Juan Luis González García - Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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Dada la voluntad de difusión y acción eficaz que hizo ostensible la religiosidad del Siglo de Oro, puede entenderse naturalmente su fascinación por los instrumentos audiovisuales de adoctrinamiento y la función óptica de la comprensión. El acto de ver o mirar una pintura devota no era simplemente algo que le sucedía a la obra después de su ejecución por parte del artista, sino que ésta había sido creada para portar un mensaje distintivo e impactar en la imaginación. Enfatizar precisamente esta función comunicativa del cuadro, que está más allá de la mera experiencia estética, es un modo de equiparar imagen y oratoria. De hecho, este libro confirma que la retórica puede ayudar a determinar hasta qué punto las ideas tomadas de la elocuencia sagrada influyeron sobre los modos de ver en la Alta Edad Moderna hispánica, y cómo la percepción visual del público condicionó la predicación contemporánea.
Las conclusiones abren novedosas y enriquecedoras vías para la comprensión del arte y la cultura visual del Siglo de Oro, atestiguando, por un lado, una relación cierta entre los tratados españoles de pintura de la época y la oratoria clásica, y, por otro, afirmando la existencia de una teoría «española» de la imagen sagrada en los textos de predicación y espiritualidad de la época.

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La construcción de las frases en un discurso retórico convenientemente ajustado a la teoría del decoro requiere que cada una de las partes de dichas frases quede subordinada a una unidad superior de significado general. Esta subordinación, que recibe el nombre de hipotaxis [80], fue teorizada ampliamente por Cicerón, en particular en las distintas ocasiones en que trató acerca del exordio, a menudo estableciendo comparaciones de tipo orgánico. Uno de los defectos más evidentes del exordio o inicio del discurso –aquel que dispone favorablemente el ánimo del oyente para escuchar el resto de la exposición– era la falta de propiedad. Tal sucedía cuando no surgía de las circunstancias del caso ni estaba unido al resto del discurso «como los miembros del cuerpo con él» [81]; el comienzo se ligaría, pues, a lo demás de modo que pareciese «un miembro integrado con el resto del organismo» [82]. En otros lugares, Cicerón postulaba el uso de palabras para conectar las partes discursivas «a modo de articulaciones» [83]o encadenamientos [84]. Si volvemos nuestra atención a la forma y figura del hombre o incluso de los demás seres vivos, comprobaremos, según el Arpinate, «que ninguna parte de su cuerpo está modelada sin que haya alguna necesidad y que su forma, en conjunto, está acabada como por designio artístico, no por casualidad» [85].

A lo largo del Libro II del De pictura, Alberti desarrolló la idea ciceroniana de la hipotaxis o coherencia interna aplicada de forma pionera a la pintura, empleando términos como accommodare y correspondere para explicar la adecuación proporcionada de las partes del cuadro entre sí y de éstas con el conjunto, cumpliendo cada una con su función conforme a la acción a realizar. Para lograr esa unidad, no había camino mejor que la observación larga y diligente de lo real, a fin de imitar el modo en que la naturaleza, «admirable artífice de las cosas, ha compuesto las superficies con hermosísimos miembros» [86]. La composición de éstos debía procurar que convinieran entre sí perfectamente, lo cual ocurría «cuando en tamaño, función, aspecto, color y otras cosas semejantes corresponden en gracia y belleza» [87].

El nivel básico de la teoría del decoro en la dispositio retórica y en la preceptiva artística radica, por consiguiente, en la armonía de las partes entre sí y de éstas con el todo. En un segundo y tercer nivel, el decorum persigue ajustar la elocutio a las ideas (el significante al significado, o la forma plástica al tema, en el caso de la pintura) y la pronunciación (o ejecución artística) al público [88], respectivamente. «Todo debe adaptarse a la naturaleza de las personas, los lugares, el tiempo y la situación, pues como dice el proverbio griego, “no todo conviene del mismo modo a todos”», según Gaurico. Ornamentos y motivos habrían de ajustarse, por tanto, al tema y a las circunstancias del espectador [89]. Como veremos, el segundo nivel explica la correlación de los géneros pictóricos con los tres «oficios» u obligaciones del orador, mientras el tercero afecta al fin principal de la pintura en el Siglo de Oro, que coincide con el más importante de los officia: la persuasión o el movere [90].

