Juan Luis González García - Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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Dada la voluntad de difusión y acción eficaz que hizo ostensible la religiosidad del Siglo de Oro, puede entenderse naturalmente su fascinación por los instrumentos audiovisuales de adoctrinamiento y la función óptica de la comprensión. El acto de ver o mirar una pintura devota no era simplemente algo que le sucedía a la obra después de su ejecución por parte del artista, sino que ésta había sido creada para portar un mensaje distintivo e impactar en la imaginación. Enfatizar precisamente esta función comunicativa del cuadro, que está más allá de la mera experiencia estética, es un modo de equiparar imagen y oratoria. De hecho, este libro confirma que la retórica puede ayudar a determinar hasta qué punto las ideas tomadas de la elocuencia sagrada influyeron sobre los modos de ver en la Alta Edad Moderna hispánica, y cómo la percepción visual del público condicionó la predicación contemporánea.
Las conclusiones abren novedosas y enriquecedoras vías para la comprensión del arte y la cultura visual del Siglo de Oro, atestiguando, por un lado, una relación cierta entre los tratados españoles de pintura de la época y la oratoria clásica, y, por otro, afirmando la existencia de una teoría «española» de la imagen sagrada en los textos de predicación y espiritualidad de la época.

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En su transliteración ciceroniana, si la gran poesía épica, como la homérica o la Eneida, necesitaba ser apreciada desde la distancia en su conjunto, más que de cerca –como la refinada poesía alejandrina– para extraer sus detalles, por idénticas razones una pintura de pequeño tamaño, de dibujo intrincado y delicados colores, debía examinarse desde mucho más cerca que otra pintada a base de manchas sobre un gran soporte [47]. La amplitud de la poesía épica clásica cumplía mejor la función de atrapar por más tiempo el interés del público que las sofisticaciones del Helenismo tardío [48]. También la poesía, como la pintura, tenía que agradar no sólo al principio, sino a lo largo de su desarrollo para evitar perder la atención del espectador.

La pintura hecha para verse de cerca gusta «de la penumbra», y ha de apartarse del brillo del sol y acondicionarse en una sala o galería especialmente diseñada para ello. Sin embargo, la pintura hecha para verse de lejos no teme la luz clara ni la penetrante mirada del crítico [49]. Cicerón recordaba que, en pintura, «a unos les gusta lo oscuro, descuidado y opaco, y a otros lo brillante, alegre y luminoso» [50], y que César, al fundir con la «elegante corrección de su latín –la cual es necesaria, aunque uno no sea un orador, sino tan sólo un ciudadano romano libre– los ornamentos del lenguaje oratorio», parecía como si colocara «en buena luz los cuadros bien pintados», haciendo un juego de palabras entre lumen en sentido propio y en el sentido figurado de «ornamento retórico» [51].

Tal observación, analizada en términos histórico-artísticos, explica adicionalmente la razón última, traída por Plinio [52], de que Apeles aplicase a sus obras una capa final de atramentum (una tintura negra, muy diluida en agua, hecha con resina y pez, y sólo visible a corta distancia), empleada para apagar de manera imperceptible los colores demasiado claros o vivos, y evitar que se perdiera la impresión armónica del conjunto cuando éste se contemplaba a distancia [53]. Francisco Pacheco recogió este lugar en el Arte de la pintura (1649) a fin de exponer la encarnación de esculturas al temple y su lustre posterior con barnices o gomas resinosas para oscurecer la candidez de los pigmentos claros, algo que Plinio consideraba insuperable en el pintor griego: «Una cosa no se pudo imitar de Apeles, que acabada la tabla, la bañaba con cierto atramento, o barniz, que lucía a los ojos y la conservaba contra el polvo y otros daños; pero, de tal manera, que el resplandor no ofendiese la vista y […] daba oculta gravedad a los colores floridos» [54]. Obras así, hechas con gran exactitud y sutileza, perdían su atractivo vistas a distancia o bajo una luz intensa [55].

