Juan Luis González García - Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro: краткое содержание, описание и аннотация

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Dada la voluntad de difusión y acción eficaz que hizo ostensible la religiosidad del Siglo de Oro, puede entenderse naturalmente su fascinación por los instrumentos audiovisuales de adoctrinamiento y la función óptica de la comprensión. El acto de ver o mirar una pintura devota no era simplemente algo que le sucedía a la obra después de su ejecución por parte del artista, sino que ésta había sido creada para portar un mensaje distintivo e impactar en la imaginación. Enfatizar precisamente esta función comunicativa del cuadro, que está más allá de la mera experiencia estética, es un modo de equiparar imagen y oratoria. De hecho, este libro confirma que la retórica puede ayudar a determinar hasta qué punto las ideas tomadas de la elocuencia sagrada influyeron sobre los modos de ver en la Alta Edad Moderna hispánica, y cómo la percepción visual del público condicionó la predicación contemporánea.
Las conclusiones abren novedosas y enriquecedoras vías para la comprensión del arte y la cultura visual del Siglo de Oro, atestiguando, por un lado, una relación cierta entre los tratados españoles de pintura de la época y la oratoria clásica, y, por otro, afirmando la existencia de una teoría «española» de la imagen sagrada en los textos de predicación y espiritualidad de la época.

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En la oratoria ciceroniana, la varietas del discurso es la causa de la existencia de los estilos, y el estilo mismo depende de los deberes del orador u officia oratoris [101]. Cicerón dio, en efecto, un paso más que la Retórica a Herenio estableciendo una correspondencia directa entre los tres estilos (simple, medio y elevado) y las tres funciones del rétor: «probar que es verdad lo que defendemos (docere), conciliarnos la simpatía de nuestro auditorio (delectare) y ser capaces de llevarlos a cualquier estado de ánimo que la causa pueda exigir (movere)» [102]. Informar, deleitar y conmover constituyen la llamada «tríada afectiva», el concepto central de la teoría retórica del Arpinate, que, a su vez, bebe de los géneros aristotélicos [103]. La asociación se resume nuevamente en El orador:

Será, pues, elocuente […] aquel que en las causas […] habla de forma que pruebe, agrade y convenza: probar, en aras de la necesidad; agradar, en aras de la belleza; y convencer, en aras de la victoria […] Pero, a cada una de estas funciones del orador corresponde un tipo de estilo: preciso a la hora de probar; mediano a la hora de deleitar; vehemente a la hora de convencer... [104]

El estilo simple incumbe al docere; el medio sirve para delectare (o conciliare), y el sublime y enérgico (vehemens) para movere (o persuadere). Por supuesto, la triplex varietas ciceroniana no sólo servía de cauce para entender los discursos de Cicerón, sino también para imitarlos. Igualmente se pensaba que los estilos no podían entenderse a menos que se conocieran bien todas las demás partes de la retórica: la adopción de un estilo determinado implicaba un conocimiento completo del arte [105].

El concepto retórico de «estilo» justifica la adaptación formal de un artista a distintos modos de expresión, dependiendo del tema a abordar [106]. El estilo simple o tenue, que aquí vinculamos a la pintura de historia, es narrativo, se basa en el lenguaje normal y parece dotado de gran verosimilitud, aunque está más cercano a la artificiosidad de lo que aparenta. Es un estilo ático, elegante y preciso, gustoso de usar sentencias agudas y moralizantes. El estilo medio o moderado, propio de los sofistas –o de los oradores/aduladores profesionales–, es descriptivo y usa de las metáforas y tropos para buscar la placidez, a veces acumulándolos en alegorías o ensanchándolos hasta la hipérbole: un vicio que conviene evitar, como sucede con la pintura de retratos. El discurso emocional o patético connota al estilo amplio o dilatado. De este estilo son característicos tropos audaces como las amplificaciones, las figuras de pensamiento más enérgicas (imágenes, hypotyposis) y una pronunciación ardiente y arrebatada, conmovedora como sólo puede ser la pintura devocional [107]. Los estilos estaban, pues, organizados de manera creciente según su potencial emotivo: por eso hoy, como entonces, afecta menos al espectador una «fría» pintura de historia que un buen retrato o una eficaz imagen piadosa.

Si algo ofrecía la tríada afectiva de la ligazón entre estilos y funciones retóricas era una sorprendente adaptabilidad al campo de las artes [108]. Vitruvio, para quien el decoro constituía un principio esencial que vinculaba la adecuada forma de un edificio con su función y emplazamiento, y su ornamentación con dicha forma general, fue el primero (en el Renacimiento lo harían Alberti [109]y Lomazzo [110]) que aprovechó el modelo ciceroniano para explicar los órdenes arquitectónicos: el dórico, el más severo y desornamentado de los tres órdenes griegos, servía para dioses como Minerva, Marte o Hércules; el corintio, el más adornado y florido, para Venus, Flora o Proserpina; el jónico, el estilo mediano por antonomasia, para Juno, Diana o Baco [111]. En cuanto a la pintura y la escultura, las primeras analogías en esta línea, también del siglo I a.C., corresponden a Dionisio de Halicarnaso [112]. En dos fragmentos de sus escritos sobre retórica ilustraba una jerarquía de los tres estilos en otros tantos oradores áticos, representados por Isócrates (elevado), Iseo (medio) y Lisias (simple). Según Dionisio, Isócrates utilizaba un estilo «más grandilocuente y más digno» que Lisias:

