VV AA - Las mil y una noches personistas

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Treinta y cinco autores reunidos para descifrar un fenómeno que superó hace rato los límites de un movimiento partidario o de una plataforma política para convertirse, claramente, en una clave cultural, en una mitología local e irrepetible. En estas páginas circulan, como dice Luis Gusmán en su prólogo, setenta y cinco años de historia signada por las figuras de Eva Duarte y de Juan D. Perón: la fiesta, la resistencia, la caída, el regreso, el triunfo. A los que deberían sumarse los sueños y utopías que solamente el peronismo logró vestir de realidad. A esta celebración han sido convocados autores de toda laya, los consagrados y los noveles, los peronistas, los antiperonistas y los neutrales, a fin de amplificar, por así decirlo, la mirada sobre un fenómeno sin el cual sería imposible explicar el devenir de la nación argentina: Rafael Bielsa, Virginia Feinmann, Horacio González, Teodoro Boot, Vicente Battista, Juan Sasturain, Miguel Rep, Ana Arzoumanian, Claudia Cornejo, Jorge Alemán, Alejandro Tarruella, Beatriz Pustilnik, Carlos Piñeiro Iñiguez, Hugo Barcia y Luis Tedesco son algunos de los convocados. La selección de los textos fue hecha por Gustavo Abrevaya y Leonardo Killian, mientras que prólogo y posfacio corrieron por cuenta de Luis Gusmán y Pedro Saborido. En síntesis, una suma de historia argentina que es, como dice Pedro Saborido, una realidad paralela, una página que se resiste al análisis objetivo. Pero también, en este caso, una oportunidad: la de escribir sobre el tormento y la bendición de ser argentinos.

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Su hermana Pepi iba a buscarla seguido durante el recreo. No le gustaba jugar con otros chicos. No sabían tocar la guitarra como ella ni conocían temas de Pedro y Pablo. Muchas veces terminaban las dos solas, caminando en círculos por el patio, cantando en voz baja.

Era un día de esos en que Pepi se acercaba. Había querido cantar la La Luis Burela y nadie más quiso. A ella le gustaba esa canción. “¿Con qué armas, señor, lucharemos? / Con las que les quitaremos, dicen que gritó.” Siempre repetía el estribillo, mientras saltaba a la soga, mientras saltaba al elástico, si bien su papá, que era quien en principio se lo había enseñado, desde el comienzo del año venía diciéndole que no lo cantara más.

Así estaban cuando llegaron las inglesas. En realidad no eran inglesas. Florencia se llamaba Florencia pero le decían Florence, y a Carolina, Carol. Sus padres habían nacido en algún lado, con nombres de ese estilo. El nombre de la madre, por ejemplo, era Eudora, pero ellas habían explicado que se pronunciaba Iudora. También contaron que tenían un perro que se llamaba Maxwell y que era un preston terrier. Fue lo primero que les informaron a todos al empezar la escuela.

Ahora querían invitarlas a jugar. ¿A nosotras?, se sorprendió Pepi. Cata esperó callada. Bueno, sí, dijeron las inglesas. Well, yes, dijo Florence. Why not?

Jamás les hablaban en los recreos. Cata y Pepi no tenían idea de qué estaba balbuceando Florence mientras movía las manos y mostraba el cielo y Carol les miraba los zapatos con sus ojos finitos y celestes, así que volvieron a preguntar por qué.

—Es un juego que inventó nuestro primo de Adlington, les va a encantar.

—Pero a nosotras ¿por qué?

—Bueno porque... well... Porque nadie más se anima.

Caminaron. Florence tenía piernas largas e iba adelante sin esfuerzo. La punta del lazo de su delantal, siempre más blanco que los demás, subía y bajaba con sus movimientos, las iba guiando por calles en círculo, con árboles cada vez más grandes que empezaron a oscurecer el cielo. Las casas se hicieron anchas y bajas y las plantas trepaban por las paredes. El aire era frío, pesado.

—¿Cómo es el juego? –dijo Pepi.

—Well... –Carol miró a Florence–, se cortan unos papeles...

—Sí –dijo ella y se dio vuelta, las trenzas rubias también giraron y el lazo de su delantal la rodeó como la cola del corcel encantado–. Se cortan unos papeles, en cada uno escribís una letra del eibicí, los ponés en círculo, arriba de una mesa… Apoyamos una copa de cristal boca abajo. Cada una pone su dedo arriba de la copa.

Siguió caminando.

—¿Y entonces?

—Y entonces podés hablar con los muertos –completó Carol.

La casa tenía puertas verdes como pizarrones gigantes y dos leones de bronce con anillos en la boca. Pepi quiso tocar uno, pero Cata le detuvo la mano. Florence apretó un timbre que sonó como una campanita. Una señora parecida a la portera de la escuela les abrió la puerta. Las inglesas pasaron sin saludarla. Pepi quiso darle un beso pero por alguna razón no se animó. Entraron.

