Michel Onfray dijo en su cosmología de inspiración botánica que hay jardines que son bibliotecas, pero las bibliotecas no suelen ser jardines.2 Quizá el exceso de cultura es incompatible con la sabiduría que procura el cultivo de un jardín. No es extraño que cuando muchos pensadores se aíslan prefieran estar sin libros, aunque no parece que estén tan dispuestos a dedicar su tiempo a un jardín. En otro de sus libros, Teoría del viaje, Onfray también dice que “la errancia designa tanto al asocial definitivo como al enfermo mental, comienza cuando no se da el puerto de atraque, el punto de anclaje. Sin la retención del cuerpo hay que temer la confusión definitiva del alma, ¿sería esa una lección enunciada post mortem por Nietzsche?”.3 Suena a que sí, solo que Nietzsche no solo usó los jardines para alejarse de los libros, sino, sobre todo, las piernas. Esa es la diferencia. Onfray contrapone los jardines a las bibliotecas, pero los dos espacios siguen siendo espacios cerrados y lugares alternativos (heterotopías, como decía Foucault). Nietzsche, en cambio, se lanza al espacio abierto usando los pies. En el aforismo 366 de La gaya ciencia dice:
No somos de esos que solo rodeados de libros, inspirados por libros, llegan a pensar –estamos acostumbrados a pensar al aire libre, caminando, saltando, subiendo, bailando, de preferencia en montañas solitarias o a la orilla del mar donde hasta los caminos se ponen pensativos. Nuestras primeras preguntas sobre el valor del libro, del hombre y de la música, rezan: ‘¿sabe él caminar?; más aún, ¿sabe bailar?’. […] Leemos rara vez, pero no por eso leemos peor– ¡Oh, cuán presto adivinamos cómo uno ha llegado a sus ideas, si ha sido sentado ante el tintero con el vientre oprimido y la cabeza inclinada sobre el papel! ¡Oh, cuán presto terminamos con su libro! Puede apostarse cualquier cosa a que en él se delatan sus intestinos oprimidos, como también se delata el aire del cuarto, el techo del cuarto y la estrechez del cuarto. […] Casi todos los libros de un docto tienen algo que aplasta, algo de aplastado: por algún lado asoma la oreja del ‘especialista’, su celo, su seriedad, su rabia, su sobreestimación del rincón en el que está sentado tejiendo su libro, su joroba –todo especialista tiene su joroba–. Todo libro de un docto refleja también un alma encorvada: todo oficio encorva.4
Tres libros recientes iluminan la relación de Nietzsche con los paisajes y con los jardines, pero de formas muy diferentes. Uno de ellos, el más ambicioso, trata de sacar demasiado de las ideas que Nietzsche arrojó aquí y allá sobre los jardines. Gary Shapiro, en Nietzsche’s Earth, toma como punto de partida la idea del Zaratustra de que la tierra aguarda como un jardín para vendernos a Nietzsche como el filósofo del antropoceno.5 Shapiro sugiere que para Nietzsche el jardín es el modelo de la vida en la Tierra. Tierra, dice, entendida como algo más humano que “naturaleza”; no como un reino de la necesidad, ni de la totalidad de lo que existe, sino básicamente un terreno humanizable; no de la naturaleza que impone sus leyes, sino del globo como un terreno que se somete con ternura. Shapiro intercala en su gran relato alusiones oportunas a la historia moderna de los jardines, y recolecta textos de Nietzsche muy interesantes, pero no está claro que así justifique todo lo que quiere extraer de Nietzsche. Le pasa un poco como a esos otros que quieren convertir a Heidegger en el mejor crítico de la tecnología.6 Shapiro pretende convertir a Nietzsche en el gran precursor de una ecología radical y una geopolítica progresista, pero para hacer eso tiene que eludir todo el lado delirante de Nietzsche, o sea, tiene que tomárselo demasiado en serio y confundir sus extravagancias con sueños políticos. Toma también, como base, textos como el aforismo 189 de El caminante y su sombra, “El árbol de la humanidad”, donde Nietzsche sugiere que el exceso de población en la tierra, que algunos temen tanto, inspira en otros tareas gloriosas y esperanzadas. “La humanidad debe algún día ser un árbol que cubra de sombra toda la tierra, con muchos miles de millones de flores, todas las cuales deben convertirse en frutos unas al lado de las otras, y la tierra misma debe ser preparada para la nutrición de este árbol”. Es apremiante preparar la tierra ya, dice Nietzsche. Pero ¿cómo? Nietzsche se va por las ramas y solo pronuncia grandes palabras que en realidad son perogrulladas. “La tarea es indeciblemente grande y audaz: ¡todos queremos contribuir a que el árbol no se pudra antes de tiempo!”