Es admirable y grandioso el nivel de los recursos empleados por Isócrates, más propio de la naturaleza de los héroes que de los hombres. Me parece que no sería un disparate si alguien comparara la oratoria de Isócrates con el arte de Policleto y Fidias por su solemnidad, suma maestría y dignidad, y la de Lisias, por su delicadeza y gracia, con el arte de Cálamis y Calímaco [113].

Para discernir entre los estilos adyacentes de Lisias e Iseo no podía emplear una oposición tan categórica y, a fin de que la diferencia entre ambos oradores fuera más palpable, decidió utilizar otro ejemplo tomado de las artes visuales:

Hay pinturas antiguas hechas con colores simples, sin mezclas de ningún tipo, con los dibujos bien perfilados y rebosantes de gracia. Junto a ellas hay otras peor pintadas, aunque su acabado es más preciosista, con muchos efectos de luces y sombras y que basan su atractivo en la cantidad de recursos empleados. Lisias se parece a las más antiguas por su simplicidad y gracia e Iseo a las más elaboradas y artificiosas [114].

Todos los preceptistas de retórica estaban de acuerdo en que el estilo elevado o sublime producía un efecto sobre la audiencia que más que persuadir «transportaba», que era irresistible para cualquier oyente y que resultaba apropiado para temas grandiosos y trágicos, expuestos con pasión vehemente, nobleza de expresión y composición digna [115]. Durante la Edad Media, la tradición que hizo más por mantener el concepto retórico del movere fue, por supuesto, el arte de la predicación, para la cual el docere era un deber, el delectare era honorarium (un regalo) y al movere, que era una necesidad, estaban supeditadas las otras dos funciones [116]. Según indicaba Cicerón en De optimo genere oratorum (46 a.C.), aquel que fuera supremo en todas estas funciones sería el más perfecto orador; quien tuviera un éxito moderado no pasaría de mediocre, y el que tuviera el menor de los éxitos acabaría como el peor de todos. A pesar de ello, los tres llevarían el nombre de orador, «como se llaman pintores aun los malos, pues entre ellos no diferirán en géneros, sino en facultades» [117]. San Agustín [118]y san Isidoro aplicaron esta función específica de la elocución «grande» ciceroniana para «las causas mayores, en las que se habla de Dios, de la salvación de los hombres, [donde] hemos de mostrar mayor magnificencia y esplendor». El stylus gravis, por tanto, debía ser siempre «grandilocuente cuando trata de llevar a Dios los espíritus apartados» [119].

Si los procedimientos «éticos» del conciliare eran fuente de la satisfacción del alma y las características «estéticas» del delectare lo eran del placer de la mente, los medios «patéticos» del movere producían un sentimiento capaz de trascender la distinción entre lo agradable y lo desagradable, una emoción que podía llevar al espectador más allá de su facultad para razonar. Esta clase de discurso, que no buscaba simplemente complacer, sino que intentaba inflamar las conciencias, caracteriza al estilo sublime de la predicación.

En la España del Siglo de Oro resurgió con la predicación aquel genus grande de los antiguos, gracias a la sabia conjunción de los contenidos sagrados con una pasión y unos «afectos» purificados. Existía el reconocimiento general de que la oratoria sacra era el único lugar en el que la praxis retórica aún podía desarrollarse en estilo elevado, pues el género deliberativo había quedado reducido a ejercicios académicos y el epidíctico se centraba en apologías de príncipes y discursos elegiacos [120]. Como sabemos, el género judicial fue el más importante en la época clásica, ya que en él nació y se desarrolló el arte de la persuasión. Ahora bien, puesto que los juicios ya no se guiaban, como en los comienzos, por el valor predominante de la argumentación retórica, sino por la aplicación casi mecánica de las leyes y la jurisprudencia ad casum, pasaron a ocupar en las preceptivas el último lugar y la menor consideración dentro de la tríada genérica. Apreciamos esto ya en la primera retórica de autor español que vio la luz a comienzos del siglo XVI, la Compendiosa coaptatio de Antonio de Nebrija (1515). La antología nebrisense tenía una finalidad específicamente docente y recopilaba –y reordenaba– la tradición clásica para ofrecérsela al aprendiz de orador del modo más asequible y placentero posible. Cuando era necesario, añadía partes de su cosecha, como en un capítulo donde recordaba que en sus días el género judicial había sido sustituido por la predicación y que, de no haber sido por ésta, el arte de la retórica casi habría desaparecido [121]. El género judicial también figuraba en último lugar en el tratado de Matamoros (1548) y con una atención menor que el deliberativo y el demostrativo. El autor añadía incluso una nota histórica que avalaba este sentimiento:

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