Jorge Larrosa Bondia - Elogio del profesor

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"Las nuevas formas de definir la función docente (esas que se derivan de la así llamada cultura del aprendizaje) están destruyendo el oficio de profesor". Con estas palabras se lanzó en Florianópolis en septiembre de 2018 una llamada a quienes quieren repensar la enseñanza. Este diálogo se continúa en los escritos del libro que aquí se presenta, en el que los autores dedican tiempo y atención a las formas, los gestos y las materialidades que componen su oficio común.
Los textos que aquí se presentan responden a una llamada a un conjunto de actividades que tuvieron lugar en septiembre de 2018 en Florianópolis, Brasil. La llamada decía lo siguiente: «Las nuevas formas de definir la función docente (esas que se derivan de la así llamada cultura del aprendizaje) están destruyendo el oficio de profesor. Con el espantajo de la crítica al profesor tradicional, el chantaje empresarial de la calidad y la innovación, la redefinición neoliberal de las funciones de la escuela y la ayuda de un lenguaje anti-institucional y anti-autoritario digno de mejor causa, ese oficio que Hannah Arendt relacionaba con la transmisión y la renovación del mundo común está siendo descualificado y arrasado, y las personas que lo ejercen están siendo reconvertidas en mediadores, coachers, animadores de aula, entrenadores en competencias, gestores de emociones o facilitadores de aprendizajes, al mismo tiempo que están siendo sometidas, cada vez más, al control y al reciclaje permanente, a la precariedad laboral, a la pérdida de su autoridad simbólica y de su autonomía profesional y, lo que es peor, a la disolución del sentido público (y, por tanto, independiente) de su trabajo».
A partir de ahí, y tomando como punto de partida los libros que componen la Trilogía del Oficio, de Jorge Larrosa, los autores de este libro dedican tiempo y atención a las formas, los gestos y las materialidades que componen su oficio común.

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Las cosas de mirar, las maravillas, son cosas de las que se ha suspendido la utilidad, de las que se ha suspendido también el desgaste del tiempo, y que han sido colocadas a distancia. Las maravillas no pueden ser devoradas y tampoco pueden ser usadas. Su existencia implica la interrupción del hambre y de la utilidad. Su presencia exige de estabilidad y de consistencia. Por eso no están en la boca o en la mano, sino que se hacen presentes en el espacio público (en sentido arendtiano: como espacio de visibilidad, de aparición y de comparecencia), es decir, en tanto que son colocadas entre los hombres, puestas a esa justa distancia en la que pueda constituirse a su alrededor el espacio (y el tiempo) de la atención, de la palabra, del juicio y del pensamiento.

Si con los comestibles nos relacionamos a través del hambre y con los fungibles a través del uso, con las maravillas nos relacionamos a través de la palabra, del juicio y del pensamiento. O, dicho de otro modo, es el hambre el que convierte las cosas en comestibles, es el uso el que las convierte en fungibles, pero son la palabra, el juicio y el pensamiento los que las convierten en maravillas. Y es el espacio público en que estas cosas están situadas el que hace que los hombres no sólo vivan en la tierra sino que habiten un mundo. Dice Santiago Alba:

Mediante las cosas de mirar o maravillas –ciertas piedras, ciertas palabras, ciertos colores, pero también las cosas de la ciencia, o las ideas–, apartadas convencionalmente del circuito rápido de la vida y de la espiral lenta del uso, declaradas al mismo tiempo incomestibles e inútiles, se abre esa distancia que permite al hombre medir, y no sólo calcular, y establecer, al menos virtualmente, un espacio común, una memoria colectiva, el lugar del juicio y del pensamiento. Las cosas de comer sirven para mantener la vida; las cosas de usar sirven para mantener la sociedad; las cosas de mirar sirven para mantener el mundo. El juego mismo de la cultura humana ha consistido básicamente en esta división y en la posibilidad, por tanto, de considerar las cosas desde al menos tres puntos de vista diferentes (como comida, como herramienta, como monumento). (Alba Rico, 2007: 112-113)

Poner el mundo encima de la mesa

En el texto que estoy comentando Alba habla de los hombres pero no de los niños 23, y habla del espacio público y sus monumentos pero no de la escuela (que también es un espacio público) y sus materias de estudio. A los niños hay que cuidarlos, darles de comer y enseñarles a comer, pero cuidando que no sea la sociedad de consumo la que se los coma a ellos. A los niños hay que enseñarles a usar herramientas y enseñarles a hacer cosas, a trabajar, aunque cuidando que no sea la sociedad de la producción (y de la autoproducción) la que los use a ellos, la que los instrumentalice, la que los convierta en herramientas. Pero, sobre todo, a los niños hay que enseñarles las maravillas e introducirlos en el mundo.

Podríamos decir (a partir de Arendt y de Santiago Alba) que la escuela no está (sólo) para el mantenimiento de la vida o de la sociedad sino, sobre todo, para mantener o sostener el mundo. La tarea de la escuela, si no quiere estar (sólo) al servicio de la economía o de la sociedad, es salvar el mundo, es decir, poner algunas cosas a distancia, interrumpir el hambre, suspender el uso, convertir las cosas en maravillas, en ese tipo especial de maravillas que son las materias de estudio, en cosas a las que vale la pena atender y cuidar, en las que vale la pena demorarse, en materialidades puestas, compuestas y dispuestas para que los niños y los jóvenes puedan (aprender a) leer, a mirar, a hablar, a escribir, a juzgar y a pensar.

