas? ¿Qué piensa en el despegue y el aterrizaje? ¿Las azafatas tienen miedo? ¿Qué se les pasa por la cabeza cuando surge una emergencia? ¿Cómo establece las relaciones con la tripulación? ¿Cómo lidia con los pasajeros más difíciles? ¿Cuáles son los defectos de los pasajeros? ¿Qué es la pilotite? ¿Cuáles son los distintos tipos de enfoque en el avión? ¿Y las distintas tipologías de pasajeros? ¿Cuáles son los consejos para afrontar un viaje y qué meter en la maleta? ¿En qué consiste el Manual de supervivencia de a bordo? En este libro hallarás las respuestas a estas preguntas y a tantas otras.

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Comprobé, junto a la tripulación, que todo se hubiera limpiado de forma minuciosa, que el cáterin hubiera abastecido adecuadamente todos los carritos, los microondas y el frigorífico, que los equipos y las luces de emergencia fueran eficientes y estuvieran en orden.

Yo era todo lo contrario a mis compañeras, deshinibidas y seguras a cada paso, convertidas en veteranas de la empresa», así se les llama.

En el curso vimos todas las puertas, carros y cajones hacinados en el interior del avión; eran interminables, completamente llenos de material necesario para el buen desarrollo del vuelo.

Decidí abrirlos para ver qué contenían y memorizarlos para usarlos con mayor rapidez.

Los cerré y olvidé la posición y el contenido de cada uno, eran demasiados, todos iguales por fuera.

Lo hice numerosas veces. A menudo la suerte me ayudaba a adivinar la ubicación de lo que estaba buscando, otras veces, me rendía al no lograr encontrar los vasitos de plástico después de una victoria parcial con las bolsitas de café y la leche en polvo. Creo que los antifaces para dormir cambiaban de lugar en cada vuelo, casi como un truco de magia: después de verlos en un cajón, o eso pensaba, los encontraba en otro.

Me miraba la falda que apenas cubría la rodilla, los pantis lisos y transparentes que hasta ese momento no había utilizado antes, los zapatos de estilo clásico de piel, del mismo tono que el bolso, con tacón también de estilo clásico; una camisa bien planchada, pañuelo al cuello, chaqueta con emblema y placa de identificación obligatoria.

Ahora lo llevaba puesto. Vestía aquel uniforme por primera vez, de la manera más cuidadosa que pude, sobre aquella insignia estaba grabado mi nombre, y para mí era un gran orgullo; la llevaba con gran estima, entusiasmo, casi con solemnidad: era el inicio de un magnífico sueño.

Me habría gustado hacer otra fotografía y mandársela a mi Stefania; esta vez, la sonrisa peaada a mi rostro que aparecería en la foto sería sincera, no como con nuestras fotos del proceso de selección; le escribiría que la echaba de menos y que me hubiera gustado que estuviera conmigo.

En aquel instante, la vergüenza y la emoción del primer vuelo me «regalaron» una rigidez extrema.

El color de la chaqueta del uniforme era muy parecido al del respaldo de los asientos, y yo me identificaba más con eso que con una «auténtica» azafata.

Afortunadamente, me las apañaba bien y nadie, o eso creo, se dio cuenta de mi inquietud durante todo el vuelo. Quizás se notó durante mi primera presentación del briefing, para visualizar los equipos de seguridad y las diversas salidas de la aeronave.

Todas las miradas estaban puestas en mí, no estaba preparada para enfrentarme con desenvoltura a aquellas innumerables miradas que me contemplaban por de arriba abajo.

Sentí un rubor en las mejillas, y las manos empezaron a sudarme, a temblar ligeramente, cuando mostré cómo abrocharse el cinturón.

Jamás había tenido problemas para meter la hebilla metálica dentro de la ranura, pero en tales circunstancias, me costaba hacerlo; trataba de bloquear aquel temblor incesante de mis dedos que impedía identificar la entrada correcta.

Empapada en sudor, conseguir finalizar aquella extraña demostración, como un baile realizado por los movimientos de mis manos.

Me sentía como la actriz de cine mudo con tanto público que seguía el texto leído y difundido por los altavoces del avión que enfatizaban las instrucciones dadas con mis gestos.

Durante los anuncios de bienvenida, fue extraño e inusual escuchar mi voz por todo el avión, y solo tras muchos vuelos conseguí modularla cada vez mejor, tratando de evitar, cuidadosamente, el empleo del dialecto, sobre todo la pésima pronunciación de la vocal «o», y que debía adoptar una fonética limitada y cerrada, que frecuentemente debía repetir:

«Buenoos días, bienvenidoos a boordo».