Pacheco, en este y otros pasajes, comenta noticias y circunstancias más propias de la década de 1610-1622 –fecha de la publicación de su folleto A los profesores de la arte de la pintura– que de 1649 –año de impresión de su Arte de la Pintura, que debió de concluir entre 1634-1638–. Además de en el Arte, la idea horaciana de que unas pinturas gustan vistas de cerca y otras de lejos se reflejó en mucho de lo escrito en España durante la primera mitad del siglo XVII sobre la distancia del observador con respecto a la obra. En el origen de esta argumentación subyacía el famoso juicio de Giorgio Vasari sobre las pinturas del último Tiziano, ante las cuales el espectador se convertía en intérprete activo de las pinceladas deshechas del artista, fundiéndolas mentalmente y haciéndolas inteligibles con su participación visual [56]:

En estos cuadros, Tiziano observó un método completamente diferente del que había seguido en su juventud. Sus primeras producciones se distinguen por un acabado increíble [una certa fineza e diligenza incredibile], que permite apreciarlas de cerca o de lejos. Sus últimas obras, por lo contrario, están realizadas a grandes pinceladas [condotte di colpi, tirate via di grosso e con macchie], de modo que es necesario alejarse para apreciarlas en su perfección. Muchos artistas, para parecer hábiles, han querido imitar esta manera, pero sólo han obtenido deplorables resultados [hanno fatto di goffe pitture] porque pensaron que el Tiziano trabajaba con rapidez y sin encontrar dificultades. Se han engañado, pues bien se sabe que el artista retocaba muchas veces las primeras pinceladas. Este método, que consiste en disimular las dificultades y en imprimir a cada objeto el verdadero carácter de su naturaleza, es tan sabio como sorprendente [E questo modo sí fatto è giudizioso, bello e stupendo, perché fa parere vive le pitture e fatte con grande arte, nascondendo le fatiche] [57].

Fray José de Sigüenza, predicador de El Escorial, un admirador declarado de Tiziano e imitador inconfeso de Vasari, fue pionero (1605), junto con el pintor y humanista cordobés Pablo de Céspedes [58], en la crítica del exceso de acabado en la pintura de gusto español. Y hábilmente, en sólo aparente paradoja –pues sus intenciones eran nítidas–, la aplicó sobre el más tizianesco de los pintores españoles que tuvo oportunidad de conocer, Juan Fernández de Navarrete «el Mudo», lo cual le permitía ejemplificar con un émulo del máximo exponente de la pintura «de lejos» los defectos achacables al carácter nacional de los españoles, «que aman dulzura y lisura en los colores» [59]. Al tratar del lienzo de San Jerónimo en el desierto, uno de los ocho grandes cuadros que ejecutó Navarrete para el claustro alto principal del monasterio de El Escorial, se detenía a apreciar los «paisajes de mucha frescura y arboleda» del contorno, «que no sé yo haya hecho flamenco cosa tan acabada y de tanta paciencia. Y esta sola falta tiene, que en estar tan acabado no parece de hombre valiente». Este reproche se debía a haber seguido el Mudo su natural aprecio «español» por lo pintado para admirarse a corta distancia, por lo pulido y aballado, es decir, lo difuminado «como debajo de una niebla o de velo, cobardía sin duda en el arte –pues permitía disimular defectos–, no siéndolo en la nación» [60]. Concluía Sigüenza, entonces, que en éste y otros cuadros tempranos, como el Bautismo de Cristo que ofreció como presentación a Felipe II, Navarrete «se dejó llevar del ingenio nativo, que se ve era labrar muy hermoso y acabado, para que se pudiese llegar a los ojos y gozar cuan de cerca quisiesen, propio gusto de los españoles en la pintura» [61]. También Juan Gómez, que pintó para uno de los testeros laterales de la basílica un Martirio de santa Úrsula y las Once Mil Vírgenes a partir de un dibujo de Tibaldi, se decantaría por un estilo de pareja «dulzura y lisura en los colores», no sólo en razón de su origen español, sino sobre todo aherrojado por su más que discreta calidad [62].

El orador sacro más celebrado en la Corte durante el primer tercio del siglo XVII, fray Hortensio Félix Paravicino –poeta, dramaturgo ocasional, amigo de literatos y pintores [63], entendido en arte, catedrático de retórica en Salamanca (1601) y predicador real (desde 1617) de Felipe III y Felipe IV–, dedicó parte de un culterano Sermón del glorioso Apóstol San Pedro a parafrasear las opiniones vasarianas sobre Tiziano y a vincularlas con los versos de Horacio sobre la «plena luz» bajo la cual debe contemplarse la pintura de manchas, que rivaliza con la realidad:

Que en las pinturas, saben los que desta cultura adolescen, que importa el mirarla a su luz, no solo para juzgarla, sino aun para verla. Pues no mirada a su luz vna tabla de Ticiano, no es mas que vna batalla de borrones, vn golpe de arreboles mal assombrados. Y vista a la luz que se pintò, es vna admirable, y valiente vnion de colores, vna animosa pintura, que aun sobre autos de vista de ojos, pone pleytos a la verdad [64].

Y en otro punto análogo describe la costumbre de los pintores de alejarse del lienzo para advertir el efecto de conjunto, algo que habían imitado los «miradores», guiados por el gusto particular:

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