Juan Luis González García - Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro

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Imágenes sagradas y predicación visual en el Siglo de Oro: краткое содержание, описание и аннотация

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Dada la voluntad de difusión y acción eficaz que hizo ostensible la religiosidad del Siglo de Oro, puede entenderse naturalmente su fascinación por los instrumentos audiovisuales de adoctrinamiento y la función óptica de la comprensión. El acto de ver o mirar una pintura devota no era simplemente algo que le sucedía a la obra después de su ejecución por parte del artista, sino que ésta había sido creada para portar un mensaje distintivo e impactar en la imaginación. Enfatizar precisamente esta función comunicativa del cuadro, que está más allá de la mera experiencia estética, es un modo de equiparar imagen y oratoria. De hecho, este libro confirma que la retórica puede ayudar a determinar hasta qué punto las ideas tomadas de la elocuencia sagrada influyeron sobre los modos de ver en la Alta Edad Moderna hispánica, y cómo la percepción visual del público condicionó la predicación contemporánea.
Las conclusiones abren novedosas y enriquecedoras vías para la comprensión del arte y la cultura visual del Siglo de Oro, atestiguando, por un lado, una relación cierta entre los tratados españoles de pintura de la época y la oratoria clásica, y, por otro, afirmando la existencia de una teoría «española» de la imagen sagrada en los textos de predicación y espiritualidad de la época.

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El famoso tópico sobre la inventiva común de pintores y poetas, apenas referido, según veremos, por los teóricos nacionales, tiene un hito en el Renacimiento español con las referencias críticas de Felipe de Guevara, Ambrosio de Morales y Sigüenza a El Bosco, epítome de pintor-inventor de temas raros y monstruosos [126]. Para estos teóricos, las criaturas de El Bosco respondían, no obstante, a la lógica de la imitación de lo real y al decoro, a una figuración poética con carácter de acertijo o de paradoja grotesca, pero también moralizante [127]. El erudito gentilhombre Felipe de Guevara, historiador, numismático y coleccionista de arte y antigüedades, en sus manuscritos Comentarios de la pintura (1560) aludía a El Bosco justo después de proponer la apelación de «grilo» para la pintura burlesca o ridícula [128]. El humanista no niega que Hieronymus pintase extrañas efigies de cosas admirables, pero, si así fue, lo hizo siempre con buen juicio, mientras sus émulos se quedaron en figurar imágenes desvariadas y ajenas al natural [129]; por eso lo más censurable para él, evocando a Vitruvio [130], eran los grutescos, contrarios a la mimesis de la naturaleza por cuestionar las leyes físicas [131], y los «matachines» –derivado del italiano mattaccini, bufones imitadores de danzas y poses militares–, alusión a las figuras vestidas a la romana, con celadas y coseletes, que se retorcían como elementos ornamentales en ciertas pinturas y esculturas manieristas, al estilo de las de Alonso Berruguete [132]. Sorprendentemente, las premisas de Guevara en contra de este tipo de pintura decorativa se parecían demasiado a las traídas en apoyo de El Bosco; ello probablemente responda a razones de gusto personal, recibido de su padre Diego de Guevara y derivado de su origen bruselense, y a otras que retomaremos más abajo al hilo del P. Sigüenza, pero también a la confusión de géneros que existía en España durante la segunda mitad del siglo XVI, de la cual da cuenta Sebastián de Covarrubias en el Tesoro de la lengua castellana (1611). Allí, bajo la definición de «grutesco», se ejemplifica lo descrito con una pintura bosquiana: «Este género de pintura se hace con unos compartimentos, listones y follajes, figuras de medio sierpes medio hombres, sirenas, esfinges, minotauros, al modo de la pintura del famoso pintor Jerónimo Bosco» [133]. Dicha mistificación entre el grutesco y El Bosco fue uno de los argumentos traídos a favor de la liberalidad creativa de la que se suponía disfrutaban poetas y pintores, y por esta razón discutiremos tal asunto en esta parte del libro.

En un volumen editado en Córdoba en 1586 en que se recogen varias obras de Ambrosio de Morales y otras de su tío, Fernán Pérez de Oliva –conocedor de la arquitectura y aficionado a la pintura–, el cronista de Felipe II vinculaba la doctrina del filósofo Cebes con el tríptico de El Bosco que hoy conocemos como El carro de heno [134]. La llamada Tabla de Cebes fue atribuida a un filósofo tebano del siglo V a.C., discípulo de Sócrates, participante en el diálogo Fedón, de Platón, y por ello la lección de filosofía moral que se desprende de ella fue muy estimada por los humanistas cristianos, que ignoraban que «su» Cebes fue un autor anónimo del siglo I d.C. Morales, que acabó la traducción de la Tabula Cebetis hacia 1534 y que entraría en contacto amistoso con los Guevara hacia 1544-1545 como poco, describía con minuciosidad el cuadro bosquiano, que para él no era sino una actualización «arqueológica» del mismo tema: «Assi yo lo dexo con solo dar cuenta aqui de otra pintura, con que en nuestros tiempos, quasi a imitacion de Cebes, se ha representado con mucha agudeza y doctrina toda la vida humana. Tiene esta Tabla el Rey nuestro Señor, y fue el que la inuento y pinto Geronimo Bosco, pintor ingeniosissimo en Flandes» [135].

