Natalia Sylvester - Todo el mundo sabe que vuelves a casa

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Todo el mundo sabe que vuelves a casa es una historia, o un entramado de historias, acerca de las fronteras: entre México y Estados Unidos, entre el pasado y el presente, entre la esperanza y la desesperación, entre el amor y el desamor, entre la vida y la muerte, entre la realidad y la ficción. Sylvester nos regala una saga familiar que es a la vez épica e íntima, un inolvidable relato del ilimitado poder del amor y la redención. Con gran destreza literaria, con un sutil sentido del humor y con una ternura a prueba de las peores tragedias personales, la autora aborda en esta excelente novela, mediante la creación de personajes inolvidables, la dolorosa experiencia de miles y miles de mexicanos que migraron clandestinamente a Estados Unidos a finales del siglo pasado, y la de sus numerosos descendientes, hoy estadounidenses de pleno derecho, que añoran o repudian a un México a veces idealizado y casi nunca ideal.

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TODO EL MUNDO SABE QUE VUELVES A CASA

Todo el mundo sabe que vuelves a casa - изображение 1

ULTRAMAR

Narrativa actual allende el mar...

Coordinación de Difusión Cultural

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

TODO EL MUNDO SABE QUE VUELVES A CASA

NATALIA SYLVESTER

Traducción de Isabel Zapata

Todo el mundo sabe que vuelves a casa - изображение 2UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO MÉXICO 2020

Ésta es un obra de ficción. Los nombres, personajes, organizaciones, lugares,

incidentes y eventos son producto de la imaginación de la autora o

bien han sido utilizados de manera ficcional. Cualquier parecido con eventos

o personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Para Ceci

La memoria guardará lo que valga la pena.

La memoria sabe de mí más que yo;

y ella no pierde lo que merece ser salvado.

—Eduardo Galeano

Días y noches de amor y de guerra

Capítulo 1

2 de noviembre de 2012

El gran día

Se casaron en Día de Muertos, lo cual no llamó la atención de nadie en todos los meses de planeación, hasta que el difunto suegro de la novia se apareció en el auto cuando terminó la ceremonia. Se ma­nifestó detrás del volante y estiró su brazo por detrás del asiento del copiloto para ver de frente a Isabel y a Martín.

—Hermosa ceremonia, mijo —expresó.

Las sonrisas de la pareja se congelaron. Tardaron lo que pareció una eternidad en pronunciar palabra, y cuando lo hicieron no pu­dieron más que balbucear.

Toda la vida, Isabel había oído historias sobre espíritus que ve­nían a pasar este día con su familia. De niña construía altares para sus bisabuelos, conmovedores tributos hechos con cajas de zapatos abiertas, adornadas con flores de papel e imágenes de figuras reli­giosas que se parecían mucho a los dioramas que hacía en primaria. De adolescente, su familia se congregaba en torno a la tumba de su tía abuela para limpiarla; un año su madre incluso llevó una aspira­dora de baterías para la lápida. Hoy recordamos a nuestros muertos, decía siempre su madre. Los honramos.

El padre de Martín lucía más agotado que muerto, como si hu­biera llegado tarde por estar atorado en el tráfico. Isabel miró a su nuevo esposo para saber qué hacer y le sorprendió notar que estaba molesto. No asustado, porque honestamente su suegro parecía in­ofensivo, como en las pocas fotos suyas que había visto. No, Martín tenía cara de haber mordido un chile que picaba más de lo esperado.

—¿Sabías que esto pasaría? —le preguntó.

—No, pero es típico de él. Típico. Sólo alguien tan descarado se aparece en una boda sin invitación.

—¡Martín, por favor!

No esperaba que fuera tan grosero. Isabel no se esperaba nada de esto, pero tenía muy arraigado el instinto de mantener la cordialidad y respetar a sus mayores —incluso más que sus supuestos sobre la vida y la muerte, aparentemente— así que sus esfuerzos por entender la situación fueron rápidamente superados por su deseo de hacer que todo el mundo se sintiera a gusto.

Era la primera vez que veía a su suegro. Acomodó su vestido blanco, que abultaba cada centímetro del asiento, y enderezó el velo sobre sus hombros.

—¿No nos vas a presentar?

El viejo permaneció sentado, esperando.

—No pienso hablarle —dijo Martín.

—Martín, no lo dices en serio.

