Las comparaciones ciceronianas estaban encaminadas a sustentar las dos formas principales de diversidad elocutiva: de temas (res) y de estilos (verba). Respecto a lo primero, en Sobre el orador reclamaba para su rétor ideal una formación completa, de manera que pudiera moverse a sus anchas en la discusión de cualquier tema preparado con anterioridad. Aunque tales conocimientos no quedasen explícitos en el discurso, se evidenciaría si el orador era bisoño o experto en la materia, igual que «no es difícil colegir si quienes se dedican a la escultura saben pintar o no, aun cuando no hagan uso de la pintura» [27](lo cual implicaba, dicho sea de paso, una defensa indirecta y anticipada del disegno como base de las artes). En cuanto a la diversidad de verba, la variedad de estilos de los distintos artífices no implicaba necesariamente un grado distinto de excelencia o de gloria. Todo estilo individual era digno de alabanza para Cicerón: lo importante era ser el mejor en el estilo personal de uno, igual que ante la naturaleza las sensaciones placenteras se extraían de la diversidad, e incluso de la disparidad [28]:
Y esto que ocurre en el mundo de la naturaleza, puede también trasladarse a las artes: uno es el arte de la escultura, en la que destacaron Mirón, Policleto, Lisipo, todos los cuales fueron diferentes entre sí, pero de tal modo que deseamos que todos sean iguales a sí mismos; uno es el arte y el método de la pintura, y sin embargo muy distintos entre sí Zeuxis, Aglaofonte y Apeles, y ninguno de ellos dan la impresión de que les falta algo en su arte. Y si en estas artes –podría decirse que mudas– esto resulta admirable y con todo cierto, cuánto más admirable en el discurso y la lengua. […] Mirad ahora y fijaos en esos varones cuyas excelencias son objeto de nuestro estudio: Isócrates fue agradable, Lisias sutil […], Esquines de poderosa voz […] ¿Quién de ellos no destaca entre los otros?, ¿y quién no se parece a otro sino a sí mismo? El Africano fue grave, Lelio suave, Galba áspero y Carbón un tanto rápido y cantarín. ¿Quién de ellos no fue el primero en aquellos tiempos? Con todo, cada cual el primero en su estilo. […] Aquí delante tenéis a […] Sulpicio y Cota. […] ¿Pues hay algo tan diferente como Antonio y yo [Craso] en nuestros discursos? [29]
Ser el primero en el estilo propio era el mejor camino para alcanzar la perfección como orador. El orador perfecto no había existido, pero no debía perderse la esperanza de alcanzar este ideal platónico, puesto que lo grande estaba cerca de lo perfecto y para quienes perseguían el primer puesto era honroso quedar en segundo o tercer lugar [30]. Si, según Platón, hay una idea de la perfecta república y, conforme a Cicerón, ha de aspirarse a la idea del perfecto orador, «también la hay del perfeto cortesano», como con fórmula análoga respondía Baldassarre Castiglione a sus previsibles antagonistas a la hora de describir su Cortesano entre 1508-1528 [31]. Esta obra –publicada en Toledo en 1534 según la traducción de Juan Boscán, antes que en ningún otro país europeo–, que se proponía educar la conducta del hombre culto del Renacimiento con los instrumentos de la retórica ciceroniana y su «elocuencia corporal» [32], después magistralmente engrandecidos por Quintiliano en su Institutio oratoria, incluye en sus páginas numerosos paralelos entre el arte de los siglos XV y XVI y la preceptiva oratoria de la Antigüedad. El que transcribimos a continuación es una paráfrasis «actualizada» [33]del párrafo del De oratore comentado más arriba sobre el valor de la maniera individual y diferenciada, propia de cada tiempo y lugar:
También hay de una misma suerte cosas diferentes, que igualmente placen a nuestros ojos tanto que con dificultad se puede juzgar cuáles contenten más. En la pintura son muy señalados Leonardo Vincio, el Mantegna, Rafael, Miguel Ángel, Jorge de Castelfranco [Giorgione], y todos difieren los unos de los otros; mas de tal manera difieren que en ninguno dellos se halla que falte nada, sino que cada uno en su género es perfetísimo.
