Bessel van der Kolk - El cuerpo lleva la cuenta

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El cuerpo lleva la cuenta ha sido traducido a más de 20 idiomas y ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo. Ha estado de forma intermitente en la lista de bestseller del NYT de la sección de ciencia desde su publicación.
Este libro profundamente humano ofrece una nueva comprensión radical de las causas y consecuencias del trauma, que ofrece esperanza y claridad a todas las personas afectadas por su devastación. El trauma ha surgido como uno de los grandes retos de la salud pública de nuestro tiempo, no sólo por sus efectos bien documentados sobre los veteranos de guerra y víctimas de accidentes y delitos, sino debido a la cifra oculta de la violencia sexual y familiar y en las comunidades y escuelas devastadas por el abuso, el abandono y la adicción.
Basándose en más de treinta años en la vanguardia de la investigación y la práctica clínica, Bessel van der Kolk muestra que el terror y el aislamiento en el núcleo del trauma, literalmente, remodelan tanto cerebro como el cuerpo. Nuevos conocimientos sobre nuestros instintos de supervivencia explican por qué las personas traumatizadas experimentan ansiedad incomprensible y rabia paralizante e intolerable y cómo el trauma afecta su capacidad para concentrarse, recordar, formar relaciones de confianza e incluso para sentirse como en casa en sus propios cuerpos. Estas personas, después de haber perdido el sentido del autocontrol y frustrados por las terapias fallidas, a menudo temen estar dañados sin posibilidad de recuperación.
El cuerpo lleva la cuenta es la inspiradora historia de cómo un grupo de terapeutas y científicos, junto con sus valientes y memorables pacientes, han luchado por integrar los recientes avances en la ciencia del cerebro, la investigación del apego y la conciencia corporal en tratamientos que puedan liberar a los supervivientes del trauma de la tiranía del pasado. Estos nuevos caminos hacia la recuperación activan la neuroplasticidad natural del cerebro para reconectar el funcionamiento perturbado y reconstruir paso a paso la capacidad de «saber lo que se sabe y sentir lo que se siente». También ofrecen experiencias que contrarresten directamente la impotencia y la invisibilidad asociadas al trauma, lo que permite a niños y adultos recuperar la autoridad de sus cuerpos y sus vidas.
Los lectores terminarán este libro asombrados por la resiliencia humana y por el poder que tienen nuestras relaciones, ya sea en la intimidad del hogar o en comunidades más amplias, de dañar y sanar.

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Durante mi época en el Hospital Estatal de Boston, seguí trabajando en el laboratorio de psicofarmacología del MMHC, que en aquella época estaba orientando su investigación en otra dirección. En los años sesenta, científicos de los Institutos Nacionales de Salud empezaron a desarrollar técnicas para aislar y medir las hormonas y los neurotransmisores en la sangre y en el cerebro. Los neurotransmisores son mensajeros químicos que transportan información entre las neuronas, permitiéndonos relacionarnos de un modo efectivo con el mundo.

Ahora que los científicos estaban encontrando pruebas sobre la asociación entre los niveles anómalos de norepinefrina y la depresión, y entre los niveles anómalos de dopamina y la esquizofrenia, había esperanza de que pudiéramos desarrollar fármacos orientados a anomalías cerebrales específicas. Esta esperanza nunca se cumplió por completo, pero nuestros esfuerzos por medir cómo los fármacos podían afectar a los síntomas mentales provocaron otro cambio profundo en la profesión. La necesidad de los investigadores de disponer de un modo preciso y sistemático para comunicar sus hallazgos dio como resultado el desarrollo de los llamados Criterios diagnósticos para la investigación , a los que contribuí como modesto ayudante de investigación. A la larga, estos criterios se convirtieron en la base del primer sistema para diagnosticar problemas psiquiátricos de manera sistemática, el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, habitualmente conocido como la «biblia de la psiquiatría». El prólogo del emblemático DSM-III de 1980 era apropiadamente modesto y reconocía que ese sistema de diagnóstico era impreciso, tan impreciso que no debía usarse nunca con fines forenses o para los seguros. 8Como veremos, esta modestia resultó trágicamente efímera.

SHOCK INELUDIBLE

Preocupado por tantas cuestiones que quedaban pendientes sobre el estrés traumático, me intrigaba la idea de si el emergente campo de la neurociencia podría aportar respuestas, así que empecé a asistir a las reuniones del Colegio Americano de Neuropsicofarmacología (ACNP). En 1984, el ACNP ofreció muchas conferencias interesantes sobre el desarrollo farmacológico. Unas horas antes de tomar mi vuelo de regreso a Boston, escuché la presentación de Steven Maier de la Universidad de Colorado, que había colaborado con Martin Seligman de la Universidad de Pennsylvania. El tema era la impotencia aprendida en animales. Maier y Seligman habían administrado repetidamente dolorosas descargas eléctricas a perros encerrados en jaulas. Lo llamaban «descargas eléctricas ineludibles». 9Como amante de los perros que soy, enseguida supe que yo nunca habría podido realizar ese estudio, pero sentía curiosidad sobre cómo habría afectado aquella crueldad a los animales.

