El Libro V de Las bodas de Filología y Mercurio comienza con la aparición de la Retórica ante los dioses entre el resonar de las trompetas. Viste yelmo y coraza y agita sus armas como el trueno; sus ropas están cubiertas de lumina y colores, en referencia a los términos alusivos a los tropos y figuras del discurso [95]. El origen de esta iconografía se halla en las alegorías griegas de la Persuasión (gr. Peitho). Dicha personificación, en atención a su capacidad seductora, formaba parte de la corte de Afrodita, junto con las Gracias y las Horai (o Estaciones), y como símbolo de la representatividad de la oratoria dentro de la vida política de las ciudades griegas adornó algunos importantes lugares de la Grecia clásica descritos por Pausanias, como el templo de Afrodita en Mégara [96]o la base de la estatua fidiaca de Zeus en Olimpia [97]. En esa esfera pública, la Persuasión solía vincularse a otras deidades distintas de Afrodita o Eros, fundamentalmente a Atenea, diosa de la polis por antonomasia, y a Hermes Logios, patrón de los ladrones y los oradores. La armadura de Atenea y el caduceo de Mercurio pasarían así, por vía de asociación, a la Retórica de Marciano Capella y de ahí a la Edad Media.
A partir del siglo XII, y hasta el Renacimiento, en Italia y España es común ver, junto a la Retórica, una representación de los más famosos oradores griegos y romanos, encabezados por Demóstenes y Cicerón. Así aparece en la capilla de los Españoles, pintada por Andrea da Firenze para Santa Maria Novella (1365) [98]; entre las siete artes liberales en la bóveda de la biblioteca de la Universidad de Salamanca, pintada hacia 1480 por Fernando Gallego [99]; en las entalladuras de la Visión deleitable de Alfonso de la Torre (primera edición, 1485) [100], muy influyente sobre la Arcadia de Lope y la Filosofía secreta de Pérez de Moya; en la Escuela de Atenas de Rafael (1509-1510), personificada como un guerrero armado según el texto de Capella, con quien debate un gesticulante Sócrates y otros oradores [101], o en la de la biblioteca de El Escorial, obra de Pellegrino Tibaldi en colaboración con Bartolomé Carducho ejecutada entre 1590 y 1592, donde a la personificación femenina de la Retórica acompañan Demóstenes, Isócrates, Cicerón y Quintiliano [102].
Sigüenza, al describir la biblioteca escurialense, no olvidó esta alegoría, «una hermosa y valiente figura de mujer, con extraño aderezo de ropas y más extraña postura y escorzo. En la mano derecha tiene el caduceo de Mercurio, llamábanle los antiguos el dios de la elocuencia […] Tiene un león al lado para significar que con la elocuencia y con la fuerza del bien hablar se amansan los ánimos más feroces» [103], efectos éstos de la retórica que, en la paráfrasis del jerónimo a cargo de Pacheco, no alcanzaba menos gloriosamente la pintura [104]. En 1561, Pedro Mexía había escrito una Historia de los emperadores desde Julio César hasta Carlos V (ampliación de otra anterior suya de 1545 que llegaba a Maximiliano), dedicada al futuro Felipe II. En ella enfatizaba la labor protectora de los grandes emperadores del pasado hacia los retóricos y los maestros griegos y latinos de elocuencia –como había hecho Vespasiano– o la erudición misma de los propios soberanos, a imagen de Septimio Severo, versado en letras y gran orador [105]. Al incluir la Retórica dentro de un conjunto mixto de artes liberales sacralizadas por la presencia de la Teología –del que están ausentes la pintura, la escultura e incluso la arquitectura como «nuevas» artes liberales–, la iconografía escurialense aprobada por Felipe II se integraba en el espíritu contrarreformista del pintor y teórico Giovanni Battista Armenini (1587), quien proponía fusionar la imagen de la Iglesia con las siete artes liberales, con sus «afectos y ánimos llenos de doctrina», disponiendo cada una de ellas cerca de los armarios donde se contenían los libros de las materias correspondientes [106].
