Miguel Aguerralde - Todo aquello que nunca te dije

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Se hace extraño regresar a donde una vez fuiste feliz. Volver a pisar las calles que solían oírte reír antes de que todo se nublara. Yo he decidido volver a Playa Blanca, una ver todo ha terminado, pero me cuesta sentirme en casa en lugar de como un extraño. Cuesta tanto como intentar escribir sin errar una y otra vez las teclas, ahora que no escucho su respiración dormida a mi lado. Dudo que nada decente pueda salir de estos dedos anquilosados, porque por más que intento pasar página lo único que se me ocurre escribir es su nombre. Sergio es uno de mis mejores alumnos –doy clase de literatura en el Instituto de Yaiza– y me está animando a empezar un blog, un diario virtual en el que volcar mis sentimientos y quizá retomar la escritura. Quizá tenga razón, volver a teclear parece sentarme bien, aunque no tenga mucho aún que contar.
O tal vez sí que lo tengo. #Todoaquelloquenuncatedije

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BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Sábado 6 de octubre. Noche.

Bendito fin de semana. Odio despertarme tarde los sábados y no poder aprovechar la mañana, pero en días como éste lo único que se puede hacer es dejar que el cuerpo y la mente recuperen sus biorritmos lógicos. Aterricé sobre la cama en algún momento cercano al amanecer, todavía con los dedos y la voz llenos de letras confusas, y soñé con la mujer de negro y soñé con Desireé. Una y otra colapsaban mi pensamiento, se alternaban, se superponían, se fundían en una. Al despertar me entregué a la ducha tibia con intención de darle sentido al caos que gobernaba mi mente y cuyo centro no era otro que la mujer de enigmáticos ojos negros y una letra D colgada del cuello. ¿Quién era? Seguramente jamás lo supiera. Pero, ¿quién podría ser?

No conseguía dejar de pensar en ella. Su sonrisa me acompañó durante horas en mi casa, vino conmigo a lavar el coche y también al supermercado, jugaba dentro de mí mientras yo almorzaba con Luján en un restaurante en Las Breñas y al llegar a casa tuve que sentarme al ordenador para dejarla salir. Abrí el editor y una hoja sin nombre anoté algunas de las ideas recurrentes que me habían rondado toda la mañana. Detalles sobre su pelo, su piel, su aspecto arrebatador, pero también nociones sobre su manera de comportarse, el carácter impreso en sus ojos tan negros y el modo en que usaba el lenguaje corporal para adelantar palabras. Escribí todo lo que me había sugerido en los escasos encuentros con ella y grabé el archivo más relajado. La mujer de negro no tenía aún historia ni nombre, pero ya era mía.

A continuación saqué a la terraza el portátil, la carpeta de textos de los alumnos del instituto y una botella de vino blanco que dispuse también sobre la mesa sin necesidad de vaso. Apuré el primer trago ojeando aquellos relatos, algunos más pulcros, otros irremediablemente prescindibles, que mostraban una irregularidad y una falta de hábito narrativo evidente. Tenía mucho que trabajar con esos chicos y esas chicas si quería que al terminar el curso fueran capaces de expresarse correctamente y con cierta creatividad por escrito.

Me hubiera gustado leer el diario de Sergio Romero, pero no quiere mostrármelo hasta tenerlo acabado y ha activado el acceso restringido a su blog. Tendré que esperar, aunque me pregunté si, como tal vez acababa de hacer yo, ya había resuelto sus dudas para extraer de la crónica del día a día algo parecido a una novela.

Me llamaron la atención especialmente los textos de Nadia Pérez. Caray, diecisiete años y cómo escribía poesía. Porque, ojo, escribir poesía no va de rimar y ensalzar el amor o recrear la tristeza. Escribir poesía, escribirla bien, es dominar la pasión, es buscar la belleza, es ser sensible y permeable, es entender e interpretar lo que nos rodea, es sufrir, por tanto, y ser capaz de transmitir todo eso a un lector ajeno. Yo jamás me hubiera atrevido con la poesía pero esta chica tan joven la abordaba de un modo natural y fresco, delicioso, abrigada con la inocencia y la pulcritud de una versadora adolescente.

Otros trabajos no estaban mal, muchos mostraban cierta habilidad, la eficacia mínima para la elaboración correcta de textos, pero les faltaba el talento o el recorrido emocional suficiente para convertirlos en algo especial. Al terminar las correcciones regresé al ordenador y recuperé el archivo en el que había estado garabateando ideas acerca de la misteriosa corredora. Permanecí unos minutos observando el cursor aparecer y desaparecer como si me saludara, como si me animara. Apoyé los dedos sobre el teclado y… nada.

