A. LA REVOLUCIÓN FRANCESA DESDE LA CRÍTICA BURKEANA
La naturaleza con un invierno nefasto, las circunstancia de la realeza con un rey impúber, la fractura ya añeja de las estructuras feudales, una Ilustración muy intelectual y menos instrumental (frente a la Ilustración inglesa), hacen del escenario francés en París, un nido de víboras ajenas a un tejido institucional para el debate por el poder político: el camino de la sangre habría de marcar el camino del poder. No fue esa la historia de la revolución en el mundo británico de 1688, cuyo Parlamento cobijó a la burguesía en un proceso complejo, emergente desde los tiempos de la Carta Magna. Los procesos de gestación de las primeras estructuras capitalistas en Inglaterra gestaron leyes tendientes a construir un mecanismo jurídico entre la monarquía, la burguesía y muy pronto incluso para el pueblo. Por el contrario, en Francia, ni la economía ni la política habían logrado la madurez ni de la razón hecha industria ni de la razón vertida en pacto jurídico, su momento histórico no era comparable a la madurez británica en estos ámbitos. En palabras de Burke: Os pusisteis a comerciar sin tener previamente un capital (2003, p. 72).
Algunos críticos como ( Macpherson, 1980, p. 16) rescatan a Burke de la aparente contradicción en su postura frente a las revoluciones en Francia y en América. Burke, en cuanto a la segunda, rechaza el rigor e injusticia como la corona inglesa trata con impuestos e imposiciones a los colonos en América. Su postura en torno a la necesidad de establecer el libre comercio con Irlanda, a favor de la independencia en América, y por una regulación del gobierno británico en la India en favor de los nativos, hace pensar en una contradicción en relación con su postura frente a la revolución francesa. En esta última, Burke ve un atropello a las tradiciones, no encuentra un ejercicio del derecho consuetudinario como apoyo; mientras en los casos mencionados, las tradiciones abren el camino a la historia. Cuando visita París en 1773, conoce a la Delfina 7y entabla contacto con los enciclopedistas, su visita le convence aún más de su posición crítica frente a algunos cambios revolucionarios destructores de las instituciones.
Pero la versión que ve en Burke un adepto del derecho natural es tan insatisfactoria como la versión utilitarista liberal. Ambas son incompletas. Ninguna de ellas resuelve –en verdad, ninguna de ellas ve– la aparente incoherencia entre el Burke tradicionalista y el Burke burgués liberal. ¿Cómo puede el mismo hombre ser el defensor de un orden jerárquico y el proponente de una sociedad de mercado? ( Macpherson, 1980, p. 16).
Una figura especial como Emmanuel Joseph Sieyès (1748-1836), conocido como el Abate Sieyès, nos permite una referencia de lujo entre las circunstancias que incubaron los hechos y el curso de los mismos, una vez la rueda del destino y la fortuna avasallaron los juicios racionales en medio del tumulto, para ilustrar justamente el temor de Burke ante los sucesos de 1789.
Desearía que no estuvieran ustedes deslizándose rápidamente, y por el camino más corto, hacia esa horrible y lamentable situación. Ya empieza a verse la pobreza de ideas, la tosquedad y vulgaridad en todos los procedimientos de la Asamblea y de quienes la adoctrinan. Su libertad no es liberal. Su ciencia es ignorancia presuntuosa. Su sentido humanitario es salvaje y brutal ( Burke, 2003, p.132).
Desde sus libros Ensayo sobre los privilegios (1788) y sobre todo en ¿Qué es el Tercer Estado? (1789), Sieyès contribuye con razones a la hoguera de la revolución; no obstante un vez el control desbordó lo imaginable, el Abate Sieyès, hombre de iglesia aunque sin fuertes convicciones ni dogmatismos, desaparece de la escena ante la ola de terror que brotó desde el pueblo, guiados por líderes de momento, quienes se sucedieron, emergieron al mando tan rápido como cayeron bajo el verdugo. Los revolucionarios perfeccionaron la guillotina con ayuda de los conocimientos de los ingenieros como mecanismo refinado para eliminar a miles de nobles tan solo en París, pero pronto caerían bajo su mismo filo como consecuencia de rumores en un tejido social ajeno al rigor de instituciones robustas en el Estado.
