Me dejé caer en el muro que rodea la fachada del templo como un saco de arena. sin energía para nada más.
—¿Siempre terminas aquí tu entrenamiento o es que realmente te estás muriendo? —me preguntó una voz desde la acera de enfrente.
Miré al otro lado con las pupilas inyectadas en la sal del sudor y con la boca abierta en un gesto ridículo y deshonroso. Buscaba oxígeno igual que un pez fuera del agua. Esa trataba de la misma mujer de la vez anterior, que me observaba con compasión y media sonrisa mientras cruzaba la calle hacia mí. Llevaba unas mayas negras con adornos fucsias y media melena dorada sujeta debajo de una cinta de pelo azul. Se detuvo a mi lado como si esperara que le pidiera ayuda, y me clavó esos ojos tan negros al tiempo que ejercitaba sus brazos como preparación para su entreno.
—Bueno, en realidad sólo he terminado de calentar —le contesté, reuniendo la poca dignidad que me quedaba para urdir esa mentira—. Mi entrenamiento empezaba ahora.
Por supuesto no me creyó. Nunca me cupo duda. Sonrió y liberó su melena para volver a reunirla en una coleta alta.
—Si estás a punto de empezar quizá podamos correr juntos —propuso, para mi dolor y sorpresa—. Yo estoy a punto de salir.
—Mm.., no sé —intenté ganar tiempo—. La verdad es que estoy acostumbrado a hacerlo solo…
—Ya veo. Pero hacerlo solo es aburrido, ¿no crees?
Me miró de una manera que escondía todos los dobles sentidos imaginables y comenzó a trotar calle abajo hasta la rotonda del ancla. Me levanté y la seguí, sin pensar, sin darme cuenta de lo que hacía. Ignoré el dolor en los mulos y el ardor de mis pulmones por una única razón: por nada del mundo quería separarme esta vez de ella. No íbamos demasiado deprisa, así que pensé que podría aguantar.
—No te he visto antes por aquí —me dijo al cabo de unos minutos.
Quizá llevaba un rato observándome, analizando mi carrera y mi respiración, intentando ubicarme, pero yo no fui consciente de ello hasta que comenzó a darme conversación. Trotar con el hígado en la boca y conversar al mismo tiempo. Creí ver las imágenes de mi vida desfilar como en un tomavistas ante mis ojos.
—No llevo mucho tiempo entrenando —le contesté entre jadeos. Ella se echó a reír.
—Eso no te hace falta jurármelo.
Intenté devolverle la carcajada pero sólo me salió una especie de tos asmática peligrosa. De modo que tomé aliento y traté de concentrarme en el ritmo de carrera para no quedarme atrás ni detenerme.
—Intuyo que eres nuevo en el pueblo —comentó.
—Te equivocas —le contesté—. Nací y me crié en Playa Blanca, aunque llevo muchos años, casi veinte, fuera de casa. Regresar ha sido como llegar a un lugar desconocido. ¿Tú eres de aquí?
La mujer encogió los hombros, pensativa.
—Yo soy un poco de todas partes.
Le dediqué un asentimiento. En realidad yo me había sentido también así muchas veces.
Gracias a todos los dioses, los nórdicos, los clásicos y los babilonios, nos detuvimos junto al tronco ancho y marcado de un árbol anciano que nos había visto crecer a todos los del pueblo. La mujer utilizó su corteza centenaria para apoyarse a realizar estiramientos.
—Te entiendo perfectamente —le dije, imitando su postura a su lado—. Desde que tuve algo de éxito como autor no he dejado de dar tumbos de una ciudad a otra, de un festival al siguiente. Supongo que necesitaba parar y reencontrar mis raíces.
—¿Éxito? ¿Eres músico o actor? —me preguntó.
—Soy escritor —le aclaré.
—¿Escritor y éxito pueden ir en la misma frase? —me preguntó, desbrozando una risilla mágica y cristalina ante la que sólo pude asentir, incapaz de ofenderme por las puyas que me pudiera lanzar semejante belleza.
