Santiago Lorenzo - Los asquerosos

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Manuel acuchilla a un policía antidisturbios que quería pegarle. Huye. Se esconde en una aldea abandonada. Sobrevive de libros Austral, vegetales de los alrededores, una pequeña compra en el Lidl que le envía su tío. Y se da cuenta de que cuanto menos tiene, menos necesita. Un thriller estático, una versión de Robinson Crusoe ambientada en la España vacía, una redefinición del concepto «austeridad». Una historia que nos hace plantearnos si los únicos sanos son los que saben que esta sociedad está enferma. Santiago Lorenzo ha escrito su novela más rabiosamente política, lírica y hermosa. «Una de las novelas más fantásticas y divertidas, al mismo tiempo enraizadas en lo que nos afecta como ciudadanos, que he leído» Agustín Fernández Mallo

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Eran cien libros encuadernados en rústica, qué gracia mala a cuenta de lo agreste del entorno. Por lo que Manuel me contó, se trataba de volúmenes de la editorial Austral, los de colores según género (verdes para ensayo, azules para novela, grises para los clásicos, etc.). Yacían alineados sobre el suelo, con la humedad de la gotera lamiéndoles los pies. No tenían pinta de ser comprados. Desde luego, la psicodecorativa de la casa no proclamaba hábitos de lectura muy asentados en los antiguos moradores.

Serían el premio indeseado que les tocó en un concurso de la radio, o el fardo de celulosa que les vendió un trapero, o la especie en la que se les pagó, en última instancia y a falta de líquido, un producto o servicio, y que hubieron de aceptar a regañadientes a falta de mejor recompensa. O lo que salió de un contenedor caído de un mercancías, o lo que se robó alguien del tráiler de un camión. Lo claro era que el dueño, los libros ni los abrió, porque no presentaban ni puta la mácula.

Tras la primera inspección, Manuel volvió abajo. Notó en la pituitaria la pastilla de polvo y edad que se queda tras respirar entre vejedades. Abrió aquellas ventanas y aquellos contrafuertes cuyos herrajes no se empecinaron en permanecer cerrados. Salió al patio que había visto desde el sobrado.

Era un recinto de tierra baldía, de veinte por veinte pasos y con cancela a la calle trasera. Lo acotaba un murete de sillarejo, aumentado en altura hasta los dos metros y medio por un vallado de jardín del siglo pasado, a base de malla metálica y cañizo. En una esquina del cuadrado se mantenía en pie un cobertizo de techo de uralita donde Manuel podría esconder el coche. Por allí menudeaban ladrillos viejos en pila, estacas de madera, varas de plástico, ferralla, algunas herramientas jorobadas y un muestrario de trastos que Manuel no supo denominar («una especie de cubo, una especie de lona, una especie de cosa»). A un lado resistía un triste tendedero. La vegetación que pervivía, a calvas, era toda de mala hierba. Con una excepción. A modo de dosel, sobre la puerta que comunicaba casa y terreno, crecía una parra de dos guías. Sus uvas aún estaban ácidas.

Manuel comprobó que la cancela trasera no tenía candado, y que se abría con la mano. Volvió a por el coche y lo escondió en el cobertizo. El depósito de gasolina estaba en la reserva. Lo cual incidía directamente en nuestra conectividad. Que su móvil ahora, a los efectos, funcionaba a base de fuel como si fuera un tractor.

Tomó el bolsón de rafia azul y volvió a la casa. Al entrar notó que los vanos abiertos y la ventilación a chorro habían transformado el entorno: el campo extramuros, tras un rato de invasión, había metido dentro un aire limpio como el de un laboratorio. Un aire que lavaba, porque parecía mojar sin humedad y que traía el sabor dulce de lo que es nuevo.

Por supuesto, la casa no disponía de agua corriente ni de luz eléctrica.

Se dirigió a la cocina. Sacó del bolsón amigo un cartón de leche y un café de sobre. Pretendió encender la lumbre a base de quemar inmundicias recogidas por el suelo. No lo logró. Se preparó el café en frío. Lo tomó pensando que, por verlo por la parte buena, en el campo no se cruzaría con ratas grises, cucarachas ni piojos. Bichos vinculados a las concentraciones humanas y que le ponían los pelos de punta.

A las cuatro le llamé. Me contó todo lo que acabo de referir, como haría siempre a partir de entonces. Subió al sobrado, eligió un libro de Austral y se lo echó al bolsillo. Bajó de nuevo y se sentó a leerlo en el suelo del salón, al cobijo del mueblazo mural. Al caer la noche se tendió en la alta cama del primer piso. La colcha de ganchillo, tan vieja, daba un poco de asco. Cuando de madrugada arreció el fresco, sin embargo, Manuel se agarró a ella como si la acabara de estrenar.

