Apenas Sergio se fue dejé a un lado los libros de Lengua y mi cuaderno de trabajo para el nuevo curso, activé el ordenador y busqué en Internet un servicio de alojamiento de bitácoras digitales. No tardé en dar con uno a mi gusto y dediqué lo que restaba de tiempo de tutoría a configurarlo y darle forma. Antes de darme cuenta estaba bosquejando el diario de los primeros días desde mi regreso a Playa Blanca, como acabas de leer. Mis dedos volaban sobre el teclado como hacía mucho tiempo que no hacían, tanto que hubiera puesto la mano en el fuego porque lo habían olvidado.
Al final del tiempo de tutoría, rozando la hora de volver a casa, percibí casi con fastidio que la puerta de mi despacho volvía a abrirse. Esta vez era Sandra.
—¿Trabajas tanto siempre o sólo hoy porque es el primer día y quieres impresionarnos? —me preguntó.
—¿Perdona? —acerté a decir, regresando de mi manuscrito.
—Pensaba que ya estarías abajo. Hora de marcharse.
—Sí, sí. Estoy terminando de recoger.
—Estupendo. Será mejor que no sientes un precedente equivocado —me advirtió guiñándome un ojo.
—Oye, ¿tienes hambre? —le pregunté antes de que se alejara por el pasillo verde—. ¿Tengo alguna posibilidad de arreglar mi mala pata del almuerzo?
—Tengo hambre pero también tengo planes —replicó—. De manera que tu mala pata quedará, al menos por hoy, sin arreglo.
De esta manera he llegado a casa hace apenas un par de horas. He preparado un rápido sándwich de embutido y he conectado el tocadiscos con una colección de arias de Puccini confiando en que esta noche iba a recibir sin duda la visita de las musas. He tecleado sin presión, he tecleado sin rumbo, hasta relatar tal y como recordaba estos días previos al presente. No ha quedado mal del todo, creo yo, pero lo mejor es haber recuperado sensaciones en las yemas de mis dedos. Termino el día ilusionado, sí.
No obstante, aunque desarrollar un diario es perfecto como ejercicio y me ha permitido volver a escribir de un modo que la narrativa no conseguía, soy escritor de ficción, siempre lo he sido, y necesito zambullirme y bucear en una historia, inicio, nudo y desenlace, con la que estremecerme y estremecer al lector.
Sí, el diario está muy bien, pero necesito algo más. Ahora que he quebrado la primera capa de hielo mis dedos necesitan más. Debería pensar en hilar fina una nueva historia.
CAPÍTULO 14
DESIREÉ.
La nueva novela se resiste. Sé que he escrito algo bueno, me ha llevado meses hacerlo y creo que en ésta he sabido poner lo mejor de mí. Lo mejor de mi talento, lo mejor de lo aprendido hasta ahora.
Quizá por eso se resiste. La presión por terminarla y mi obsesión porque sea especial es mayor que con cualquier otra.
No recuerdo la última vez que me quedé sentado en el sillón frente a la tele para relajarme después de la cena. Desde mi escritorio en un rincón del comedor veo a Desireé, aburrida, pulsando los botones del mando a distancia con una cadencia rítmica cambiando de un canal a otro. Uno, dos, tres. Sé que dejará cualquier tontería con tal de no irse a la cama sola. Y me siento culpable porque sé que tendrá que hacerlo. Cuánto desearía tener tiempo para estar con ella, para hablarle, para rozar su piel. Pero no lo hay. No hay tiempo. Ni tiempo ni cabeza. Ahora mismo esta novela es lo más importante. Debe serlo. Tiene que quedar mejor que ninguna otra.
Tecleo casi furioso intentando terminar un párrafo con los dedos al mismo tiempo que lo termino en mi mente. Es difícil escribir tan rápido como pienso. No creo que sea un buen párrafo, ni siquiera un buen capítulo, pero la consigna es continuar, avanzar, intentar acercarme de una santa vez al dichoso rótulo FIN. Ya tendré tiempo de cambiar cosas en la posterior corrección. Sólo quiero terminar y sentarme con Desireé a ver cualquier cosa.