Habíamos ascendido la loma que franquea el paso hacia la barriada conocida como Las Coloradas, y a continuación habíamos descendido hacia la playa De la Cruz, una maravilla de piedra negra y olor a mar eterno que mira de frente a Fuerteventura. Allí, sentados por fin en uno de los bancos del paseo, pude ver que llevaba un colgante de oro blanco con la letra inicial D a la altura del pecho.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté. Ella se echó a reír y comenzó a levantarse. Yo la miré con pánico, perdona mi error, no volveré a entrometerme. Ella me dedicó un último guiño de ojos negros y regresó al trote para alejarse rítmicamente de mí. Escuché los pasos alejarse y al segundo me desplomé, aturdido y empapado, a la sombra del Castillo del Águila.
Desperté unas horas después, empezaba a amanecer, y caminé hasta mi casa con un terrible dolor de cabeza y otro mayor en el orgullo, pero al mismo tiempo con la excitación mental y no tan mental necesarias para sentarme a escribir. Conecté el ordenador y traté de ser tan fiel como fuera posible a los hechos de este día.
Esa extraña señorita… ¿Qué sabía de verdad de ella? ¿Qué información me había dado en la que pudiese confiar? De repente había encontrado mi musa, anhelaba saber más de ella, escribir sobre ella, pero, ¿había sido acaso real?
CAPÍTULO 20
DESIREÉ.
Personajes, anteayer anónimos, hoy rutilantes estrellas, pasean sus vanidades por uno más de estos programas clónicos, sin interés ni ciencia. Desireé y yo lo ponemos, de fondo, mientras hacemos tiempo antes de cenar. Yo reviso por última vez un relato que debo entregar mañana, ella hace rodar con un dedo las fotos de su red social favorita. Acaba de llegar del trabajo, lo que menos le apetece es preocuparse por lo que den en la televisión. Necesita desconectar, evadirse, y hace mucho que ha dejado de buscar mi compañía para eso. El teléfono y sus aplicaciones me han sustituido.
Hace rato que he terminado y enviado el relato. Miro indistintamente a la televisión, a mi mujer, a la ventana, y las tres me hacen el mismo caso. Me gustaría atreverme a intervenir, a interrumpir su diálogo con su teléfono, pero me da miedo arriesgarme a una nueva contestación, a un rechazo. El filtro emocional de sus respuestas pasó a mejor vida también cuando decidió declararme su indiferencia, hace ya algo más de un mes.
—¿Todo bien? —me lanzo a preguntar. Mi mujer asiente sin palabras.
—Estoy cansada, voy a cenar y me acuesto. ¿Tú has cenado?
Abro las manos mostrándole la mesa vacía.
—Te estaba esperando.
—Ok.
Desireé deja el móvil a un lado y se levanta. Se dirige a la cocina y oigo que saca un plato y abre la nevera.
—¿Qué quieres cenar? —le pregunto, al tiempo que me levanto tras ella para prepararlo con ella.
—Yo me haré un sándwich de salmón. Tú hazte lo que quieras.
Te estaba esperando, resuena en mi cabeza. Desireé prepara su cena y se sienta frente al televisor con el móvil de nuevo en la mano. Yo me siento también, en el otro extremo. De repente he perdido el ánimo, el hambre y las ganas de hablar. Desireé termina su cena pero completa unos minutos más al teléfono. Apenas me ha hablado desde que llegara de la oficina.
—Estoy cansada —repite, como si no recordara que ya me había informado de ese aspecto. Entonces abandona el sofá y comienza a alejarse hacia el dormitorio. Cumple lo que había prometido—. Me voy dentro.
De repente estoy solo de nuevo. No ha pasado ni una hora desde que mi mujer llegó a casa. En la tele continúan rifándose las intimidades de gente que no conozco. En la nevera se va a quedar mi cena por preparar, ya no es necesaria. En cabeza tarifan mil maldiciones y en mi pecho palpita un vacío enorme, un vacío que sé que nada podrá llenar.
Me dejo caer hacia un lado en el sillón. Apago la luz y trato de olvidar. Esperaré a escucharla dormir para irme a la cama.
CAPÍTULO 21
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