Poco después entró en el salón mi madre, recién llegada de la gestoría en la que trabajaba, lo que me indicó que llevaba más tiempo del que pensaba haciendo el vago en el sillón. Seguro que ella me iba a decir algo al respecto. Mamá no solía quedarse muchas tardes en la oficina, no era ella de regalar tiempo a la empresa, y si le tocaba trabajar fuera de horario evitaba de alguna manera eternizarse al ordenador. Era una mujer resuelta y práctica, con un espíritu joven a pesar de lo que indicara el DNI, y sabía mantenerse activa y en forma como manera de recuperar el tiempo perdido en un matrimonio del que ahora se arrepentía.
La separación le había sentado mucho mejor a ella que a mi padre, de eso no cabía duda. Todavía seguían trabajando juntos, la gestoría era un negocio de los dos, pero mientras él se enredaba en laberintos de papeles, cifras y chupitos de ron aguado a escondidas, mi madre sacaba el trabajo al día, había recuperado la seguridad y confianza en sí misma, seguía sus dietas, iba al gimnasio, salía con sus amistades y estaba más atractiva que nunca.
Percibí su perfume desde antes de que se acercara al sillón, y sentí sus rizos decolorados acariciar mi mejilla antes de que culminara un beso en mi frente. Su pelo olía a champú afrutado.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó. Me quitó el bloc de las manos y lo ojeó con un interés que por exagerado se demostraba incierto. Es muy de exagerar, mi madre—. No sé cómo puedes entender tu propia letra.
—Ahí está la clave —le contesté—, en que no la entiendo.
Me miró derrotada como si se supiera incapaz de descifrar mi galimatías ni tampoco pretendiera hacerlo.
—Voy a ir al gym. ¿Tienes deberes que hacer?
—¿Deberes? —le pregunté. Mi madre va tan acelerada que veces olvida que su hijo estaba más cerca de la universidad que de los parques de bolas.
—Bueno, ya sabes, lo que sea que hagas.
—En realidad no hago nada —protesté, con desánimo.
Mi madre torció el gesto y se alejó hacia la cocina.
—Oh, ya lo veo venir —me dijo—. Mira, tengo que irme, subo a cambiarme. Tienes cena en la nevera, para cuando se te pase la enésima depresión del artista.
—¿Depresión del artista?
—Sí, seguro que hay una palabra francesa para eso —se echó a reír, exagerada y risueña, como es ella, dueña de una desenfadada segunda juventud, y comenzó a subir la escalera hacia su dormitorio.
—Yo no tengo depresión —protesté, en voz alta para que me oyera—. El problema es que no sé sobre qué escribir.
—¡Pero si lo tienes muy fácil! —me contestó desde arriba—. ¡Escribe sobre mí!
—Sí, mamá, claro.
Descendió las escaleras y se asomó al salón sin pantalones y desabrochándose la blusa, con el pelo suelto alborotado y descalza.
—¿Insinúas que mi vida no es interesante?
—Anda, mamá, sube a terminar de vestirte —le contesté con desgana y exagerando el gesto de taparme los ojos con la mano. Ella me hizo caso entre risas—. Empiezo a pensar que no sirvo. Incluso he ido a hablar con mi profesor de literatura y tampoco me ha resuelto nada.
—¿Un profesor de literatura no ha podido ayudarte a escribir? —me preguntó desde el cuarto de baño.
—Profesor y escritor profesional —le contesté—. Seguro que sabes quién es. Tienes alguno de sus libros. Se llama Bruno Santana.
Escuché cómo mi madre terminaba de acicalarse en el aseo y poco después regresó al salón ya embutida en mayas y calentadores, trabajándose una cola de caballo sobre la coronilla.
—¿Bruno Santana? —repitió—. ¿Sabes que ese chico estudió conmigo?
—Chico… Bueno.
—¿Me estás llamando mayor? En realidad él no lo recordará, estaba un par de cursos por debajo de mí. Lo recuerdo porque cuando sacó sus primeras novelas se comentó bastante en el pueblo. Uhm, tendré que empezar a ir a las visitas de padres.
