Ana María del Río - Jerónima

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Corre el año 1857 y Jerónima Larraín, nieta de un importante senador, ha vivido toda su vida en el campo, rodeada de una familia que se ha empeñado, sin mucho éxito, en domar su carácter espontáneo y libre. Todo cambiará cuando su abuelo decida que es hora de su estreno en sociedad, en Santiago, una ciudad bullente de cambios culturales y sociales. A través de su íntimo y apasionado relato, Jerónima cuestiona los roles impuestos por una sociedad centrada en la tradición y en el qué dirán, las desiguales relaciones entre aristócratas y trabajadores, y la sumisión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Estas inquietudes la llevarán a relacionarse con los jóvenes del Partido Liberal, para horror de su abuelo conservador, y a descubrir la tragedia de un amor imposible.

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–Misiá Sarita, permítame hacerle notar que... –Forster se enjuga la frente con la manga.

La Ita lo mira con los ojos fulminantes.

–Ya lo noté, Forster. Venda.

–Pero misiá Sa...

–Forster, entienda. –El zapato pequeño de la Ita golpea el suelo–. Venda de una vez y déjese de peros. Esos potreros están hace años sin cultivar, son tierras baldías, y ahora, sin lluvia, peor. Sáqueles este precio. –Y le pasa un papelito con una cantidad anotada–. Y, sobre todo, ni una palabra a Pedro. Esto es fuerza mayor. ¿Oyó?

–Pero misiá Sara, estamos en fuerza mayor desde hace más de tres años –se oye la voz desesperada de Forster–. Si don Pedro llega a saber que...

La Ita se endereza tanto, que casi parece alta.

–No tiene por qué saber nada. Venda y cállese, ¿quiere? Necesito la plata depositada en el Chile pasado mañana. Cuando le digo que es fuerza mayor, es fuerza mayor y punto final.

En mi familia siempre hay alguien que está diciendo “punto final” por algo.

Forster sale secándose el sudor de la frente y diciendo que iremos directo a la ruina con este sistema. Después de cada visita del hombrecito del Tribunal, aparecen uno o dos potreros con otros dueños, que reparan los cercos de alambres de púas y pintan las estacas de los cierros de otro color.

Cuando el hombrecito se va, la Ita queda en silencio profundo, hundida en sus pensamientos. Luego se para y llama a los Gatos Plomos a su habitación. Se oyen exclamaciones, gritos, voces de la Ita en llanto, todo ensordecido detrás de la puerta. El viento furibundo se cuela por las ventanas. Luego silencio.

En eso, mi familia es experta. Todo se mete debajo y se queda ahí hasta que se olvida.

Luego, un día cualquiera, vuelven a Santiago. Lope Ávila carga el coche con sus gigantescas maletas. Los Gatos Plomos tienen más ropa que las tías. Además, echa cajones y cajones de frutas, verduras, queso, leche y huevos de campo.

–Dios, qué vergüenza –dicen los Gatos Plomos–. Nos confundirán con campesinos.

–No hay la menor posibilidad de que pase eso –ríe Gonzalo–. Los fundos serían un desastre con campesinos como ustedes.

Ellos no contestan. Detestan a Gonzalo. Parten dejando una estela de olor a Lantier, el perfume comprado en París.

–Pero estos niños se echan litros de este perfume –protesta el Tata–. Vamos a estar meses oliendo esto.

Así es siempre.

Me gusta cuando los veo desaparecer detrás de la curva del camino de tierra. Es como si contaminaran el aire, o algo así.

21

Los Mairena son el dolor de cabeza de Forster y me caen bien por eso.

Me gusta la Isabel Mairena. Ha tenido diecisiete hijos y ningún marido. Cada uno de sus hijos tiene un padre distinto. Ha estado embarazada durante casi todo el tiempo que la conozco y es la más buenamoza de las campesinas. Tiene un pelo negro iluminado, y en sus ojos brilla una especie de fogata. No se queda callada delante de nadie.

Nadie sabe qué edad puede tener. Se ve siempre como de treinta años. Los hombres se inquietan cuando están delante de ella. Mira directo a los ojos. Vive sola en su casa del pie del cerro y no tiene miedo a nada. –Ni a los vivos ni a los muertos –dice, riendo.

En el comedor, cuando se la nombra, las tías tosen y dicen “sin comentario”.

A la Isabel Mairena no le gustan las Misiones ni los padres capuchinos que vienen en las Misiones. Ni lo que predican los padres capuchinos que vienen en las Misiones. Ni menos los matrimonios obligatorios que se hacen en las Misiones. Todos los años, la Ita, acompañada de la Consuelo y de la Pita, suben trabajosamente el cerro, hasta la punta, donde la Isabel Mairena tiene su choza. Todos los años la Ita va a lo mismo: a tratar de que ese año ella acepte casarse por la Iglesia con su pareja de turno.