Iudora, la madre, leía un libro cerca del fuego. Era una chimenea como la de los cuentos, como la de Papá Noel en trineo, con fuego encendido de verdad. Ella estaba envuelta en una manta y la tapa del libro era de terciopelo rojo y letras doradas. Antes de que pudieran acercarse las miró, levantó una ceja y les sonrió con media boca. Volvió al libro.

—¿Le avisaste a tu mamá que veníamos? –preguntó Cata mientras seguían a las inglesas por una escalera de madera lustrada.

Cada paso hacía un ruido que nunca habían escuchado. Quizá solo el piano de la escuela cuando venían a afinarlo. Le abrían la panza de madera oscura, las cuerdas y los martillos y el pañolenci adentro. Así pisaban ahora.

—Sí, le avisamos.

—¿Y qué dijo?

—Que estaba bien –se rió un poco–. Que seguro iban a querer hablar con Perón.

—Queremos hablar con Perón –dijo Pepi–. Tenemos que hablar con Perón, Cata, papá se va a poner contento…

—Very well then –Florence dispuso las letras sobre una mesita de madera redonda–, ¿cuál es el nombre del señor Perón?

—Juan Domingo –dijo Cata y sintió que se paraba más derecha.

—Pongan los dedos –indicó Florence y una vez que lo hicieron cerró los ojos y recitó: si el espíritu del señor Juan Domingo Perón se encuentra presente en la sala, que se manifieste a través de la copa.

—Haced que compadezca... –agregó Carol.

—Sí, haced que compadezca delante de..., no, que comparezca...

—No, que compadezca…

—¡Queremos hablar con Perón! –dijo Pepi.

La copa se movió.

Pareció que flotaba sobre esa madera casi negra y suave. Sin que la forzaran de ningún modo fue de letra en letra. Primero a la L, después I, después B. Se miraron.

–Liberación –dijo Cata–. Liberación o dependencia. –Lo había escuchado varias veces.

—No way! –dijo Florence.

—¿Entonces qué?

La copa frenó un segundo y retomó hasta la R y después la O. ¿Libro? Y después M, A, D, R, E. Y después volvió al centro y se quedó totalmente quieta.

—Libro madre no es nada. Libro madre...

—Cuando entramos tu mamá estaba leyendo un libro –se acordó Cata.

Carol bajó las escaleras corriendo. Volvió y dijo que su madre estaba leyendo The hound of the Baskervilles y que lo había escrito sir Arthur Conan Doyle y que por lo tanto estaban hablando con él.

—No puede ser. ¡Llamamos a Perón!

—Excuse me pero me parece mucho más interesante –dijo Florence y empezó a hablar en inglés con la copa.

Cata y Pepi no volvieron a poner los dedos, agarraron sus portafolios y se fueron sin saludar. Cuando la señora igual a la portera de la escuela fue a abrirles Pepi la abrazó y lloró. Ella no dijo nada. Solo le acarició la cabeza con una mano callosa, despacio, hasta que se calmó, hasta que se le pasaron la rabia y el llanto, y pudieron irse y caminar las treinta cuadras que había entre su casa y ese lugar.

Tomaban una sopa de letras. Pepi juntó con la cuchara, la P, la E, la R. Nadie hablaba. Papá no tocaba la guitarra. Mamá lo miraba y cada tanto le daba la mano, le sacudía un poco el brazo.

—Hay que avisarle al Negro, Héctor.

Hay que avisarle al Negro era lo único que decía, en voz muy baja. Solo después, horas más tarde, cuando Cata se despertó en medio de la noche y cruzó el pasillo de baldosas frías para ir al baño, escuchó llorar a mamá.

La directora daba discursos cada vez más largos. Se había triunfado, decía, sobre los enemigos de la nación. Y llevaba los hombros hacia atrás, erguía más el pecho, levantaba más el mentón y taconeaba por los pasillos. Su rodete era cada vez más tirante.

—Nosotras tenemos que hacer algo –le dijo Pepi a Cata en el recreo, mientras caminaba alrededor de ella en círculos porque ninguno de sus compañeros, ni ella misma esta vez, habían querido cantar La Luis Burela.

—Tenemos que hacer algo.

Desde el otro lado del patio Florence las miraba, sentada con su pelo dorado en trenzas, con el lazo del delantal reposando a su lado. Subía y bajaba los ojos del libro de terciopelo rojo con letras doradas. No creían que lo estuviera leyendo. Más bien parecía que lo había llevado para molestarlas.

Esa noche sonó el teléfono y mamá escuchó un rato largo.

—Está bien, yo aviso –dijo–. Héctor no... no sé... no está bien... desde lo de Alicia y el Negro.

Cata miró a papá que a su vez miraba algo inexistente, como si esperara, como si vigilara, como si quisiera atrapar ruidos con los ojos.

—Vamos a jugar de nuevo –les dijeron entonces a las inglesas–. El juego del primo de ustedes.

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