Después de administrar varios ciclos de descargas eléctricas, los investigadores abrían las puertas de las jaulas y luego volvían a aplicar descargas a los perros. El grupo de perros control que no las habían recibido inmediatamente salían corriendo, pero los que habían sido sometidos a las descargas sin poder escapar no hicieron ningún intento por salir, aunque la puerta estuviera bien abierta; simplemente permanecían allí, gimiendo y defecando. La mera oportunidad de escapar no hace que los animales traumatizados, o las personas traumatizadas, tomen necesariamente el camino hacia la libertad. Como los perros de Maier y Seligman, muchas personas traumatizadas simplemente se rinden. En lugar de experimentar el riesgo con nuevas opciones, permanecen bloqueadas en el miedo que ya conocen.

El relato de Maier me impresionó. Lo que habían hecho a esos pobres perros era exactamente lo que había sucedido a mis pacientes humanos traumatizados. Ellos también habían sido expuestos a alguien (o a algo) que les infligió un dolor terrible, un dolor del que no tenían forma de escapar. Hice un rápido repaso mental a los pacientes que había tratado. Casi todos habían estado atrapados o inmovilizados de un modo u otro, incapaces de actuar para evitar lo inevitable. Su respuesta de luchar o escapar había quedado desbaratada, y el resultado era una agitación o un colapso extremos.

Maier y Seligman también descubrieron que los perros traumatizados secretaban mayores cantidades de hormonas del estrés de lo normal. Ello confirmaba lo que estábamos empezando a saber sobre la base biológica del estrés traumático. Un grupo de jóvenes investigadores, entre los cuales se encontraban Steve Southwick y John Krystal –de Yale–, Arieh Shalev –de la Hadassah Medical School de Jerusalem–, Frank Putnam –del National Institute of Mental Health (NIMH)– y Roger Pitman –posteriormente de Harvard–, estaban descubriendo también que las personas traumatizadas seguían secretando grandes cantidades de hormonas del estrés mucho tiempo después del peligro real, y Rachel Yehuda –del Mount Sinai de Nueva York– nos confrontó con hallazgos aparentemente paradójicos, en el sentido de que los niveles de cortisol de las hormonas del estrés son bajos en el TEPT. Sus hallazgos solo empezaron a tener sentido cuando su investigación aclaró que el cortisol pone fin a la respuesta de estrés enviando una señal de seguridad y que, en el TEPT, las hormonas del estrés del cuerpo en realidad no vuelven al nivel basal una vez que la amenaza ha finalizado.

Idealmente, nuestro sistema de hormonas del estrés debería proporcionar una respuesta sumamente rápida a la amenaza, y luego devolvernos inmediatamente a una situación de equilibrio. En los pacientes con TEPT, sin embargo, el sistema de las hormonas del estrés no puede realizar este equilibrado. Las señales de lucha, huida o paralización siguen una vez ha pasado el peligro y, como en el caso de los perros, no vuelven a la situación normal. En lugar de eso, la secreción continuada de hormonas del estrés se expresa en forma de agitación y pánico y, a largo plazo, causa estragos en la salud.

Perdí el avión ese día porque tenía que hablar con Steve Meier. Su taller ofrecía pistas no solo sobre los problemas subyacentes de mis pacientes, sino también potenciales claves para su resolución. Por ejemplo, él y Seligman descubrieron que el único modo de tratar a los perros traumatizados para que salieran de los barrotes eléctricos cuando las puertas estaban abiertas era arrastrándolos repetidamente de las jaulas para que pudieran experimentar físicamente cómo salir. Me preguntaba si también podríamos ayudar a mis pacientes con respecto a su creencia fundamental de que no podían hacer nada para defenderse. ¿Acaso mis pacientes también necesitaban tener experiencias físicas para recuperar una sensación visceral de control? ¿Qué pasaría si se les pudiera enseñar a moverse físicamente para escapar de una situación potencialmente amenazante similar al trauma en el que habían quedado atrapados y paralizados? Como describiré en la parte 5 sobre tratamiento de este libro, esta fue una de las conclusiones a las que llegué a la larga.

Otros estudios con animales realizados con ratones, ratas, gatos, monos y elefantes arrojaron más datos intrigantes. 10Por ejemplo, cuando los investigadores emitían un sonido alto e intrusivo, los ratones que se habían criado en un nido cálido con mucha comida corrían inmediatamente hacia su casa. Pero otro grupo, criado en un nido ruidoso con poco suministro de comida, también volvía a casa, incluso después de pasar cierto tiempo en entornos más agradables. 11

Los animales asustados vuelven a casa, independientemente de si el hogar es un lugar seguro o aterrador. Pensé en mis pacientes con familias abusadoras que volvían una y otra vez para volver a sufrir dolor. ¿La gente traumatizada está condenada a buscar refugio en lo que le es familiar? En caso afirmativo, ¿por qué? Y ¿es posible ayudarles a apegarse a lugares y actividades seguras y placenteras? 12

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