Natalia Sylvester - Todo el mundo sabe que vuelves a casa

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Todo el mundo sabe que vuelves a casa: краткое содержание, описание и аннотация

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Todo el mundo sabe que vuelves a casa es una historia, o un entramado de historias, acerca de las fronteras: entre México y Estados Unidos, entre el pasado y el presente, entre la esperanza y la desesperación, entre el amor y el desamor, entre la vida y la muerte, entre la realidad y la ficción. Sylvester nos regala una saga familiar que es a la vez épica e íntima, un inolvidable relato del ilimitado poder del amor y la redención. Con gran destreza literaria, con un sutil sentido del humor y con una ternura a prueba de las peores tragedias personales, la autora aborda en esta excelente novela, mediante la creación de personajes inolvidables, la dolorosa experiencia de miles y miles de mexicanos que migraron clandestinamente a Estados Unidos a finales del siglo pasado, y la de sus numerosos descendientes, hoy estadounidenses de pleno derecho, que añoran o repudian a un México a veces idealizado y casi nunca ideal.

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—Está bien. Es sólo que supongo que perdí mi oportunidad de causarte una buena impresión. Una esposa más leal no haría preguntas. Respetaría la petición de su esposo de no hablar contigo.

—¿Te dijo que no hablaras conmigo?

Omar se incorporó, como sintiéndose halagado de que su hijo lo hubiera siquiera mencionado. Isabel no dijo nada más, temerosa de haber traicionado ya la confianza de Martín.

—Si te hace sentir mejor, nunca me han impresionado las personas que no hacen preguntas —dijo Omar.

No pudo evitar sonreír.

—A mí tampoco. Perdona la franqueza pero... es que me pides empezar mi matrimonio haciendo algo a espaldas de mi esposo.

—Por favor nunca te disculpes por ser franca.

—Ya sabes lo que quiero decir.

—Sí. Cada minuto que pasa estoy más y más orgulloso de mi hijo.

—Gracias —dijo Isabel.

Se paró y respiró hondo, ajustándose la bata. Era el tipo de silencio que ella consideraba socialmente universal, esa pausa pesada y decidida al final de la velada que indica a los invitados que es hora de irse. Si Omar lo reconoció, no hizo nada para demostrarlo. Un rubor de pánico apareció en su cara. Ella esperó un momento antes de aclarar la garganta.

—Discúlpame. Sólo me quedan unos minutos. ¿Podemos hablar?

Isabel volvió a sentarse y cruzó las manos sobre sus piernas, enderezándose.

—¿Sobre qué tema?

Su franqueza pareció confundirlo. Quizá la pregunta era demasiado simple como para contestarla con simpleza.

Él sonrió y acarició la mejilla de su nuera con la punta hormi­gueante de los dedos.

—Tú dime. Pregúntame lo que quieras. Cualquier cosa con la que te sientas cómoda.

—Está bien. ¿Por qué estás aquí, Omar?

—¿Contigo? Ya te dije. Elda no quiso verme, así que vine aquí. No era exactamente lo que Isabel quería saber, pero lo dejó pasar.

—¿ Y por qué no quiere?

Se encogió de hombros.

—Tendrías que preguntárselo a ella.

—¿Y qué me dices de Martín? —Su paciencia se estaba agotando.

—Me sorprendió que me viera —Omar negó con la cabeza en desconcierto—. Pero a fin de cuentas es el día de su boda y yo soy su padre, a pesar de que...

—¿A pesar de que te fuiste cuando tenía siete años?

—Ah. ¿Qué más te dijo?

—Lo suficiente para aclarar por qué no quería que estuvieras aquí.

No era del todo cierto. Martín tenía una manera de contestar preguntas sin responderlas o (si no podía evitarlo) dando respuestas a preguntas completamente distintas. Era encantador cuando se trataba de cosas triviales como qué tal había estado su día, pero en cuanto el tema cambiaba a su padre o su infancia, ofrecía una feliz anécdota familiar sin sustancia real.

—¿Qué más te gustaría saber? —preguntó Omar.

Isabel quería probar que conocía a su familia más de lo que él pensaba. Recordó una de las pocas historias que Martín le había contado que incluían tanto a su padre como a su madre.

—Cuéntame de la vez que jugaron escondidillas y él se escondió tan bien que nadie pudo encontrarlo durante más de una hora.

—¿Qué?

—Él tenía cuatro años. ¿En el clóset? Se ganó un listón. Le encanta contar esa historia.

