En lo que a la distribución del producto se refiere, no es conveniente ver sólo los problemas de mediación sino los de desigualdad, y ambos para comprender los vínculos o las mediaciones sociales de distribución y explotación. El arco de la distribución de los ingresos directos e indirectos para el sector trabajo va desde los trabajadores altamente calificados hasta los excluidos: comprende políticas de estímulo y de privación. Entre las políticas de estímulo estructural y sistémico, las más importantes corresponden al crecimiento de los estratos o sectores medios. Están asociadas a mediaciones a la vez políticas y sociales de los más distintos tipos, en las que destacan el desarrollo de las luchas sindicales legalizadas, el de los sistemas políticos de democracia electoral, partidaria y parlamentaria y el de los Estados benefactores. Su desarrollo es posible con el aumento de la productividad por las tecnologías y con la refuncionalización del colonialismo y las inmensas transferencias de excedente a que éste da lugar. Entre las políticas de privación destacan las del desempleo abierto y encubierto, las de los trabajadores informales e ilegales nativos y migrantes, las de los “marginados” de los beneficios, productos y servicios del progreso o el desarrollo, y las de los “excluidos” de la época neoliberal. Todos ellos corresponden a la vieja categoría de los “pobres” —precursora de “proletarios” en la época del capitalismo clásico—. Hoy incluyen a las cuatro quintas partes de la humanidad. [3]
De los “pobres” y “extremadamente pobres”, excluidos y desposeídos, surge hasta nuestros días una enorme población que “se ofrece a trabajar como sea y en lo que sea”, en condiciones óptimas para sus empleadores: se trata de los explotados de la Tierra que oscilan entre ser explotados y ser excluidos, aunque generalmente sólo se hable de ellos como “pobres” y “extremadamente pobres”, en un ocultamiento institucional y “humanitario” de la explotación universal. Sus bajos salarios, sus largas jornadas de trabajo, la intensidad de su trabajo, la carencia de todo tipo de derechos y prestaciones, la falta de garantías mínimas de higiene, salubridad y seguridad en los lugares de trabajo, y la facilidad con que habiendo perdido todos sus derechos como trabajadores y como ciudadanos pierden sus empleos, siempre precarios, son característicos de estos trabajadores en un mundo con explotación y sin lucha de clases. En ese mundo subsisten los explotados por la clase hegemónica sin que los explotados actúen como clase contra quienes los oprimen y dominan.
La política de distribución en la época del neoliberalismo mejoró su eficiencia y abatió sus costos mediante sistemas de gastos, salarios, prestaciones y servicios focalizados [4]en los que la estratificación y la movilidad ascendente de los trabajadores no beneficiaron a estratos o regiones de poblaciones nacionales, sino que limitaron sus beneficios a poblaciones localizadas en algunos puntos o “nichos” del sistema, estratégicamente ubicados, a modo de feudos y ciudades abiertas con muros de contención poco visibles. Esa política, basada en la teoría y técnica de sistemas autorregulados, no sólo se combinó con la de los trabajadores informales sedentarios y migrantes, o con la del fomento de guerras tribales, religiosas, étnicas, y de otras hegemónicas y electrónicas, sino con nuevas políticas de solidaridad o caridad transnacional que permitieron acabar con muchas instituciones de seguridad social del Estado benefactor sin provocar reacciones o rebeliones unificadas de los empobrecidos.
En todo caso, las nuevas políticas de distribución del producto sacaron de las fábricas las luchas contra la explotación y rompieron el carácter aglutinante de los movimientos obreros al estratificar a los trabajadores y al imponer políticas estructurales que dividieron a los movimientos sindicales en patronales e “independientes”. Las políticas de distribución se combinaron con fenómenos también estructurales de cooptación, corrupción, represión y metamorfosis de los líderes, de las organizaciones de trabajadores y las organizaciones populares, antiimperialistas o socialistas, incluidos muchos de los Estados y aparatos estatales que surgieron de los movimientos obreros, populares y revolucionarios. Para triunfar sobre ellos, las clases dominantes convirtieron a buena parte de sus integrantes en copartícipes de la refuncionalización del “capitalismo de Estado” o del “socialismo de Estado” hasta su recuperación e integración al capitalismo neoliberal, monopólico e imperialista ya convertido en capitalismo global.
Por su parte, los nuevos movimientos de lucha contra la explotación dan hoy prioridad a la construcción de mediaciones en que se vuelva realidad el ideal de una “democracia para todos” (Subcomandante Marcos) y se eliminen las distribuciones basadas en la economía de la cooptación y en los donativos, o en concesiones no acordadas o no consensadas por las mayorías.
Los nuevos movimientos pronto han descubierto que no sólo tienen que enfrentarse a las políticas de distribución del producto, sino a las de distribución de los medios y sistemas de producción, unos y otros relacionados con las fuerzas oligárquicas locales y nacionales y las redes del capitalismo global. Muchas comunidades han descubierto que cuando las crisis y enfrentamientos se agudizan, tienen que proteger sus bienes de consumo y sus bienes de producción.
Así, la lucha contra la explotación sigue siendo una lucha de los trabajadores, pero de los trabajadores unidos a los pueblos, o metidos en ellos como “movimientos sociales”. Lentamente tiende a convertirse en una nueva y extraña lucha por “la democracia de todos”, que si en el terreno político y cultural debe replantear el problema del respeto al pluralismo religioso, ideológico y cultural, o el problema de la unidad en la diversidad, así como el de la construcción de organizaciones y prácticas democráticas en el interior de las propias organizaciones de base y en el control eficiente de las políticas de seguridad, en el orden económico no puede limitarse a plantear el problema de redistribución del producto y tiene que enfrentar también los problemas de una política alternativa de distribución de éste y de nueva distribución de los medios de producción y servicios, en especial los que se refieren al conocimiento.
Los movimientos alternativos emergentes rebasan todas las posibilidades del Estado asistencialista, benefactor y populista. Advierten que la distribución de la producción debe necesariamente complementarse y articularse a la distribución del producto, y no quedarse nada más en ésta. Son ambas las que permiten explicar los fenómenos de la pobreza y de los requerimientos mínimos para luchar seriamente contra la pobreza, por la democracia, por la educación, por el saber-hacer, por la salud, por la vivienda, por el empleo y por una serie de productos y servicios esenciales que permitan construir un estilo de vida mínimamente humano.
Es así como aparece el problema de un sistema mundial de explotación al que los ciudadanos, trabajadores, pueblos y etnias se tienen que enfrentar en cuanto quieran construir una democracia de todos, esto es, una democracia que no se limite a escoger entre dos o más partidos que más o menos cambien algo, o cuyos dirigentes se muevan mucho “para que todo siga igual”, sino que con la libertad electoral y la participación política haga realidad una mejor repartición del producto y de los sistemas de producción de bienes y servicios. Una democracia así tiene que denunciar el mito neoliberal de “los costos sociales” de una supuesta “modernización necesaria” que “va a resolver”, “si la manejan bien los líderes y los pueblos”, “los problemas de la humanidad”.
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