Pónese un gran pintor a hacer un retrato, o cualquier lienzo valiente, por fuerza ha de llegar con el yeso a hacer el dibujo, y con el pincel a meter colores, pero veréisle que estando sobre el lienzo pintado, se aparta a ver el efecto que hace, y no se asegura del golpe que dio, cerca, hasta que le llega a examinar de lejos; cosa que ha introducido en los aficionados a este gran arte mirar y juzgar en las distancias las valentías. Pues los artífices, cuando pintan se llegan, pero cuando se aseguran, se apartan [65].
En una comedia titulada Gridonia, o Cielo de amor vengado, escrita por Paravicino entre 1621-1633 para su representación ante los monarcas, homenajeaba a otro gran venecianista, su amigo Dominico Greco [66], quien «en sombras bastó a hurtar sus esplendores», en cuya pintura veía el vulgo «borrones» incomprensibles. Como parte de la obra actúa un príncipe que afirma hizo pintar su palacio de Miraflores a
un Griego, de quien las vidas
andaban a hurtar colores.
Amagos eran de Dios
cuantos miraba borrones
el pueblo, que aun el mirar,
hay con ojos quien lo ignore [67].
Hasta las sátiras dirigidas contra el predicador trinitario abundaban en esta terminología, indicativa de un gusto bien definido: «Mi Padre, su pensar illuminado / adornado de Escorços y de lejos, / bien podrá lexos ser, pero tan lexos / ninguno fue que no bolvió cansado» [68]. Fuera de sonetos de este jaez, la opinión de Sigüenza o Paravicino era compartida por otros religiosos afectos a la Corte de este primer cuarto del siglo XVII, como el primero capellán de las Descalzas Reales, después patriarca de las Indias y por fin cardenal arzobispo de Sevilla, Diego de Guzmán y Haro. El también limosnero de la reina Margarita, esposa de Felipe III, poseía auténticos conocimientos de técnica pictórica –repárese en el uso abundante de los términos «imprimación [en yeso]», «diseño», «golpes [de pincel]», como se advierte en esta comparación entre la distancia óptima de contemplación de un lienzo y la necesidad de que los cristianos se amen los unos a los otros aun en la lejanía, a partir de un comentario de san Gregorio:
La pintura se quiere ver siempre con distancia, que aunque un gran artifice para cualquier retrato aya menester señalar con el yesso la emprimacion, para el diseño, o dibujo con el lapiz y despues meter colores con el pinzel hasta los golpes ultimos, a quien deve la tabla lo parecido, todavia a menester apartarse, para juzgar lo que pinta, y no se fia del golpe que dio en el lienzo cerca, hasta que se devia, registrale de lexos; reparad pues que no dize San Gregorio que se amen, como los pintores pintan sus lienzos, sino como los miran [69].
El modelo a imitar, según críticos como Sigüenza o aficionados como Paravicino y Guzmán, no era el característicamente «español», derivado del flamenco, sino el propuesto por Tiziano a partir de su madurez y, en general, el ligado a la escuela veneciana. Lope de Vega, en cuyos textos son frecuentes los símiles inspirados en la pintura, refrendaba la idea en sus famosos versos de La corona merecida (1603), en alabanza de un pintor anónimo:
¡O, ymagen de pintor diestro
que de cerca es vn borrón!
O en los del Mirad a quién alabáis (1620), en loor de otro:
¿Cómo a pocas pinceladas
se levanta por ser cerca
y desde lejos advierte
lo que acierta o lo que yerra? [70]
En el epílogo de El vergonzoso en palacio (ca. 1611, reimp. en 1621), Tirso de Molina utiliza este aspecto de la pintura para defender el sistema dramático lopista. De la misma manera que a la pintura se le permite representar la profundidad en el espacio, a la comedia se le debe permitir abarcar la profundidad en el tiempo, «que no en vano se llamó la poesía pintura viva, pues imitando a la muerta –Tirso invierte el tópico habitual y barre para su «casa literaria»–, ésta, en el breve espacio de vara y media de lienzo, pinta lejos y distancias que persuaden a la vista a lo que significan, y no es justo que se niegue la licencia, que conceden al pincel, a la pluma…» [71].