—Eres una descarada, madre.
Mamá se alejó riendo para terminar de preparar su mochila de deporte. Tomó de la nevera una botella fría de agua y del cajetín junto a la puerta las llaves del coche.
—¿Sabes? —me dijo antes de irse—. Deberías invitarle a comer. ¡Seguro que él sí que querrá escribir sobre mi vida!
Puse los ojos en blanco y una vez cerró la puerta no pude evitar echarme a reír. A menudo mi madre conseguía sorprenderme. Dejé a un lado el inútil bloc, la tarde había resultado en ese sentido estéril, y comencé a cambiar de canal de manera distraída. En uno de los canales locales acababa de empezar una entrevista en directo al regresado escritor local, Bruno Santana.
CAPÍTULO 19
BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Viernes 5 de octubre. Noche.
La entrevista había tenido lugar en una heladería cercana a la playa, un local decorado con cuadros abstractos de un pintor local y con una terraza que daba a un parque infantil. Me extrañó que el equipo de televisión eligiera ese lugar tan concurrido en lugar de reunirse conmigo en otro más tranquilo. Dijeron que salió bien pero a mí no me gustó en absoluto, de hecho, nunca me gustan las entrevistas que hago y soy de los que opinan que los escritores deberíamos permanecer en un segundo plano, dejar que nuestro trabajo hable por nosotros y dedicarnos a escribir.
Llegué a casa cerca del anochecer, con el cuerpo cortado, como se dice por aquí, incapaz de distinguir si tenía frío o calor, hambre o sueño. La culpa de ese malestar la tenía una de las últimas preguntas de la entrevista, y en parte también la colección de cervezas que me tomé a continuación en un pub cercano para intentar olvidarla. La pregunta no era especial, era la típica, era la de siempre. Lo habitual que se pregunta a un escritor, a un músico, a un cineasta: ¿Y ahora estás trabajando en algo?
El caso es que una vez terminadas mis cervezas y rebajado el calentón regresé a casa paseando. Tuve que detenerme dos veces para vomitar y cuando me dejé caer en mi sillón apestaba a alcohol, a vómito y a vergüenza. ¿Acaso servía este diario para algo? ¿Puede un autor que ha alcanzado el éxito desplomarse al siguiente golpe de viento? Ah, Desireé, en su momento tuve que asumir que te había perdido pero jamás imaginé que con tu marcha se esfumaran también mi inspiración y creatividad, mi pasión por este oficio. Hace demasiado tiempo que no escribo como para pretender que este sencillo diario me devuelva a la senda. Necesito algo más, aunque todavía no consigo atisbar el qué.
Comencé este blog privado apostando a que me ayudaría a centrarme y a recuperar sensaciones y sin embargo lo que ha hecho es avivar la nostalgia, la tristeza y abrir la puerta otra vez a las voces que me hablan de ti. Voces que yo creí ya para siempre enterradas. Quién sabe, quizá sea sobre ti, Desireé, sobre quien debiera escribir. Tal vez incluso querrías leerlo, si es que algún día pudieras perdonarme.
Esta noche mi almohada no quiso admitir mi charla, no encontré en la cama postura alguna que me calmara. De manera que, como empezaba a ser costumbre, cambié el pijama por las deportivas y salí a que la madrugada y el ejercicio despejaran mi mente. El álbum blanco de los Beatles en los oídos, la brisa salina en la cara y el tiempo vacío por delante para no tener que conectar el cerebro en al menos una hora. Una simple hora al día para no pensar, para no escucharme, eso es todo lo que necesito.
Me deslicé por la avenida marítima en dirección a la playa del pueblo con mucha más soltura de la esperada. He de reconocer que el patético esfuerzo de cada día empezaba a dar algún fruto. Al menos troté el primer cuarto de hora sin necesitar bombona de oxígeno y sin rendirme a la fatiga y sentarme, lo cual ya era bastante. Sin embargo, como era de esperar, cuando me alejé del mar para subir la rampa hacia la iglesia mis piernas dijeron basta y mis pulmones estuvieron de acuerdo.
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