Juan Fernando Hincapié - Gramática pura

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"Hoy es un día difícil para mí, pero trataré de ejecutar con donaire y elegancia. Puesto que siempre es mejor apoyarse en ejemplos, tomaré como base mi vida en los últimos diez años: una visa como cualquier otra, una vida decente, una vida entregada al conocimiento, una vida colombiana. Hay gente que sostiene que una vida colombiana no puede ser decente ni puede estar entregada al conocimiento. Les demostraré a estos bausanes que están equivocados".
Quien escribe esto es Emilia Restrepo Williamson, una señorita bogotana asentada en ese grupo que se refiere como cómodamente a sí mismo como gente bien. Caprichosa, espontánea, opinionada -un adjetivo que ella amaría-, en estas páginas repasa su vida, su idioma, su familia y su clase. Ante una voz como la de Emilia solo cabe acudir al contundente lugar común: la amas o la odias.

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Pajita, pitillo, popote. Un caso parecido al de los zapatos para jugar al fútbol y al del color café, con denominaciones distintas en cada país hispanohablante.

—Straw! —intentó enseñarme.

—Estró —repetí yo.

Para cuando acabamos la hamburguesa y fuimos por un par de helados, me dio la impresión de que Agustín había dejado de lado la celada que dio origen a esta escaramuza. Lo digo porque se comportó como un joven decente. Me contó cosas sobre su vida y su familia, yo hice lo mismo, pero, en realidad, cuando recuerdo este episodio apenas nos veo hablando desde lejos, como si hiciéramos parte de una película y después de enseñar un par de escenas llegaran a ésta, agradable, limpia, bonita, en que la cámara abandona lentamente.

Sé que significó algo para mí, porque en los recorridos romántico-letárgicos que suelo emprender cuando tengo problemas para conciliar el sueño, el argentino siempre ocupa su lugar. Olvido a otros (siempre se me pasa el idiota de Gabriel Gutiérrez de Piñeres, por ejemplo), pero nunca a Agustín.

Ya con más confianza, lo siguiente sucedió cuando nos íbamos, mientras yo vertía el contenido de mi bandeja en la basura, y él, atrás de mí, sin duda chequeándome, aguardaba para hacer lo mismo. Quedaron más que confirmados sus diecisiete años cuando tocó mi hombro y yo, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, me volteé.

—Dame un beso —ordenó y, sin esperar respuesta, se abalanzó sonriendo.

Como la presa que se ve cercada, retrocedí, me moví a la derecha, esquivé. Fue inevitable que la bandeja junto con su contenido cayera en el bote de basura. Sonó de manera estridente. Los empleados y los pocos comensales voltearon a mirarnos. Yo caminé en dirección a la puerta de salida mientras Agustín anunciaba:

—Sorry! She is Colombian!

En el trayecto hacia su casa posó su mano en mi pierna de manera permanente. No la retiré, pero le daba palmadas cuando subía más de lo permitido. Cuando el carro se detuvo estábamos tomados de la mano. Nos besamos antes de entrar. Un beso intenso, húmedo, que yo no olvidaría en mucho tiempo. A quien primero conocí fue a su madre, que iba de salida, y entonces Agustín propuso ingresar a su habitación a ver un filme, que en honor a la verdad intenté observar hasta que resultó imposible lidiar con su testosterona. Seguimos besándonos, pero besos eran sólo la cuota inicial de lo que el argentino tenía en mente. En algún momento hasta su cosa me estrujó el costado. Intentó encaramarse. Tuve que ponerme de mal genio, hasta que comprendió que yo no era fácil (lo que sea que eso signifique), y finalmente salimos y cenamos con su madre, que ya había regresado con su esposo y su hijo mayor, quien en algún momento fue por la cámara fotográfica.

Un amor, la madre de Agustín. El padre me pareció algo presuntuoso. El hermano era extraño de una forma que no despertaba en mí ningún interés.

Sobre las diez de la noche, media hora más allá de mi toque de queda personal, Agustín me llevó a casa. Yo ya había tenido suficiente pero él seguía duro y dale con los besos y los toqueteos. Tuve que bajarme de mala manera, muerta de la vergüenza con Sharon y Wayne, quienes al parecer no lo notaron. En realidad, como una buena niña bogotana, nunca les di motivos de disgusto o preocupación.

Verdaderamente me encanta la solemne traducción al español del vocablo curfew.