–Tienes que santificar tu unión, Isabel –dice la Ita–. Si no lo haces, vivirás en pecado siempre y si, Dios no lo quiera, mueres, vas al infierno de inmediato.

La Isabel Mairena la mira, impertérrita, rodeada de sus cuarenta perros y niños piluchos.

–Te traigo este colchón nuevo –dice la Ita–. No es moral ni higiénico compartir cama con alguien con quien no estás casada.

La Isabel Mairena no dice nada. La mira, le da las gracias por el colchón, lo pesca y se lo lleva a la pieza del fondo, que cierra con llave. Luego vuelve y le dice que no se casará por la Iglesia.

–¿Matrimoniarme para tener una boca más en mi casa y que más encima se crea con derecho a mandarme? Tonta medio día no más –dice.

En el comedor de la cocina hablan de la Isabel Mairena. Algunas campesinas dicen que cada Mairena es de distinto migajón, y se ríen. –Así da gusto –comentan. Se dan codazos. La Gumercinda, entonces, se molesta y las manda callarse.

–No se habla de estas cosas donde se come –dice.

Forster le tiene miedo a la Isabel Mairena. No se atreve a ir a su casa y decirle que ya no le llegarán la harina ni la grasa mensuales y que todos los sueldos han bajado a la mitad. Por miedo, él se los sigue dando.

Pero igual, las noticias corren como conejos en el campo. Cuando la Isabel Mairena sabe lo de la bajada de sueldo y que dos de sus hijos no quedaron en los turnos del túnel, se lava el pelo, se hace un moño y va a la casa del Tata.

Está parada frente a la escalera de la entrada, con su vestido de salida y su gran cartera negra. Con el pelo mojado, los ojos se le ven muy grandes.

Pide hablar con el senador.

–Don Pedro está durmiendo –dice la Gumercinda, cautelosa.

La Isabel Mairena se sienta tranquilamente en los escalones de la entrada.

–Espero, entonces –dice–. No tengo apuro.

El Tata se asoma por la ventana de su escritorio y le hace señas a la Gumercinda para que la deje pasar.

La Isabel Mairena pasa directo al escritorio. Camina derecha, con una majestad que le cae desde los hombros. Saluda con una leve inclinación de cabeza al Tata. No sonríe y lo mira fijo.

–Forster dejó afuera de los turnos del túnel a dos de mis hijos. Recontrátelos, por favor –dice.

–¿Es que no te das cuenta del momento que vivimos? –dice el Tata.

–¿Qué cree usted? –dice la Isabel Mairena, mirándolo fijo–. Por supuesto que nos damos cuenta. Todos se dan cuenta. Mis tripas y las de mis hijos y mis nietos se dan cuenta.

La Isabel Mairena habla lento y modula perfectamente. Tiene un tono casi tan autoritario como el del Tata.

Siempre ha sido así: sorpresiva, nunca se sabe con qué va a salir.

–Sí. Pero si no llueve, Isabel, el campo se va al carajo –dice el Tata, mirando por la ventana–. Llevará años en ponerlo de pie de nuevo. Yo lo voy a hacer, pero tienes que tener paciencia.

–¿Y por mientras? –dice la Isabel Mairena. Y se mira su guata, con el embarazo número quizás cuánto.

–Voy a tratar de que Forster contrate a tus cabros aunque sea de medio tiempo –dice el Tata–. Es lo único que te puedo ofrecer por ahora.

–¿Va a tratar? ¿O va a hacerlo de una vez, como usted hace las cosas? –dice la Isabel Mairena, mirándolo sin pestañear.

Nadie le habla así al Tata, en todo el valle. Nadie.

–Voy a hacerlo, Isabel, no me jorobes más –dice el Tata–. Y que tus hijos dejen de ser insolentes, ¿estamos? Casi todos tus críos nacieron con la pluma parada. Me pregunto de dónde les vendrá –sonríe, irónico, mirándola.

Entonces, la Isabel Mairena se acerca mucho a la cara del Tata, y mirándolo fijo, le susurra, a quemarropa:

–Yo también me lo pregunto, senador, ¿no se acuerda?...

El Tata se pone muy nervioso y comienza a ordenar y a mover papeles de las carpetas del escritorio, desordenándolas todas.

Luego ella, escueta, poniéndose de pie, acercándose a él, tomándole la mano y encerrándola entre las suyas, muy calientes, le dice:

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