Oigo que algunas veces se dice en Francia que lo que allí se hace entre ustedes, se hace siguiendo el ejemplo de Inglaterra. Pero yo me permito afirmar que casi nada de lo que se ha hecho entre ustedes se ha originado entre prácticas y opiniones prevalecientes en nuestro pueblo, ni en el espíritu ni en el procedimiento ( Burke, 2003, p. 144).
Francia era gobernada bajo la figura de los Estados Generales, estructura de poder nombrada como el Antiguo Régimen (feudal) por parte de los revolucionarios. El Tercer Estado era el pueblo, constituido por el 97% de la población, mientras la nobleza y el clero ostentaban el poder, a pesar de representar apenas el 3% restante. En los primero días de la revolución, Sieyès contribuye a transformar el Tercer Estado en la Asamblea Nacional (constituida por el pueblo, con invitación a los otros dos Estados Generales, en aras de constituir una Asamblea Nacional Constituyente), camino de construir una Constitución en 1791, entre telones se escribía la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano , ratificada por el rey Luis XVI el 5 de octubre, bajo la presión de la Asamblea y el pueblo.
Maximilien Robespierre, Georges-Jacques Danton, Jean Paul Marat 8son una postal de los hechos: entre estos tres personajes podemos hacer una pintura sucinta del modo como los acontecimientos fueron cambiando de la euforia de la revuelta, a las arremetidas desde otros reinos deseosos de restaurar la monarquía francesa, a las contradicciones internas entre los asambleístas en medio de celos y traiciones personales, sin dejar de ocultar, incluso, la inexperiencia en el tema del funcionamiento del Estado, hasta la oleada de asesinatos en masa tan solo por estar en una lista de sospechosos contrarrevolucionarios. Se habla de 50.000 durante el período conocido como el terror (desde septiembre de 1793 a la primavera de 1794), las ejecuciones pretendían desarrollar una “justicia” rápida y efectiva en palabras de Robespierre. En París se ejecutaron casi 3.000 personas, la cifra de nobles asciende aproximadamente a 2.000 en todo el país. Una vez puesta en marcha la rueda de la revolución, Burke ve carencia de experiencia y estructura institucional, entonces los intereses grupales e individuales afloran, se ocupan en destruir el legado histórico y de este modo terminan aniquilándose unos a otros.
Es empresa harto delicada examinar la causa de los desórdenes públicos. Si acaece que un hombre fracasa en tal investigación, se le tachará de débil y visionario, si toca el verdadero agravio, existe el peligro de que roce a personas de peso e importancia, que se sentirán más bien exasperadas por el descubrimiento de sus errores que agradecidas porque se les presenta ocasión de corregirlos. Si se ve obligado a censurar a los favoritos del pueblo, se le considerará instrumento del poder; si censura a quienes lo ejercen dirán de él que es un instrumento de facción. Pero hay que arriesgar algo siempre que se ejercita un deber ( Burke, 1997, p. 5).
Tras los hechos de la Bastilla se convoca a la Asamblea Nacional. Pronto las facciones salen a la luz, sobresalen grupos como los girondinos (provincia de Gironda, del sur) y los jacobinos (convento de los jacobinos). Los primeros, moderados y vinculados con empresarios, buscaban salidas a la construcción de una república con la nobleza; los segundos, radicales, eran conformados por gente de diversos oficios, recibieron en los primeros meses un fuerte respaldo del pueblo. Otro grupo, los sans-culottes , literalmente significa los sin calzones, jugaron un papel importante durante la toma de la Bastilla en 1789 y luego en el asalto al Palacio de las Tullerías de 1792; no obstante, nunca constituyeron un partido político y una vez consolidada la burguesía en grupos de poder como los girondinos y los jacobinos, los sans-culottes se diluyen como fuerza decisoria.
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