Agustín, Agustín Facundo Casares, ¿qué será de ti, qué será de vos ahora, más de una década después? Te imagino todavía en Oklahoma, el rey de Oklahoma, el dandy de Oklahoma, una vida probablemente sin ninguna carencia, te ejercitarás un par de noches a la semana porque tienes unos kilos de más, no demasiados, sólo algunos; tendrás una mujer aria, agria y guapa, en forma y de pronto hasta instruida… No sé. Es casi seguro que tienes un par de niños lingüísticamente perdidos pero adorables. Tendrás un negocio de algo, me figuro, visitarás a tu madre los fines de semana y a tu hermano en la cárcel una vez al mes… Habrás ido un par de veces a la Argentina de vacaciones... Buenos Aires, Rosario, fotografías en los lugares paradigmáticos que ahora adornan con muy mal gusto la sala de tu casa: un campo de fútbol, el Obelisco, la Casa Rosada; no se si tengas dólares en abundancia, ni amigos en abundancia. ¿Te habrás topado con otra colombiana? ¿Seguirás frecuentándote con Faustino?

En fin, Agustín, que no sé si te desee lo mejor, pero también sé que no lo necesitas.

No mucho después de mi aventura en casa de los Casares, un sábado en la mañana, Agustín pasó por mí en su carro. Empotrada en el puesto del copiloto cual si fuera parte del asiento, la gringa Kirsten vestía una indecente minifalda que para nada correspondía con el clima. Para mi estupor, esa no fue la sorpresa principal que me aguardaba, pues cuando Kirsten inclinó su silla hacia adelante para que yo pudiera pasar (era un cupé), en el asiento de atrás, microscópico y sonriente, vistiendo los mismos jeans gastados y la misma camiseta blanca con las que seguramente había corrido por la frontera, estaba Faustino.

—¡Emilia! —exclamó feliz.

Cada tanto, en nuestro camino hacia el parque de diversiones, por el espejo retrovisor mi mirada se cruzaba con la de Agustín. Kirsten charlaba sobre cualquier cosa, Faustino miraba por la ventana. Al cabo de unos kilómetros nos detuvimos en una bomba de gasolina. Yo fui por un café; coincidí con Agustín cuando éste entró a pagar.

—Mirá, linda…

—No me tiene que explicar nada.

El lugar se llamaba Frontier City. Yo ya había ido con otros estudiantes de intercambio a los pocos días de llegar a la ciudad. En esta ocasión, por tanto, sentía que tenía todas las potestades para liderar el grupo. Para cuando llegó el mediodía habíamos montado en casi todas las atracciones. A la mayoría nos subimos respetando la formación que se estableció en el carro: el argentino y la gringa adelante, Colombia y México en la silla de atrás. Sin embargo, en un par de rides (vocablo con el que se alude a cada una de las atracciones) se quebró lo establecido: niñas versus niños en unas, cambio de pareja en otras, incluso todos en el mismo vagón. Con todo, el lugar en donde yo me encontraba siempre daba la impresión de ser el menos divertido. Agustín y Kirsten: alboroto, coqueteo, risas; Agustín y Faustino: patanería, bullicio, testosterona; Faustino y Kirsten: risas, diversión, ¡coqueteo!

Emilia y Faustino: al principio, nada, respetuoso distanciamiento. Poco a poco me comenzó a divertir su gesto de ¿qué-hago-acá-jugando-con-mi-vida? A partir del almuerzo, cuando todo comenzó a importarme poco, antes de ponerme triste, ya le hablaba con naturalidad. Al final del día ya éramos amigos. Un tipazo, Faustino, sin duda.

Emilia y Kirsten: todo el día pugné por recordar las causas por las cuales pasábamos todo el día juntas en el colegio: risa franca iba, risa gazmoña venía. Sin embargo, saliendo de una de las atracciones me dejó en ridículo ante los muchachos, quienes rieron a pierna suelta cuando Kirsten les mostró mi gesto en la fotografía instantánea que le toman a la gente mientras está allá arriba. A mi lado, la gringa sonreía con toda la boca, los brazos en alto; yo, en cambio, agazapada sobre mi silla, las dos manos apretando el tubo como si la vida se me estuviera escapando, la cabeza entre los hombros. Un gesto muy parecido al de Faustino, que hizo que todos rieran pero principalmente Agustín, en secreta comunión con la yanqui. Desde ese día, desde ese instante mismo, nuestra relación comenzó a deteriorarse, al punto de que al final del año escolar apenas cruzábamos palabra y sólo me despedí de ella por no ser tildada de grosera.

Emilia y Agustín: ¿existió alguna vez tal denominación; digo, fuera de la vez que estuvimos en su cuarto, la luz apagada? La primera vez que coincidimos, por iniciativa suya, con Faustino y Kirsten carcajeándose adelante, fue en una atracción de las más aburridas. Vueltas y más vueltas con música estridente de fondo. Ya para el segundo giro tuve que retirar por vez primera su mano de mis piernas. La física, sin embargo, le sirvió de excusa para invadir mi espacio. Sabía que yo no haría nada para atraer la atención de la pareja de adelante. Al final, y harto me he arrepentido de esto, me contemplé correspondiéndole su tonto juego.

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