. Claro, pero ¿quiénes son esos todos? No lo sabe, aunque insinúa con cierta indulgencia histórica que, cuando en el pasado se han utilizado medios equivocados, la experiencia ha sido instructiva: “Muy bien puede la humanidad corromperse y secarse antes de tiempo”; no dispone de “un instinto que guíe seguramente”. Más bien debemos encarar la gran tarea de preparar la tierra para una planta de la mayor y más gozosa fecundidad: “una tarea de la razón para la razón”. Suena bien, pero si Shapiro hubiera querido darle algún contenido a la idea, tendría que haber dejado a Nietzsche sentado debajo de un naranjo inventando nuevos símiles y dedicar más tiempo a otros pensadores. En cierto modo lo hace, y por su libro desfilan Deleuze y, sobre todo, un nietzscheano poderoso e imaginativo Sloterdijk, al que simplifica un tanto. También le falta, creemos, algo de sentido del humor. En el aforismo 188 de El caminante y su sombra, es cierto, Nietzsche especula con una nueva geografía humana, una reorganización demográfica de todo el planeta según el clima que a cada cual le beneficie más, de tal forma que “toda la tierra terminará por ser una suma de sanatorios”. La visión de Nietzsche es fantástica, una utopía paródica propia de un enfermo crónico como él, pero de ahí a sacar las ideas políticas que quiere Shapiro dista mucho, y solo es posible si se habla con la generalidad con la que lo hace él.
Más modestas, pero bastante más instructivas, creemos, son la visión de Damon Young en Philosophy in the Garden, la de Gros en Andar. Una filosofía y sobre todo la crónica de Paolo D’Iorio en El viaje de Nietzsche a Sorrento, que adoptan una perspectiva biográfica gracias a la cual se entiende mejor que el cambio de rumbo de Nietzsche (ese momento en que se distancia tanto de Wagner como de la asquerosa vida académica) tuviera tanto que ver con las vistas a un campo de naranjos desde su habitación, con el mar oscuro al fondo y el Vesubio en el horizonte y con las excursiones a Isquia, Capri y Nápoles.7 Antes de llegar allí gracias a una licencia de estudios, Nietzsche ya había practicado el senderismo a su manera, por el lago Lemán, donde dice haber mantenido marchas de seis horas, o por los bosques de Steinabad, en la Selva Negra, donde mantiene locas conversaciones consigo mismo. Llega a Sorrento en 1876, enfermo de la vista, pero muy alegre porque huye del norte donde, dice, solo moran almas pesadas y afectadas “que, como el castor en su obra, están constantemente e inevitablemente trabajando las normas de la cautela” (1881).8 En Sorrento puede disfrutar de larguísimos paseos dándole vueltas a todo y luego descansar bajo unos árboles donde se le ocurren ideas, en un ambiente luminoso y tranquilo donde el olor de los naranjos se mezclaba con el de la brisa marina.9 Con todo, la serenidad que encuentra no es engañosa, o sea, permanece la conciencia de quien no confunde una tregua con la paz. Como dice en un cuaderno que cita D’Iorio: “Caminar por senderos con agradable penumbra al abrigo del viento, mientras que, sobre nosotros, agitados por vientos violentos los árboles braman, en una luz más clara”.10 En 1887, en una carta de finales de febrero, cuenta que el viento y las tormentas aparecerán antes o después, por breves que sean: “Hay senderos ocultos entre jardines de naranjos tan bellos que infunden una calma interior tal, que solo por el violento movimiento de los pinos sobre uno se adivina la tempestad ahí fuera, en el mundo”. Y añade a renglón seguido entre paréntesis: “Realidad y alegoría de nuestra vida aquí; verdad en ambos sentidos”.11
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