Me encuentro tan harto, tan cansado. Han sido tantos meses metido en esta ciudad irreal, en este universo inventado, en compañía de estas personas de papel, que ni siquiera existen. Vamos, me digo. Teclea un poco más. Vence al sueño y termina antes de que Desireé se harte de verte siempre tan ocupado.
Como si hubiera adivinado que pensaba en ella, mi mujer apaga la televisión y se levanta del sofá con gesto somnoliento.
—Me voy dentro —murmura.
Yo no me incorporo ni tampoco la contesto. Estoy atascado en un final de capítulo que no quiere salir. Por el rabillo del ojo percibo apenas cómo ella alza los brazos y tuerce el gesto, cómo pone cara de resignación y se marcha al dormitorio.
CAPÍTULO 15
BLOG PERSONAL DE BRUNO SANTANA. Martes 18 de septiembre. Madrugada.
Debían ser las dos o tres de la madrugada cuando decidí dejar de dar vueltas a la cabeza y hacer algo que me permitiera cambiar el chip, pensar en otra cosa. Y lo único que podía hacer para evadirme era escapar de este ordenador, de la realidad impuesta, de esta fingida normalidad que pretende dar a entender que todo está bien, que no necesito nada sin ti. Cerré de un golpetazo la tapa del portátil y me dirigí al dormitorio para ponerme la ropa deportiva. Necesitaba salir, respirar, fundirme con la noche y correr, correr tan lejos como pudiera llegar.
Trotar por la avenida marítima de Playa Blanca es diferente a correr por cualquier otra parte del mundo. Por el clima, por la luz de un millar de estrellas reflejadas en la tranquila bahía, por los destellos de Corralejo al otro lado de la lengua de océano que separa Lanzarote de Fuerteventura. Un recorrido que se aleja del simple acto deportivo para convertirse en un paseo por un delicioso lienzo de playa, lava y mar.
El objetivo de tanto entrenamiento era ser capaz de llegar un día, más pronto que tarde a ser posible, trotando sin detenerme hasta las faldas del faro de Pechiguera, lo que prácticamente supondría atravesar el Playa Blanca de punta a punta. De joven había acostumbrado mi cuerpo a realizar ese recorrido a buen ritmo dos o tres veces por semana pero ahora, ni joven ni buen ritmo eran términos que pudiera seguir utilizando. Rozando los cuarenta y sin haber hecho deporte en un par de lustros, bastante tenía con no vomitar los intestinos de camino a casa.
Llegar a sacarme algún día esa foto, sudado pero satisfecho al pie del faro, resultaba un objetivo ambicioso pero bonito. Supondría haber conseguido alcanzar la meta: reencontrarme conmigo mismo.
Esta noche, sin embargo, la silueta blanca de Pechiguera quedaba aún demasiado lejos y no tenía la más mínima posibilidad de alcanzarla. Ni mi organismo, ni mis piernas ni mi mente estaban todavía preparados. De manera que una vez alcancé la coqueta Playa del Pueblo, desierta y fresca a esa hora de la madrugada, tomé un desvío hacia el interior con intención de dar la vuelta y regresar a casa. Como llevaba rato encontrándome mal, demasiado cansado y con un fuerte dolor de cabeza quizá derivado del vino blanco de Uga que había acompañado mi maratoniana sesión de escritura, al llegar a la Plaza del Carmen decidí detenerme a recuperar el aliento antes de caer redondo y que tuvieran que ingresarme. Qué lejos estaba de aquel corredor que fui, tanto que empezaba a temer que no regresara. Todo hacía indicar que si quería sacarme una foto en Pechiguera más me valdría plantearme el viaje en coche.
Me senté en un rincón del muro lateral que rodea la Iglesia del Carmen y me llevé la mano al pecho como para sujetar a mi corazón dentro mientras los pulmones se esforzaban, cual fuelles descontrolados, por recuperar un ritmo lógico de respiración. Debía recordar a un diplodocus moribundo en ese momento. Menos mal que no pasaba un alma por el centro de Playa Blanca a esa hora. Dejé caer mi cuerpo sobre las rodillas como una marioneta rota. Qué vergüenza, el corredor. Me faltaba el aliento hasta para volver a ponerme de pie.
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