Ajustes entre gestus y público. La adecuación de la pronuntiatio al espectador o al lugar y la teoría contrarreformista del decoro
Pacheco se revela en apreciaciones del cariz sobredicho como uno de los más tenaces adalides de lo que podemos considerar una «teoría contrarreformista del decoro». Esta línea subrayaba la base que supeditaba el decoro a «lo digno» con el fin de juzgar el peso de los géneros pictóricos en razón de su valor moral y de su capacidad conmovedora. Para actuar sobre el oyente en una determinada dirección, la oratio había de combinar res y verba de una manera «decorosamente» emotiva. De ahí que el tercer y último nivel de la teoría del decoro dependa del ensamblaje perfecto de palabras y cosas con respecto a un auditorio concreto y sus circunstancias.
La retórica de las emociones arranca de Aristóteles. Aunque se basó en Platón para esta visión «afectiva» de la oratoria –a la cual dedicó casi todo el Libro II de su Retórica–, su acopio de argumentos y clarividencia analítica es muy superior [169]. La formulación aristotélica resultaría crucial para justificar la apelación del orador a las pasiones, pues instituía la premisa de que los recursos emocionales no eran auxiliares o secundarios respecto del asunto del discurso (gr. pragma) sino tan importantes como el contenido mismo [170].
Una vez dada por supuesta la existencia de un contenido, lo propio del orador era el movimiento de las pasiones, ya que en ello se distinguía de los demás hablantes. La susceptibilidad emocional del auditorio, a quien a veces hay que convencer de cosas «que en cierto modo se miden con balanzas corrientes, no con las de precisión de un joyero» [171], era proporcional a la eficacia de la persuasión [172]. Impresionar así, como pedía Cicerón, entrañaba adecuar el estilo al tema y a la manifestación de las emociones apropiadas. Esta clase de pruebas que el público recibía de la conmoción de sus sentimientos se llamaban «patéticas» [173], y en ellas estribaba el poder de la elocuencia, según Quintiliano [174]. El estilo, en definitiva, terminaba siendo producto de la adaptación del orador al espectador, y los diferentes tipos de discurso surgían de las distintas naturalezas tanto de hablantes como de oyentes, en cada lugar y tiempo [175].
Resulta innecesario ponderar la trascendencia que el tercer nivel del decorum revestiría para la predicación desde tiempos medievales. Santo Tomás de Aquino identificaba decoro con «acomodación», un vocablo contemplado en términos tanto sociales como intelectuales. No sólo todos los estados y condiciones debían ser tenidos en cuenta por el orador, sino que éste tenía que asegurarse de «manifestar convenientemente al auditorio las cosas que concibe» [176]. Aquellas cosas medidas «con balanzas corrientes» de las que a veces había que convencer a un público indocto –o, al menos, localista o de formación parcial–, que considerara Cicerón, también preocuparían, inevitablemente, en el Renacimiento hispánico. En un largo capítulo dedicado al decoro de su De ratione dicendi, Vives aconsejaba como uno de los mejores modos para llegar a captar al auditorio que se le hablara con palabras usuales para ellos y de los asuntos de su interés [177]. Antes y después de él, apenas hay preceptista de oratoria en España, sea sacra o profana, que no dedique un capítulo o sección de sus escritos a la cuestión del decoro, en términos muy semejantes.
El emparejamiento decorum/dignitas para la oratoria es característico de preceptistas postridentinos como Arias Montano [178], fray Luis de Granada [179]o fray Diego Valadés, un mestizo franciscano nacido en Tlaxcala (México) y transferido a Italia que sacó a la luz en Perusa, en 1579, el que sería el primer libro publicado de un autor americano de nacimiento: la Retórica cristiana [180]. En el terreno de los paralelismos con la pintura, que son los que más nos incumben, disponemos de algunos testimonios de famosos predicadores de oficio. El dominico fray Juan de Segovia dedicó al duque del Infantado Cuatro libros sobre la predicación evangélica (Alcalá de Henares, 1573), una obra en la que llama la atención el conocimiento profuso de su autor de todo lo producido a nivel europeo en torno a los debates y conclusiones del Concilio de Trento. Por si fuera poco para demostrar su adscripción contrarreformista, baste decir que el P. Segovia redactó originalmente su tratado en castellano y que, temiendo que tan importante materia pudiese caer en manos de los «vulgares», se decidió a traducirlo al latín, justo al revés que los reformadores, a los que se oponía frontalmente [181]. Esta breve presentación nos permitirá comprender mejor el sentido del decorum y su interpretación ética dentro de la teoría del arte posconciliar. Segovia identificaba el decoro en la predicación con la belleza moral de la pintura honesta, con el delectare mediante lo agradable, lo suave o lo gracioso, aunque sin olvidar las otras dos funciones del predicador (enseñar y mover la voluntad):
Y el pintor otorga la mayor belleza posible a la imagen que pinta para que los ojos del hombre, cautivados por su belleza, la miren más gustosamente. [...] Y así igualmente en otras cosas tanto naturales como artificiales aparece esparcido este decoro y belleza [obsérvese la agrupación de términos] para que todas ellas se hagan agradables y amables a los hombres. Por tanto, siendo esto así en las cosas humanas, no está fuera del fin y el propósito de predicar que los oyentes de la palabra divina exijan y deseen esto mismo en las cosas divinas; es decir, que el predicador, en las verdades que debe enseñar, inserte gracia y suavidad en el modo de hablar para que mueva a los oyentes a recibirlas de buen grado, y por el deleite que de allí reciben, recuperen la voluntad de pedir la ejecución de las mismas [182].
Por supuesto, ello no quería decir que lo principal del decoro fuera el deleite visivo, sino la adecuación a la grave materia de la que trataba la oratoria sagrada y «à acomodarse à la capacidad de su oyente» [183], más que el atender a componentes pictóricos como la gracia o la valentía, y no digamos el descuido o la afectación. Paravicino, quizá contraviniendo sus gustos personales, así lo postulaba:
No escuso de advertir por mayor cuanto deseo la puntualidad debida en las pinturas sagradas, aunque no cuadre a las atenciones del arte tanto. Porque como es, entre las demás excelencias suyas, tan fiel testigo, sino igual compañero de la tradición, más importa en ella la puntualidad que la gracia, y más que la valentía. [...] Pero no es bien que el descuido ni la afectación sean achaques de tan grande arte, y así, cuando tropiece en esto el pueblo de los pintores que hay harto de él, y debe de ser gran mortificación de los insignes. Ellos, a lo menos, no deben caer, sino tender a toda la propiedad y decoro [repárese una vez más en el significativo emparejamiento], que es cosa de que la iglesia mucho suele valerse [184].
Fuera del ámbito estrictamente retórico, uno de los primeros tratadistas del arte en formular una definición del decorum después de Alberti fue Francisco de Holanda. Como sería habitual a lo largo de los siglos XVI y XVII, en vez de proponer una enunciación comprehensiva, volvió a tratar de explicar lo general a partir de lo particular:
Pero, propriamente lo que yo llamo decoro en la Pintura, es que aquella figura o imagen que pintamos si ha de ser triste o agraviada que no tenga alrededor de sí jardines pintados, ni cazas, ni otras gracias y alegrías, sino antes que parezca que hasta las piedras y los árboles y los animales y los hombre sienten y ayudan más a su tristeza; y que no haya alguna cosa sensible ni insensible alrededor de la persona triste y agraviada, que no agrave y haga condoler más de ella a los ojos que la miran [185].
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