En ese momento, su suegro sonrió y se acercó a ella a través del pequeño espacio que separaba la parte delantera y la trasera del Rolls—Royce que habían rentado.

—Habla en serio, te lo juro. La terquedad corre por nuestras venas. Isabel, soy Omar. Aunque espero que al menos te hayan dicho mi nombre.

—Claro, encantada —dijo.

En circunstancias ordinarias, se hubiera acercado para darle un beso, hasta un abrazo, pero éstas no eran circunstancias ordinarias. No conocía las leyes que gobernaban a los muertos. ¿ Pueden tocar?

¿Sentir?¿ Sujetar? Parecía que Omar podía hacer avanzar el auto en cualquier momento. En vez de eso puso su mano sobre la de Isabel y ella no sintió un toque sólido sino una calidez viva, una suave electricidad. Sus ojos se encendieron, pero Martín se burló y volteó para otro lado.

—Omar —dijo ella, dejando que su nombre le vaciara los pulmones—. ¿Quieres venir a la recepción? —Qué tontería decir eso.

—Eres muy amable en preguntar, Isabel. Gracias.

Salió por la puerta del auto, que seguía abierta, y empezó a caminar rumbo a los jardines de la iglesia. Ni Isabel ni Martín trataron de seguirlo.

De algún modo extraño, sabía que no lo vería cuando ella y Martín abrieran pista con su canción ni cuando partieran su pastel de bodas. En toda la noche, no volteó ni una sola vez a ver si su suegro había llegado. Y como lo último que quería era hacer enojar a su nuevo esposo, hizo como si nada hubiera sucedido.

Isabel no lograba conciliar el sueño en su noche de bodas. Los recién casados hicieron el amor distraídamente, como si no fuera nada nuevo, y claro que para ellos no lo era. No eran, bajo los estándares de la Iglesia, buenos católicos. Antes de hoy, ninguno de los dos había ido a misa en años. Habían empezado a acostarse a la tercera cita y media y habían usado condones y anticonceptivos y espermi­cida, a veces los tres al mismo tiempo.

Aunque no era nada nuevo, Isabel había imaginado que el sexo matrimonial se sentiría diferente. Marido y mujer juntando sus cuerpos, y por primera vez no importaría que alguien los escuchara o que los pillara o que el condón tuviera ocho agujeros. Ahora estaban casados. Juntos para siempre.

Martín batalló con los botones perfectamente redondos que es­calaban, imposiblemente cerca uno del otro, la columna vertebral de su esposa. Isabel no se dio cuenta, hasta que se quitó el vestido, de cómo el corsé la había constreñido toda la noche. Tuvo que tomarse un momento para respirar y las hendiduras que la estructura dejó en su piel, ahora expuestas, le dieron comezón.

Le hubiera gustado hacerle el amor de maneras nuevas, de verdad que sí, pero más que eso lo que quería era acostarse junto a él, cerrar los ojos y abrirlos para ver que Martín seguía ahí al día siguiente y el siguiente y el siguiente después de eso.

Cuando terminaron, mientras desenredaban sus cuerpos, los recién casados miraron al techo. Ella suspiró. Hubiera querido decir algo como estuvo maravilloso, pero las palabras que salieron de su boca fueron:

—¿Qué pasa?

—No sabía que estaba muerto —dijo Martín, con la mano en la frente.

De pronto se dio cuenta de que ella tampoco lo sabía, pero el encuentro entero había sido tan surreal que no había quedado tiempo para procesar la logística. Llevaba años pensando en el papá de Martín como alguien ausente. Lo poco que sabía de él era por Claudia, la hermana menor de Martín.

—Mi padre nos dejó hace años —dijo la primera vez que Isabel le preguntó por él, durante un recreo en tercer año.

—¿O sea, está muerto o se mudó a otra ciudad?

A los ocho años, carecía de tacto y de tolerancia ante la ambigüedad. A Claudia la pregunta le había dolido tanto que Isabel pensó que su amistad no pasaría de ese recreo, pero su amiga se recuperó rápido y ella decidió nunca volver a tocar el tema.

Buscaba pistas, claro, cada vez que iba a casa de Claudia. No había fotos del padre por ningún lado y nunca le dio la impresión de que su ausencia estuviera asociada a alguna clase de nostalgia. Lo más cerca que estuvo de obtener una explicación fue el día en que un vendedor telefónico particularmente insistente le colmó la paciencia a la mamá de Claudia.

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