LA vida en la cornisa
LA vida en la cornisa
inés fernández moreno
Dirección editorial: Gastón Levin / Silvia Itkin
Diseño de tapa e interior: Donagh / Matulich,
sobre diseño de colección Estudio ZkySky
© Inés Fernández Moreno, 2020
© Obloshka, 2020
ISBN: 978-987-47529-2-5
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial
de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.
Fernández Moreno, InésLa vida en la cornisa / Inés Fernández Moreno. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Obloshka, 2020.176 p. ; 20 x 14 cm.ISBN 978-987-47529-2-51. Literatura Argentina. I. Título.CDD A860 |
Prólogo
Otra vez en la cornisa
Escribí estos cuentos entre mediados de los 80 y principios de los 90. Recuerdo que en el 84 le mandé a mi viejo uno de mis primeros intentos. Me contestó —muy poco antes de su muerte en París, en 1985— con una de las cartas más queridas que conservo de él. Alguna barrera familiar se habrá levantado entonces y, poco después, me puse en contacto con Sylvia Iparraguirre y Abelardo Castillo para trabajar con su grupo. La mayoría de estos cuentos surgieron al calor de aquel apasionado taller.
Después de tantas vueltas vocacionales, yo acababa de descubrir que podía escribir. Escribir literariamente, digo, porque hacía ya muchos años que lo hacía para el mundo publicitario y el marketing. Estaba perpleja y bastante eufórica por la novedad. Así, pronto se armó La vida en la cornisa, editado en 1993 por el sello Emecé. Ahora que Obloshka me propone reeditarlo, vuelvo a enfrentarme con estos primeros cuentos. Hoy no podría escribir así, pienso, sin el oficio adquirido, con esa libertad de quien todavía no especula. Algunos me siguen gustando mucho, en particular aquellos más estrechamente vinculados con mi propia experiencia vital. Otros, los veo más como ejercicios interesantes. O están trabajados con recursos que hoy descartaría. En aquel entonces un crítico dijo que se notaba en ellos una preocupación por “el artefacto” cuento. Tenía razón. Todavía hoy me preocupa el artefacto, aunque de otras maneras.
En suma, pasaron más de treinta años. La pregunta que me hice entonces fue: ¿cómo se corrigen cuentos escritos tantos años atrás?, ¿se corrigen? Empecé tachando y reorganizando un poco, después metiéndome en honduras y entendí pronto que aquel no era el camino. Que no se podía incluir la mirada de hoy en la mirada de ayer. Así que terminé dando marcha atrás: esa era yo entonces y así escribía. Por lo tanto, me limité a correcciones menores, adverbios, repeticiones y cosas así. En todos me miro hoy con algo de ternura, leo en ellos el entusiasmo y el desparpajo de los comienzos, dones tan escurridizos a medida que pasan los años y la vida nos va limando. Pero más allá de estos sentimientos personales y sus disquisiciones, confío todavía en ellos. Por eso esta reedición. Y por la iniciativa de Silvia Itkin y Gastón Levin que dirigen con valentía este nuevo emprendimiento literario. A ellos, desde ya, les quedo muy agradecida.
Dios lo bendiga
“Estimado pasajero, somos siete hermanitos. Mi mamá trabaja pero no alcanza. Ayude con lo que pueda. Dios lo bendiga”.
El señor D’Angeli sacó sin vacilación su cartera del bolsillo y le dio un billete al chico. Estaba en un día par. Como hombre sistemático que era, había decidido imponerse una norma que resolviera limpiamente sus problemas de conciencia. Accedía a todos los pedidos los días pares. Los días impares cerraba su corazón y leía el diario con total indiferencia, sin preocuparse siquiera porque no se volaran los mensajes de papel que quedaban sobre sus rodillas, o sobre su attaché, en equilibrio inestable.
Cuando subió la señora con el bebé en brazos, plegó el diario y se dispuso a escucharla. La mujer se paró en el extremo del vagón y recitó con voz doliente: “Señores pasajeros, mi marido hace más de un año que está sin trabajo. Yo tengo al más chiquito enfermo y no puedo salir a lavar la ropa. Por favor, ayúdeme, aunque sea con una monedita, Dios se lo va a agradecer”.
El señor D’Angeli sacó dos billetes de su cartera y los dobló en cuatro para dárselos a la mujer cuando pasara a su lado. Apenas reabrió el diario en la página de deportes, empezó a oír la armónica desafinada del ciego que avanzaba bamboleante a lo largo del vagón. Cuando lo tuvo cerca, le introdujo un billete en el bolsillo y le dio un empujoncito amistoso para guiarlo nuevamente hacia el centro del pasillo. Dos estaciones después, ya había comprado una guía completa de los colectivos de la ciudad, cinco chocolatines al precio de uno y un señalador japonés destinado a ayudar a los discapacitados.
Entonces entró al vagón una pareja con cinco chicos. Llevaban un changuito desvencijado, un carrito de bebé, varias mochilas y algunos paquetes de papel madera atados con hilo sisal. Después de acomodarse en círculo, desplegaron entre todos un cartel que decía: “Estimados pasajeros, tengan ustedes muy buenos días. Hace un mes que estamos en la calle. Fuimos desalojados del inquilinato donde vivíamos porque van a construir allí un hotel internacional. Los dos trabajamos pero no nos alcanza para pagar un techo decente. Por favor, sea solidario. Ayúdenos”.
El señor D’Angeli les alcanzó varios billetes y también una de sus tarjetas personales donde anotó el teléfono y la dirección de un abogado amigo que se especializaba en desalojos.
A pesar de que el vagón ya estaba bastante lleno, un hombre de corbata finita, con cara de oficinista desesperado, conseguía abrirse paso entre la gente y dejar sobre sus rodillas una hoja tamaño oficio, tipeada a máquina, donde podía leerse: “Señores pasajeros: gracias a Dios tengo trabajo. Soy empleado de una repartición oficial y hago doble turno para conseguir dinero extra. Soy casado y tengo una hijita en edad escolar. Vivimos en un modesto departamento de un ambiente que alquilamos con mucho sacrificio. Pero, aunque mi mujer colabora tejiendo suéteres para afuera, el dinero no nos alcanza. Debemos seis meses de expensas. El consorcio nos amenaza. Para cubrir esta deuda es que estoy pidiendo colaboración. Le agradeceré su aporte, por mínimo que sea, con todo el corazón”.
El señor D’Angeli comprobó que se había quedado con poco efectivo. Sacó entonces su chequera y extendió un cheque al portador por una suma significativa. Se lo entregó al hombre, recomendándole que lo cobrara solo cuarenta y ocho horas más tarde.
Pocos minutos después, un señor que viajaba a su lado y en el que había notado un evidente nerviosismo durante todo el trayecto, abrió su maletín con un suspiro. Junto al estetoscopio, había un grueso fajo de recetas que empezó a repartir entre los pasajeros. Bajo el rótulo con su nombre y su número de matrícula médica, se leía: “Señores: hace treinta años que ejerzo la medicina como Dios manda, honestamente. Siempre he creído en el profundo contenido humano de la profesión médica. Es por eso que, lejos de cultivar una clientela particular, he seguido la carrera hospitalaria. Nuestra economía enferma me lleva hoy a pedirles colaboración. Es un último recurso para no verme obligado a abandonar el hospital ni los enfermos que allí atiendo. Piense que mañana usted puede ser uno de ellos. No sea indiferente a este pedido”.
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