[...] Los oradores también han siempre tenido entre sí tanta diversidad, que casi cada temporada ha producido y aprobado una suerte de oradores propria y conforme a aquel tiempo, los cuales no solamente de sus antecesores y sucesores, mas aun de sus contemporáneos han sido diferentes, como en los griegos se escribe de Isócrates, Lisias, Eschines y otros muchos, que aunque todos fueron ecelentes, a nadie se parecieron sino a sí mismos. Entre los latinos después, aquel Carbón, Lelio, Scipión Africano, Galba, Sulpicio, Cotta..., Marco Antonio, Craso y tantos otros que sería muy larga cuenta de nombrallos, todos fueron muy singulares; pero tampoco se parecieron los unos con los otros. De manera que quien se parase a pensar todos los oradores que han sido, cuantos oradores tantas formas de hablar hallaría [34].
En la España de los siglos XV y XVI, algunos teóricos de la oratoria, basándose en Hermógenes [35], vincularon la teoría de los estilos con la de los humores: el estilo del orador se entendía que reflejaba su naturaleza. Alfonso de Palencia, en carta a Jorge de Trebisonda (1465), caracterizaba los estilos retóricos según cada uno de los cuatro temperamentos (sutil y mordaz en los melancólicos; gracioso y suave en los sanguíneos; grave en los coléricos; manso en los flemáticos) [36]. Casi un siglo después, pero con palabras análogas a Palencia, el vivista Sebastián Fox Morcillo, al comienzo de su De imitatione (1554), afirmaba que se podía reconocer muy bien por la naturaleza de cada hombre los distintos ingenios; igualmente, cada tipo de discurso dependía de la clase de temperamento que afectara a su ejecutor: «En pocas palabras, todos los melancólicos son concisos, duros y breves en el hablar; los sanguíneos son rápidos, dulces y elegantes; los biliosos, elevados y precisos; los flemáticos, rápidos, fluidos y humildes» [37]. Un último preceptista, Juan de Guzmán, discípulo del Brocense y profesor en Pontevedra y Alcalá, aseguraba en 1589 que «los estylos son conforme a los ingenios, y los ingenios corresponden a los humores que reynan en el cuerpo, y aun conforme a las edades» [38].
A imagen de esta doctrina retórica [39], la teoría artística del Renacimiento llevó hasta sus últimas consecuencias el asunto de la diversidad del estilo, entendido éste como un énfasis añadido al contenido descriptivo o narrativo de la pintura; un énfasis que, aunque no alteraba el significado del cuadro, sí que modificaba su expresión estética o afectiva [40]. Se trataba, en definitiva, de conjugar una identidad universal para el arte con el canon personal que cada maestro aspiraba a producir para la posteridad [41]. La crítica de Cicerón sobre los estilos en oratoria estaba mucho más desarrollada que los rudimentarios análisis estilísticos planteados por Plinio para las artes visuales: por eso los teóricos del Siglo de Oro recurrieron a los retóricos «humorales» a la hora de efectuar discriminaciones entre las diferentes escuelas pictóricas. De ahí nacía –según Guevara y Carducho– que las obras de pintores y escultores respondiesen en su mayor parte a las disposiciones y afectos de los artífices:
Para exemplo de esto tomemos dos Pintores, igualmente artistas en la notomia, ó de cuerpo humano, ó animales, el uno colérico, y el otro flemático, los quales si de industria y á competencia pintasen un caballo, sucederá claramente, que el caballo del colérico se mostrará impetuoso, con furia, y dispuesto á presteza; y por el contrario el del flemático, dulce y blando, en el qual deseareis siempre una viveza y un no sé qué.
Pues vengamos á discurrir por las pinturas de un melancólico saturnino ayrado y mal acondicionado: las obras de este tal, aunque su intento sea pintar Angeles y Santos, la natural disposición suya, tras quien se vá la imitativa, le trae inconsideradamente á pintar terribilidades y desgarros nunca imaginados, sino de él mismo [42].
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