En un libro que ha sido muy inspirador para nosotros (Simons y Masschelein, 2014) –y que tomamos como base para el primero de nuestros Elogios (Larrosa, 2018)–, Simons y Masschelein dicen que la escuela:

Es el tiempo y el lugar en el que nos preocupamos e interesamos especialmente en las cosas o, en otras palabras, la escuela focaliza y dirige nuestra atención hacia algo. La escuela (con su profesor, su disciplina escolar y su arquitectura) infunde en la nueva generación la atención hacia el mundo: las cosas empiezan a hablar(nos). La escuela nos hace atentos y permite que las cosas (desvinculadas de sus usos y hechas públicas) se tornen “reales”. En ese sentido, las cosas que componen el mundo no son un recurso, un producto o un objeto de uso en el interior de una cierta economía. Abrir el mundo tiene que ver con el momento mágico en el que algo exterior a nosotros nos hace pensar, nos invita a pensar, nos hace rascarnos la cabeza. En ese momento mágico, algo deja de ser una herramienta o un recurso y se transforma en una cosa “real” y significativa, en una materia o en un asunto que importa. Una demostración matemática, una novela, un virus, un cromosoma, un bloque de madera o un motor: todas esas cosas se vuelven interesantes y significativas (…). La escuela se convierte en el espacio/tiempo del inter-esse, de eso que compartimos entre nosotros: el mundo en sí mismo. En ese momento, los estudiantes se exponen al mundo y son invitados a interesarse por él. Sin mundo no hay interés ni atención. (Simons y Masschelein, 2014: 50-51) 24

En ese sentido, la escuela también suspende el hambre y la utilidad separando y monumentalizando las cosas, haciéndolas presentes, pero de una forma particular, de una forma, podríamos decir, escolar: inscribiéndolas en una pizarra, dibujándolas en un muro (o en una lámina colgada de un muro), dándolas a leer y a mirar, confiriéndoles autoridad y presencia, poniéndolas sobre la pared o, por usar una imagen más general, depositándolas encima de la mesa. En la escuela, dicen Simons y Masschelein, “siempre hay algo sobre la mesa”. Aunque habría que precisar que la mesa escolar no es, desde luego, la de los co-mensales, pero tampoco es una mesa de trabajo o una mesa de deliberaciones. Para Arendt, la mesa funciona también como una metáfora de lo que constituye una esfera pública centrada en el mundo. Concretamente:

El término “público” significa el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él.

Y eso porque:

Un mundo está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo. (Arendt, 1990c: 230)

La mesa de la escuela, lo he dicho ya, no es de comer, de trabajar o de deliberar, sino una mesa de estudio. La escuela hace mundo y presenta al mundo (constituye maravillas y organiza un espacio y un tiempo para las maravillas) en tanto que convierte cualquier cosa (también las cosas de comer y las cosas de usar) en ese tipo particular de cosas de mirar que son las materias de estudio. Es así como la educación tiene que ver, como decía Arendt, con la transmisión, la comunicación y la renovación del mundo. Otra vez en palabras de Simons y Masschelein:

Educar a un niño no tiene que ver con la socialización. No tiene que ver con asegurar que los niños acepten y adopten los valores de su familia, de su cultura o de la sociedad en que viven. Tampoco tiene que ver con desarrollar los talentos o las capacidades de los niños (…). Educar a un niño tiene que ver con algo fundamentalmente diferente: con abrir el mundo y con traer el mundo a la vida (…). Tiene que ver con hacer del mundo algo que les hable (…). Tiene que ver con dotar de autoridad al mundo (…). Tiene que ver con prestar atención al mundo, respetarlo, encontrarlo, estar presente en él, estudiarlo y descubrirlo.

El mundo como materia de estudio

En un ejercicio que hicimos en Florianópolis (Brasil) preguntamos en varias escuelas por sus salidas escolares, es decir, por la lista de esos espacios de la ciudad que la escuela escolariza cuando los visita. Para nuestra sorpresa, nos dijeron que la primera salida había sido a un centro comercial en el “día de los niños”, ese en el que se les organizan actividades lúdicas y se los carga de propaganda. Desde luego, nuestra objeción no fue a que la escuela visitara un centro comercial sino a que le entregara los niños para que entraran en él desde la perspectiva del hambre y del consumo. La escuela puede visitar cualquier lugar, claro, pero para estudiarlo. Los escolares pueden entrar en un centro comercial, claro, pero no como consumidores sino como estudiantes, no para comer sino para mirar, para dibujar, para escribir, para leer, para fotografiar, para hablar, para pensar. O, dicho de otro modo, para relacionarse con él en tanto que mundo, no al modo de la comida sino de la maravilla. Si no es así, no sólo son los niños los que comen, sino también los que son devorados. La escuela puede escolarizar el centro comercial (puede convertirlo en materia de estudio), pero no puede permitir que sea el centro comercial el que se coma la escuela (el que reciba a los escolares como si fueran niños hambrientos o niños a los que hay que despertar el hambre).

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