Queda claro, pues, que en la Corte madrileña, a comienzos del siglo XVII, la pintura preferida era la de técnica veneciana. La Corte quiere lejos, parecía corroborar el pintor-poeta antequerano Pedro de Espinosa, amigo de Francisco Pacheco y de Antonio Mohedano, en el elogio en prosa que escribió en 1625 en loor del retrato de su señor, don Manuel Alonso Pérez de Guzmán, duque de Medina Sidonia: «La Corte, donde toda la vida es corta, quiere lejos, como pintura de El Greco, si bien no tanto que enfríe, mas ni tan cerca que abrase» [72]. Un año después de que hubiese recibido con suntuosidad incomparable a Felipe IV y a Olivares en Doñana, don Manuel era objeto de esta alabanza por haber heredado la corona ducal y retirarse a sus estados en Sanlúcar, ya que para los grandes de España el alejamiento voluntario de la Corte era un reflejo directo de su propio poder, que le había permitido reunir una rica galería de pintura con «espléndidos originales [73]del Basano, Carducho, Ticiano, Rafael, Tintoreto, Parmesano, Zúcaro y Barocio» [74]. Esa lejanía física y pictórica, por tanto, podía quedar magníficamente alegorizada y resumida por un pintor venecianista «de lejos» –aunque sólo temporalmente pictor regis– como Dominico Greco.
En ningún caso el paradigma cortesano estaba representado por Federico Zuccaro y otros pintores toscano-romanos. Sobre este criterio no deja ninguna duda el comentario que Sigüenza dedicó a la venida de Zuccaro a España y a las obras que realizó, dentro del discurso referente a la fábrica y partes del colegio y seminario escurialenses. El artista había concebido sus dos últimos lienzos aquí concluidos –la Natividad y la Epifanía–, originariamente destinados a la basílica, para «estar al lado de la custodia en el altar mayor y muy a los ojos», a diferencia de las otras pinturas de los cuerpos superiores del retablo, que «como les había dado tanta fuerza, para que relevasen de lejos, no serían tan apacibles mirándose de cerca». Zuccaro, creyendo haber satisfecho a la vez las necesidades decorosas del emplazamiento y los gustos estéticos de Felipe II, se las enseñó al rey diciéndole «con harta confianza: “Señor, esto es donde puede llegar el arte, y éstas están para de cerca y de lejos”». Sin embargo, el monarca le respondió con el silencio, y, cuando el pintor partió de vuelta a Italia, ordenó quitar ambas telas del retablo –«que son para de cerca y de lejos, como dijo su autor», repetiría después Sigüenza con mordacidad– y las mandó poner entre las dos aulas del colegio [75].
Vicente Carducho, a pesar de su origen florentino –apriorísticamente contrario a la pintura veneciana–, en sus Diálogos de la Pintura declaraba la misma opinión que Sigüenza, si bien distinguiendo entre el acabado diligente, propio de pintores sabios como Zuccaro, maestro de su hermano Bartolomé Carducho, y el estilo relamido y fatigoso, el finito (frente al nonfinito) de la crítica posterior: «Los doctos, que pintan acabadisimo, y perfilado, obran con cuidado y razon todas las cosas, y Ticiano fue uno dellos en su principio, siguiendo a Iuan Belino su primero Maestro, y despues con borrones hizo cosas admirables, y por este modo de bizarro y osado pintó despues toda la escuela veneciana, que algunas pinturas de cerca apenas se dan a conocer, si bien apartandose a distancia conveniente, se descubre con agradable vista el arte del que la hizo: y si este disfraz se haze con prudencia […], no es de menor estimacion, sino de mucho mas que esotro lamido, y acabado, aunque sea del que reconoce el cabello desde su nacimiento a la punta» [76]. Eso otro «lamido, y acabado», además de español, era tan consonante con la «suma diligencia» de la escuela alemana como con el «inmenso trabajo» puesto en algunas pinturas de Flandes [77].
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