Pasó los dos días siguientes examinando el entorno, comiendo las provisiones que se llevó en el bolsón y, sobre todo, rastreando señas humanas que evitar. Yo siempre le preguntaba lo mismo: que si se había topado con alguien, o con los indicios de su amenaza. Nada. Nadie. A medida que Manuel me confirmaba que había caído en medio de la deshabitación galopante de la que hablaban los sociólogos y los periodistas, yo le insistía en que permaneciera allí, a seguro. Dentro de que no estaba a buen recaudo en ningún sitio, la aldea hueca parecía refugio menos boñiga que cualquier otro. Le argumenté que si en verano no había gente en el pueblo, entonces no la habría nunca. Se le notaba dudar a través del teléfono, expresando sus ganas de seguir camino. Pero él me veía muy asustado, porque había razones para ello, y al final triunfó el buen seso.

Al tercer día se decidió a pasar allí un cuarto, con la vista puesta en un quinto y sin descartar un sexto que enlazar con un séptimo. Le quedaban víveres para llegar a un octavo y móvil para otro ciclo como este, siendo optimistas. Después de eso, si no solucionábamos los problemas de pertrechos y batería ya nos podíamos ir a cardar ingles. Que los abastos y la energía no iban a caer del cielo.

Yo llevaba tres días con pánico a abrir la prensa. Un terror al que debería acabar haciendo frente porque necesitaba noticias para saber a qué atenernos. Al fin vencí el miedo y encendí el ordenador. La protesta se había saldado con un balance de cuatro policías aquejados de lesiones leves. Era un alivio, en cierto modo.

Más abajo, sin embargo, se informaba de que un quinto agente había resultado herido de gravedad. A tenor de la redacción del texto, los daños eran muy considerables. Manuel estaba nadando en una bañera de brea.

Preferí no contarle lo que acababa de leer. El que él lo supiera no ayudaba en nada a su tapadura. La perjudicaba, de hecho, en un momento en el que los dos debíamos mantener la cabeza en su sitio. Que a saber qué sitio era ese.

6

De la vida en despoblado, Manuel sabía lo mismo que de remendar telarañas: nada. De solucionar problemas cotidianos, sin embargo, sabía mucho. Salía ganando.

A las afueras de Zarzahuriel había una fuente. Como él me contó, echaba una soguita de líquido por un tubo de latón. Me pareció muy raro que siguiera surtiendo en aldea vacía. Pero buscando y preguntando me encontré con que hay caños de los que no mana el agua desviada al efecto para su traída. Sino la que corre bajo sí, porque están erigidos en el curso natural de la vena hídrica (habitualmente subterránea). Podían haber taponado la fuente tras la marcha del último habitante de Zarzahuriel, pero el agua habría seguido fluyendo por la misma vía de igual forma (acaso creando problemas de anegación). Así que nadie se había tomado la molestia de ir a cortarla.

El caudal no era mucho, de a dos litros por minuto, pero a Manuel le sobraba tiempo para que el chorrito le llenara una botella que se llevó de Madrid. Decía que el agua era tan rica que se le notaba la excelencia al tacto de la mano puesta bajo el pitorro. Se aseaba allí mismo, como si fuera su pila callejera, y entonces la prueba del contacto con la piel ganaba campo de ensayo.

Salió a por leña desde el primer o el segundo día. El tiempo del verano era templado, pero siempre había algo que calentar en la lumbre. Vació del todo el bolsón de rafia con el que salió zumbando de mi casa y comenzó por dirigirse a una de las manchas de bosque que rodeaban Zarzahuriel, siempre evitando pistas de la red viaria y caminos marcados. Iba riéndose, porque lo de coger leña por la foresta le sonaba a cuentos infantiles de mucha moraleja.

Leí en Internet que por la zona crecían fresnos, sobre todo, robles y algo de pino, que se debió de explotar mientras hubo quién. Encontró bastante madera por el suelo, la que nadie recogió tras años de desgajarse por el peso de la nieve, el viento soplando y la muerte natural. Esta leña delgada fue el calostro de su calor. Reseca, pesaba poco, y se podía cortar con el pie pisándola y haciendo palanca. Más adelante empezó a llevarse tronchos de más entidad, más sustanciosos pero no tan abundantes a ras de suelo.

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