Maurizio Lazzarato - El capital odia a todo el mundo

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"Vivimos tiempos apocalípticos", sostiene con tono urgente Maurizio Lazzarato frente al ascenso de los nuevos fascismos y la renuncia del pensamiento crítico a pensar en términos de revolución. Son tiempos que «ponen de manifiesto, que dejan ver». Y de forma clara y contundente, analiza diversos procesos del mundo contemporáneo: los chalecos amarillos en Francia, la primavera árabe, la presidencia de Donald Trump, las dictaduras latinoamericanas de los años setenta, el ascenso al poder de Jair Bolsonaro. Vivimos tiempos que ponen de manifiesto que la alternativa «fascismo o revolución» es asimétrica y desigual. El fascismo, el racismo y el sexismo se inscriben de manera estructural en los mecanismos de acumulación del capital al tiempo que el ciclo de revoluciones mundiales quedó clausurado a fines del siglo pasado: el neoliberalismo se encargó de borrarlo del mapa y de la memoria. Vivimos tiempos de un creciente neofascismo –la otra cara del neoliberalismo– y las «guerras contra las poblaciones» son los mecanismos para lograrlo. Lazzarato, uno de los intelectuales más originales y agudos del presente, aporta herramientas para pensar cómo salir de este aparente destino, en diálogo y discutiendo con Rancière, Foucault, Marx, los feminismos, para elaborar estrategias que nos permitan crear hoy nuevos posibles.

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Con el reemplazo creciente de la “demanda efectiva” keynesiana y las políticas redistributivas por la privatización de los servicios y el dinero, el capital financiero, tanto en Brasil como en otros lugares, tomó el control de la “reproducción social” y su financiarización. Ni el movimiento obrero ni el movimiento feminista han podido oponerle alternativas reales a esta apropiación/privatización de una “reproducción” que las corrientes feministas que piden la remuneración del trabajo doméstico (Wages for Housework) vienen diagnosticando como estratégica desde los años setenta.

Lena Lavinas describió específicamente la sintonía del gobierno del PT con las directrices de las instituciones financieras de la gobernanza global, que, al menos desde el año 2000, han abogado por la “inclusión a través de la financiarización” y la estimulación del crecimiento a través de créditos al consumo, que consideran el medio más eficaz para combatir la pobreza. Después del colapso financiero en 2008, el Banco Mundial, el FMI y el G20 querían acelerar el desarrollo de “sistemas financieros inclusivos” para reducir las desigualdades y establecer “igualdad de oportunidades”. La demencia autodestructiva –el fundamento suicida del capital–, cuidadosamente ocultada por una izquierda que le atribuye un poder de progreso y modernización que jamás tuvo, se manifiesta una vez más: resolver la crisis gracias a las técnicas financieras que la provocaron.

Pero la estrategia neoliberal es “económica” sin dejar de ser al mismo tiempo subjetiva: “Las ciencias económicas son el método, el objetivo es cambiar el corazón y el alma”, decía Margaret Thatcher. Las nuevas políticas de protección social rompen radicalmente con los principios del estado de bienestar de posguerra, ya que apuntan a “proteger los medios básicos de subsistencia a la vez que fomentan la toma de riesgos” individuales. Incitan a los pobres a transformar sus conductas para poder asumir individualmente los riesgos que comporta una deuda.

Los “riesgos sociales” asumidos colectivamente, primero por la mutualización de los trabajadores y luego por el estado de bienestar, se vuelven ahora responsabilidad del individuo (el bienestar, aunque sea un medio de controlar a los trabajadores estatizando las formas de solidaridad entre ellos, mantenía el principio de socialización de los riesgos). Esta cobertura del sistema de riesgos sociales mediante el riesgo individual de endeudamiento es concebida por las instituciones financieras como una técnica de sujeción; los desembolsos regulares les imponen a los deudores una disciplina, una forma de vida, una forma de pensar y de actuar. A los ojos del Banco Mundial, este control de uno mismo es esencial para transformar a los pobres en empresarios capaces de manejar la irregularidad de sus flujos de ingresos gracias al crédito.

Estas nuevas técnicas de gubernamentalidad, muy diferentes de los dispositivos de poder fordistas, están destinadas a crear condiciones (incentivos económicos, estímulos fiscales, etc.) para orientar las “elecciones” de los individuos hacia el sector privado a través de una ingeniería social micropolítica que es fundamentalmente financiera: en lugar de prestar servicios, es necesario distribuir dinero o, mejor aún, el crédito que el individuo gastará en un mercado de proveedores de servicios abierto a la competencia. Así, el usuario de servicios sociales se transforma en un cliente endeudado.