Vuelve al origen, me dije. Ve al principio. Llevaba tantos meses sin hilar un argumento, ni siquiera para un cuento corto, que quizá lo más adecuado, para comenzar, sería empezar de cero. Y el kilómetro cero de un escritor de ficción suelen ser el suspense y el miedo. Olvidado por las musas, como ya se había convertido en habitual, me acomodé en el sofá para empaparme de intriga y sensualidad con mi colección de películas de Alfred Hitchcock. Puse en el reproductor mi favorita de todas ellas. Marion Crane todavía seguía viva cuando me quedé frito.

De hecho, horas después desperté envuelto en sudor. Debía ser bien entrada la madrugada. De nuevo la ansiedad, el miedo, el rostro de Desireé que me decía adiós, su última mirada al marcharse. Angustiado e incapaz de calmarme, volví a vestirme de corto para salir a entrenar, a medias con la intención de recuperar la paz interior, a medias con la esperanza de volver a la mujer sin nombre. Así que fui a correr, sin pensar, sin hacer planes. Sólo por el placer de ser absorbido por la luna marinera. Sólo para olvidar las ganas de seguir llorando.

Me empapé de silencio y soledad hasta que mis rodillas flaquearon y los pulmones me advirtieron de que la marcha de más no había sido necesaria. Me senté como tantas noches en el bordillo del paseo marítimo para recuperar el resuello, y dejé que mis piernas fundidas colgaran del otro lado. Regresé por un instante a los ocho años, cuando sentarme así era lo habitual en las tardes de luchada junto al mar. Contemplé el vaivén silencioso de un oleaje invadido por la pereza y minutos después decidí evitar la pulmonía y regresar a casa. Necesitaba apagarme y descansar.

Al llegar a la altura de la iglesia me paré y agucé el oído. Era una hora parecida a la de las ocasiones anteriores, pero en esta ocasión nadie llegó corriendo desde la acera de enfrente. Sin embargo, como surgido de la nada, comencé a escuchar un murmullo de música y voces inapropiado a esas horas de la madrugada. Un bullicio que parecía escapar por la puerta entreabierta de algún club. Crucé la calle y me interné en los corredores sombríos del bulevar, cegado por la curiosidad. La penumbra apenas me dejaba ver por dónde andaba y el olor a sudor y alcohol era tan intenso que mi corazón se aceleró como si estuviera haciendo algo ilegal.

En uno de los rincones de aquel laberinto de calles estrechas y escaleras empinadas encontré el local del que brotaba la música. Me sorprendió la cantidad de gente bien vestida que hacía cola delante de la puerta del club. Una entrada gestionada por un enorme portero de raza negra cuya expresión no invitaba a llevarle la contraria.

El nombre del club no me sonaba de nada, jamás había oído hablar de él. Lo leí en un letrero negro de neón encima de la puerta. Un sobrio rótulo luminoso en el que destacaba la silueta de un gato de orejas puntiagudas y rabo especialmente largo que enredaba entre las letras que daban nombre al local:

LE CHAT NOIR

CAPÍTULO 22

LA DAMA DE LE CHAT NOIR. CAPÍTULO 1.

La puerta del local era de estas recubiertas de terciopelo negro que pesan como si llevaran un muerto empalado en su interior. Era tarde, demasiado como para que tipos corrientes y rutinarios como yo entraran en ese tipo de clubes, pero quién lo era hoy en día. Por eso decidí entrar, y un pasillo acolchado, también tapizado de negro pero decorado con viejas fotografías de escenas de jazz, me dirigió hasta una sala redonda que hedía a humo, a alcohol barato y a sudor caro. Me ajusté la americana gris y la corbata roja y me deslicé entre las mesas, tamborileando con mis dedos sobre ellas al ritmo de la música, hasta sentarme en un taburete solitario pegado a la barra. En el escenario, un trompetista negro y un bajista blanco jugueteaban con piezas de Miles y de Baker con el gusto del que sólo ha nacido para ello y disfruta haciéndolo. Pedí una copa al tipo tatuado tras el mostrador y me sorprendí cuando al terminar la interpretación del dúo las luces del club se apagaron de golpe. El silencio absoluto se había adueñado de la sala, parecía un lugar irreal.

Antes de que volvieran a encenderse las luces comenzaron a sonar los toques de un bajo y el repicar rítmico y pausado de un charles de batería. Entonces una voz de mujer, tan sensual como una caricia de seda en la piel, acarició las primeras sílabas del «Blue Velvet» de Bobby Vinton como en aquella vieja película de David Lynch. A ritmo muy lento, como si cada verso no fuera a llegar al final, la voz desmigó a media luz la primera estrofa. Con el segundo verso regresó la claridad, la melodía cobró su viveza habitual y por primera vez pude distinguir a la mujer que cantaba.

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