«Bienvenidoos a Rooma».

Me di cuenta de que, apretando los mofletes, entrecerrando la boca y la mandíbula, contrayendo y sacando los labios, y evitando la entrada de aire en las fosas nasales, conseguía acortar ese sonido.

«Buenoos», «boordo» y «Rooma» se convirtieron en «buenos», «bordo» y «Roma».

Después de una ruta nacional Roma-Bolonia y una posterior ruta internacional Bolonia-París, llegué a mi destino final, a pesar de que la maldita «o» era omnipresente.

Tras despedirnos de todos los pasajeros, un autocar estacionado al lado nos acompañó a mí y a mi tripulación al hotel y, como solía suceder, después de recoger la llave, reservamos para irnos de cena todos juntos.

«Nos vemos a las ocho, puntualidad».

Eso me dijeron mis compañeros antes de ir a sus habitaciones a cambiarse de ropa.

He aprendido, por las malas, que es importante ser puntual.

Estaba contenta de estar bien acompañada y de que ellos, que conocían bien la zona, pudieran guiarme.

Cenaríamos en el famoso restaurante La Coupole, en el Boulevard Montparnasse, famoso por su entrecot y un excelente vino tinto.

Saborearía las ostras con el aperitivo y haría innumerables fotos para recordar el evento, se las enseñaría a Stefania, a mi madre, a mi padre, a mis primas… Sería su princesa parisina que cenó en un famoso restaurante francés en compañía de personas que viajaban, que conocían el mundo y residían en hoteles lujosos, y yo estaba allí, formando parte de aquel sueño hecho realidad.

Se me ocurrió no ser perfectamente puntual a la cita en la recepción del hotel, porque «una señora siempre debe hacerse de rogar», al menos por mi parte.

Aprendí que «una compañera» no puede hacerlo, porque puntualidad significa «como máximo se permiten cinco minutos de retraso».

Cené sola en el bar del hotel, que solo servía sándwiches gratinados: cogí un croque monsieur de jamón serrano y una divina soupe d’oignons, vulgarmente llamada «sopa de cebolla». Allí todo era distinto, hasta la sopa.

No estaba acostumbrada a comer sola y casi me muero de la vergüenza; escondí mi sofoco tras un libro de Hemingway, abierto al lado del plato, y tenía el teléfono en la mano. Las mesas eran típicas, pequeñas y próximas las unas de las otras. A mi lado tenía a una señora elegante con el pelo recogido y vestida con un traje de Chanel.

A la mañana siguiente, después de visitar la Torre Eiffel, dar una vuelta rapidísima por el Arco del Triunfo y las centelleantes vitrinas de los Campos Elíseos, comí apresuradamente en el famoso Relais de Venice de Porte Maillot, Rue Pereire, y no me privé de pasarme por el respetado peluquero Carita, experto en cambios de estilo, que te cortaba el pelo tras estudiar tus facciones y adaptaba el corte al rostro.

Me lo recomendó una admirable compañera «que entiende del tema» y que llevaba un corte fantástico, a la que me encontré transitando por el aeropuerto.

Nunca se deben seguir a ciegas los consejos de las compañeras.

Con un flequillo horrible por encima de las cejas y la cuenta bancaria temblando (menos mal que llevaba la tarjeta de crédito y que el champán y los canapés de salmón fueron un obsequio del peluquero), regresé al hotel con el tiempo justo para ponerme el uniforme, intentar disimular el flequillo con gomina y tratar de cerrar la maleta que, quién sabe por qué oscuro motivo, a mi regreso parecía no tener la misma capacidad que a mi llegada, y ningún vuelo era la excepción.

En esta ocasión, la falta de espacio se debía a un sombrero de estilo retro de ala ancha circular plisada que, aunque estaba convencida de que jamás me pondría, me hizo soñar, así que no pude resistirme y me lo compré tras verlo en el mercadillo de Saint-Ouen.

Una compañera de aquel vuelo me contó que, durante la parada, había estado, en los grandes almacenes Lafayette, en una tienda en Rue du Bac, donde puedes encontrar desde sillones de P. Starck hasta linternas tan voluminosas como una tarjeta telefónica, pasando por los bolsos de compras más extravagantes y un armario hecho con cuerdas y botones. Tomé nota: yo también iría la próxima vez.

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