El P. Sigüenza, dentro del Discurso XVII del Libro IV de su Historia de la Orden de San Jerónimo, estableció entre El Bosco y el poeta latino macarrónico Merlín Cocayo un paralelo sumamente afín con las ideas de Guevara –cuyo tratado pudo conocer; no olvidemos que dedicó sus Comentarios a Felipe II y que éstos estuvieron en posesión de Juan de Herrera– y Morales, lo cual nos hace sospechar que lo que se hallaba bajo tal interpretación eran en realidad las opiniones del Rey Prudente [136], poseedor de las tablas bosquianas evaluadas por los tres escritores, seis de ellas adquiridas de los herederos de Guevara en 1570 por intermediación destacada de Morales [137]. Sigüenza comenzaba recordando que poetas y pintores son vecinos a juicio de todos; sus facultades, hermanas y sus temas, fines, colores y licencias, indistinguibles entre sí. Pues bien, Cocayo, un autor de origen mantuano que vivió en la primera mitad del siglo XVI y que tuvo por nombre verdadero el de Teofilo Folengo, ofrecería al religioso una oportunidad única para tratar de la poetica licentia y la originalidad:

Entre los poetas latinos se halla [sic: habla] de uno (y no de otro que merezca nombre) que […] acordó hacer camino nuevo: inventó una poesía ridícula, que llamó macarrónica. Junto con ser así, que tuviese tanto primor, tanta invención e ingenio, que fuese siempre príncipe y cabeza de este estilo […] Y […] fingió un vocablo ridículo y llamóse Merlín Cocaio... En sus poemas descubre con singular artificio cuanto bueno se puede desear y coger en los más preciados poetas, así en cosas morales como en las de la naturaleza, y si hubiera de hacer aquí oficio de crítico mostrara la verdad de esto con el cotejo y contraposición de muchos lugares.

A este poeta tengo por cierto quiso parecerse el pintor Jerónimo Bosco, no porque le vio, porque creo pintó primero que este otro «cocase», sino que le tocó el mismo pensamiento y motivo. [...] Hizo un camino nuevo, con que los demás fuesen tras él y él no tras ninguno y volviese los ojos de todos a sí, una pintura como de burla y macarrónica, poniendo en medio de aquellas burlas muchos primores y extrañezas, así en la invención como en la ejecución y pintura, descubriendo algunas veces cuánto valía en aquel arte, como también lo hacía Cocaio hablando de veras [138].

Junto con El Bosco, únicamente Tiziano hizo para Sigüenza «camino y manera propia» [139]. Con tal aseveración, dos de los pintores favoritos de Felipe II –si no los dos pintores favoritos– quedaban cualificados a la luz de su originalidad, por lo menos a ojos de nuestro crítico, de modo que la singularidad pictórica debía de ser, amén de la calidad, el valor principal de estimación para el Rey Prudente, de cuyas opiniones artísticas tantas veces fue portavoz Sigüenza. Esta lectura es coherente con lo que en el Discurso VI el jerónimo había dejado dicho respecto a los grutescos pintados en los techos y bóvedas de los capítulos. Los califica de nuevos, graciosos, alegres, extraños, hermosos; los compara con la pintura de los egipcios –otra similitud con Guevara– y pone a España como foco de expansión europea del género, una vez traído de Italia. De hecho, los términos que emplea en su definición son consistentemente italianos (bizarría; capricho o caprichoso; vagueza). La sacristía, cuya bóveda está pintada al grutesco, «hace una labor nueva y graciosa, alegre» [140]; y los capítulos del monasterio son tenidos por «piezas de muchos desenfado, alegres, claras y de grandeza» gracias a estas

mil bizarrías y caprichos […] y otras cien monerías propias de esta suerte de pintura, que no pretende más de deleitar la vista con esta vagueza […], todo tan vivamente colorido y labrado, que alegra y entretiene mucho […] Consiste la perfección de esto en los buenos contrapuestos y repartidos, variándolo todo de suerte que parezcan todos diferentes y quien quisiere entretenerse, si le sobra tiempo, halla siempre cosas nuevas.

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