Ajustes entre res y verba. La adecuación de la elocutio a la materia del discurso

Los genera dicendi y los géneros pictóricos

El decorum o aptum (gr. prepon) constituye una de las nociones centrales de la retórica de Platón y Aristóteles y de la preceptiva oratoria –y, por ende, de la teoría artística– en general, y por ello merece una explicación detenida. El concepto, como se ha visto, implica la armónica concordancia de todos los elementos del discurso, tanto de las partes integrantes de la expresión lingüística (gr. lexis) consigo mismas (prepon interno, hipotaxis o primer nivel del decoro) como de la propia expresión respecto a las exigencias temáticas y circunstancias sociales de la alocución (prepon externo, correspondiente a los sobredichos niveles segundo y tercero). Aunque la exposición de este principio es muchas veces tenida por aristotélica, procede, en realidad, de imágenes ya elaboradas en el Gorgias [91]. Aristóteles retuvo de Platón dos ideas: la proporción y orden interno de los elementos que deben componer la expresión, y la finalidad conforme a las necesidades de la obra. Para el filósofo, la lexis era adecuada siempre que expresase las pasiones (pathos) y los caracteres (ethos) y guardara analogía (i. e., proporcionalidad) con la forma y los hechos establecidos [92]. Esta adaptación o propiedad aseguraba la atención del público, lo cual a su vez garantizaba la consecución del objetivo deseado por el orador.

Las relaciones entre res y verba, sometidas a las reglas del decoro y establecidas entre el emisor y el receptor a través del mensaje, definen los tres géneros de discursos retóricos: judicial, deliberativo y epidíctico [93]. Esta parte de la Retórica de Aristóteles es, sin duda, la más influyente y la que más ha vinculado su nombre a la historia de la elocuencia [94]. La reducción de todos los discursos a tres tipos se basa en las clases de temas y de oyentes, y creemos que, por deducción y atendiendo a pruebas subsiguientes, puede ponerse en paralelo explícito con los tres géneros pictóricos principales [95]: el genus iudiciale o forense, la oratoria de los tribunales, en los que acusamos –por ejemplo, impugnando las herejías– o llevamos hacia la indignación, o bien defendemos –a los correligionarios– o movemos los ánimos a la misericordia, suavizando las pasiones, tiene un carácter ético que lo aproxima a la pintura religiosa; el genus deliberatiuum o suasorio, en el que persuadimos o disuadimos en asambleas sobre acontecimientos que pueden ser reales –como la cronística– o no –como la mitología–, tiene un carácter político afín a la pintura de historia; el genus demonstratiuum u ostensivo, donde se alaba a los héroes o vitupera a los tiranos, propio de las ceremonias, conmemoraciones, festivales patrióticos y funerales, está en el origen del retrato pintado.

El Auctor ad Herennium denominó «estilos» a los tria genera dicendi aristotélicos. Al judicial lo llamó «elevado» (graue o grandis), al deliberativo «simple» (tenue o subtilis) y al demostrativo «medio» (mediocre o medium). Con esta aparente gradación, el anónimo rétor no pretendía tomar ninguna posición a favor de alguno de los tres estilos; simplemente, el orador debía variarlos en su discurso para evitar saciar al espectador, pues cada uno de ellos tenía un uso preciso y una construcción gramatical diferente. El estilo elevado consistía en una ordenación de pensamientos nobles y graves, «como los que se usan en la amplificación o en la apelación a la misericordia»; el simple se expresaba con desnuda corrección e inteligibilidad, especialmente apropiadas para la narración; el medio, por último, se caracterizaba por oposición a los otros dos estilos, empleando palabras menos hiperbólicas que el estilo grande, pero sin rebajar el tono hasta la inmediatez del simple [96]. Así pues, igual que la triple distinción genérica suponía un intento de someter la infinita variedad de la materia retórica y su público, la triple distinción de los estilos aspiraba a reformular la infinita variedad de tipos elocutivos [97].

Cicerón tampoco recomendaba ningún estilo determinado, sino el adecuado en cada ocasión. El orador perfecto era el que sabía mezclar los tres estilos, y la mejor elocuencia resultaba de emplear cada uno de los genera causarum según el momento, algo muy difícil de llevar a cabo [98]. Aunque nada sugiere que Cicerón tuviera un conocimiento particularmente profundo u original de las artes o un gran aprecio o sensibilidad por éstas, puede hablarse de una estética personal basada en el decoro y la utilitas [99]. Cicerón fue más un «hombre de gusto» –lo que sería un «mirador» o «aficionado» en la España altomoderna– que alguien competente en filosofía del arte. El valor de la utilidad se advierte en el sentido que depositó en su colección de esculturas de su villa en Túsculo, que desde luego eran más que una serie de ornamentos: servían a un propósito, y éste era enaltecer social y políticamente a su dueño. Al mismo tiempo resultaban apropiadas («decorosas») para el lugar en el que estaban expuestas [100].

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