El PT también realizó, sin saberlo, otro elemento del programa neoliberal que rápidamente se volvió contra él: la reconfiguración del Estado y sus funciones. Lejos de los neoliberales está la idea de un “Estado débil”, de un Estado mínimo, y mucho menos una de “fobia al Estado”. Por el contrario, la privatización de los servicios debe liberar al Estado de la presión que ejercen las luchas sociales sobre sus gastos. En lugar de ser el lugar de ejercicio de la soberanía, necesario para el buen desarrollo de la propiedad privada, durante la Guerra Fría el sistema político fue desbordado por demandas que socavaron la autoridad del Estado y extendieron sus funciones administrativas (este es el significado del informe de la Comisión Trilateral de 1975) 8.

Privatizar la “oferta” de servicios significa eliminar la dimensión política de la “demanda social” y su forma colectiva. El Estado, una vez liberado de las “expectativas”, los derechos y la igualdad que conllevan las luchas, podrá asumir las funciones que el neoliberalismo le tiene reservadas: se convertirá en “un Estado fuerte, para una economía libre”, “un Estado fuerte con los débiles (los desposeídos) y débil con los fuertes (los propietarios)”. No debe ser mínimo, sino organizar y administrar “prestaciones mínimas”, es decir, garantizar una cobertura mínima de riesgos, porque el resto debe adquirirse en el mercado de las aseguradoras. Aquellos que no mantienen el ritmo de la competencia, y se quedan afuera del mercado laboral, tienen a su disposición un “mínimo” a partir del cual podrán volver a entrar en la competencia de todos contra todos ( workfare ). Por otro lado, es el propio Estado el que debe trabajar para lograr esta transformación, mediante la subfinanciación de los servicios, dejando que se degraden para introducir en su lugar políticas fiscales que fomenten el uso del crédito. Esto es precisamente lo que el Estado brasileño fue ejecutando gradualmente.

En Brasil, durante los mandatos de Lula, las consecuencias fueron formidables: endeudamiento, individualización y despolitización, sin que el “crecimiento” y la redistribución modifiquen la estructura de clases, aunque sea marginalmente. La inclusión por medio de las finanzas no subvirtió la desigualdad de las estructuras sociales y productivas, sino que, por el contrario, las ha reproducido, ya que la distribución por el crédito solo ha producido un “consumismo superficial”. Lavinas señala que “en solo una década, la propiedad de bienes duraderos como teléfonos celulares, plasmas y heladeras se ha vuelto casi universal”, independientemente del nivel de ingresos disponibles, mientras que Perry Anderson destaca los límites de esta estrategia consumista: “Hemos descuidado el suministro de agua, las rutas asfaltadas, la eficiencia del transporte público, las redes cloacales, las escuelas y los hospitales decentes. Los bienes colectivos no tienen ninguna prioridad ideológica o práctica”. 9Las grandes movilizaciones de 2013, que se desarrollaron por afuera del PT y en contra de él, fueron una manifestación de la frustración, la cólera, la decepción con los resultados de estas políticas sociales. Las demandas fueron precisamente la degradación del transporte, de los servicios de salud y de la educación. Firmaron la sentencia de muerte del “reformismo soft” del PT.

El PT serruchó la rama en la que estaba sentado porque sus políticas de “redistribución” crearon un individualismo despolitizante que, de hecho, era el objetivo político perseguido por los neoliberales. Según Anderson, “[l]os pobres fueron los beneficiarios pasivos del poder del PT, que nunca los educó ni organizó, y mucho menos movilizó como fuerza colectiva. La redistribución estaba allí, elevando el nivel de vida de los más pobres, pero fue individualizada”. Lavinas levantó la apuesta, dándole a la experiencia del PT una definición que podría sintetizarse de la siguiente manera: socialismo de tarjeta de crédito. “Una vez en el poder, el Partido de los Trabajadores sintió que era posible reconstruir la nación creando nuevas identidades sociales, basadas no en vínculos de pertenencia colectiva o solidaridad comunitaria, sino en el acceso al crédito, a una cuenta bancaria personal o a una tarjeta de crédito”.

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