Si bien Capella se ocupó de la gramática, la retórica, la dialéctica, la aritmética, la música, la geometría y la astronomía, nada expuso acerca de la poética o de las artes plásticas, que sí contemplara Aristóteles [107]. Según Horacio, «pintores y poetas gozaron siempre de pareja libertad para osarlo todo» [108], lo cual repetía Luciano como «un antiguo refrán» [109]. Unos y otros tenían igual capacidad inventiva o «licencia poética» [110]. Eso permitía que, mediante la asociación de la pintura con un arte liberal, aquélla fuera valorada por encima de la práctica manual; en suma, implicaba el ennoblecimiento de la pintura. Dicha teoría fue reelaborada en la Edad Media –por Guillermo Durando de Mende (ca. 1280-1286) en su Rationale divinorum officiorum, la más completa síntesis de la liturgia medieval [111]– y en los siglos XIV [112]y XV [113]por autores que optaron por tomar la pluma para alabar el pincel, como se decía en una metáfora contemporánea: una paradójica dificultad esa de tener que escribir para defender la supremacía del pintar, de usar por fuerza medios poéticos para celebrar la superioridad de lo pictórico ante la cual ciertos artistas, que no nos han dejado un legado escrito con sus ideas sobre la pintura, se rebelarían afirmando la preeminencia de su arte a través del mismo, como harían Annibale Carracci en sus autorretratos [114]o Velázquez en Las Meninas [115].
Las consecuencias de la doctrina sobre la ingenuidad de la pintura, que alcanzarían un valor táctico y programático enorme para los teóricos del arte y los pintores del Siglo de Oro, son de sobra conocidas [116]. Lo que lo pintores españoles deseaban no era demostrar que la pintura era igual o mejor que la poesía o las demás artes liberales, sino equipararse a los caballeros, que estaban tradicionalmente exentos de pechar y de obligaciones militares, y demostrar así que sus profesores no eran gente de oficio, ni sus talleres eran tiendas ni vendían mercaderías. Sin duda, los empobrecidos reinados de Felipe III y Felipe IV fueron años en los que se presionó a los oficios y gremios a contribuir con su parte a toda costa, lo que se traducía en que aquellos oficios bien organizados tenían una mejor disposición de pagar los impuestos entre sus miembros y distribuir las cargas fiscales de manera más equitativa. Para ahorrarse impuestos, eludir las levas y pleitear con los talleres de otros oficios, los pintores recurrieron a juristas profesionales a fin de que les representaran legalmente ante las autoridades y defendiesen eficazmente sus derechos, tales como el citado Gutiérrez de los Ríos, Francisco Arias [117]o Juan Alonso de Butrón, de quienes volveremos a tratar más tarde, los cuales suponen un caso inédito en la defensa de la liberalidad de la pintura en el primer cuarto del siglo XVII. Este aspecto «práctico» de la literatura artística española es uno de los elementos diferenciadores de la teoría italiana coetánea [118], aunque no de las costumbres judiciales concernientes a los artistas, pues en Italia, «en pleitos del Arte», también tenían «los pintores tribunal aparte con vn assessor», como bien nos recuerda Carducho [119]. Al mismo tiempo, la participación de los juristas en el debate público supuso la introducción de un importantísimo acervo de retórica clásica –una formación habitual en los abogados– dentro de los tratados de Carducho y Pacheco, que leyeron, frecuentaron y ponderaron a sus letrados predecesores.
Cennino Cennini, autor del más temprano tratado moderno de pintura, El Libro del Arte, fechable a finales del siglo XIV, ponía la pintura y la poesía justo debajo de la ciencia, la cual juzgaba la más digna entre las artes, y decía que el pintor, como el poeta, podía crear cualquier cosa «según su fantasía», ya se tratara de «una figura erguida, sentada, mitad hombre y mitad caballo», tal como le placiera [120]. Para pintar convenía, en definitiva, «tener fantasía y destreza de mano, para captar cosas no vistas, haciéndolas parecer naturales y apresándolas con la mano, consiguiendo así que sea aquello que no es» [121]. Leonardo, de quien tanto se valió Pacheco en otras ocasiones, hizo suyas las ideas de Horacio, filtradas por Cennini: «Si tan libre es el poeta en su invención cual lo es el pintor, sus ficciones nos dan tan gran satisfacción a los hombres cual las del pintor, pues si la poesía consigue describir con sus palabras formas, hechos y lugares, el pintor es capaz de fingir las exactas imágenes de esas mismas cosas» [122], mientras que Holanda puso en boca de Miguel Ángel la máxima horaciana sobre la libertad creativa casi sin modificación alguna: «Poetas y Pintores tienen poder para osar, digo para osar lo que les pluguiere y tuvieren por bien» [123]. En los últimos años del quinientos se convertiría en un argumento básico para sustentar la liberalidad del arte de la pintura entre los teóricos contrarreformistas [124]; en la práctica, quizá el caso más conocido a la hora de reclamar la autonomía de su arte sea el del Veronés, quien ante la denuncia inquisitorial que recibió en julio de 1573 por los detalles inapropiados que había introducido en una Santa Cena se justificó diciendo que los pintores podían tomarse las mismas libertades que los poetas y los locos, y en lugar de aceptar los repintes sugeridos por el tribunal, más allá de algunos detalles, decidió cambiarle pragmáticamente el título por el más «profano» (y decoroso en términos de invención argumental) de las Bodas de Caná [125].
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