—¿Cuando vivíamos en el departamentito de Pecan?

—Sí, ésa.

—Yo no... Me sorprende que se acuerde. Llevábamos apenas cuatro años aquí. Habíamos traído a mi familia de México. Primero mis padres y luego mi primo Julio. Nunca debimos haberlo ayu­dado. Había sido problemático desde que éramos niños y no sé cómo se me metió en la cabeza que él cambiaría de adulto. Todos éramos demasiado ingenuos en esa época. Pensábamos que venir a este país lo cambia todo, y quizá lo hace, pero no de la manera que esperábamos. Elda lo sabía, sin embargo. Por eso insistió en que le ofreciéramos nuestro sofá, pero sólo durante un mes. Era todo el tiempo que tendría para encontrar un trabajo y un lugar donde quedarse. Un día me estaba ayudando a arreglar una fuga en nuestro baño cuando nos dimos cuenta de que necesitábamos otro tipo de llave. Pero yo tenía que ir al trabajo, así que él se ofreció a pasarme a dejar, llevarse el auto y arreglar el lavabo. Quedamos en que pasaría a recogerme cuando se acabara mi turno. No sé en qué estaba pensando cuando le entregué la llave. Horas después, seguía esperándolo como un tonto. Tomé el autobús al trabajo y, cuando llegué a la casa, Elda estaba esperándome con una amiga, pero Julio no estaba. Por supuesto que nos imaginamos lo peor: tuvo un accidente, se metió en un pleito o hizo algo para que lo arrestaran y deportaran. Y nunca lo sabríamos, porque no era como si pudiéramos llamar a algún lado, ¿sabes? Así que simplemente esperamos. Finalmente escuchamos sirenas a la distancia, luego más cerca y luego ... ¿ves ese momento en que suenan extra fuerte y esperas a que pasen porque tienes la certeza de que se seguirán de largo? Pues no lo hicieron. Las luces rojas y azules empezaron a brillar en nuestra sala y Martín despertó preguntando qué pasaba y no teníamos idea, pero sabíamos que no era nada bueno. Elda me dijo: “hazte cargo de tu sobrino y yo me hago cargo de nuestro hijo”. Así que salí y vi que estaban arrestando a Julio a menos de cincuenta pies de la entrada de nuestro departamento. Le estaban aplicando una de esas pruebas de equilibrio. La cosa no iba muy bien, y yo no podía dejar de pensar que era el fin, que iban a regresado y que quizá volvería a verlo meses después, si es que lograba reunir el dinero para volver a cruzar. También pensé que nos iban a descubrir a todos y a mandar de vuelta. Así que me detuve a mitad de camino en el estacionamiento y fingí que iba a la máquina de refrescos a comprar una coca. Hice como si nunca lo hubiera visto, mi propia carne y sangre. Y es probable que él tampoco me haya reconocido, estaba tan borracho que no hubiera distinguido a un policía de un payaso.

Torné mi refresco, regresé a la casa, apagué todas las luces y espera­mos a que Julio y los policías desaparecieran. Pasó más de una hora. Martín estuvo en el clóset todo el tiempo. Elda se la pasó cami­nando por la casa, pensé que por nervios, pero ahora supongo que estaba fingiendo que lo buscaba. Me dijo que así protegió a Martín de la verdad esa noche. No sabía lo del listón.

—Ésa...ésa no es la historia que esperaba —dijo Isabel. Volvió a sentarse en el sillón.

—¿Cómo la cuenta mi hijo?

Es uno de sus primeros recuerdos. Habla de eso como si fuera una de sus primeras victorias. Se acuerda de lo tarde que era. Supongo que eso es parte de la emoción. Un niño que desafía su hora de dormir y logra jugar a las escondidillas, romper un record familiar y ganar un premio.

—Ay, Elda. Siempre tan buena con él.

—¿Y tú? ¿Tú eras bueno con él?

Ahora era el turno de Omar de levantarse y amagar con su salida. Cuando estiró los brazos, Isabel se preguntó si sus huesos crujían, si sus extremidades se cansaban o si el movimiento era un hábito y nada más.

—Supongo que depende a quién le preguntes.

—Te estoy preguntando a ti. A él le pregunto después —dijo ella, levantando las cejas en dirección al dormitorio.

Omar miró la puerta con nostalgia.

—Supongo que lo fui. Intenté serlo. Pero a veces nuestras mejo­res intenciones se convierten en nuestros peores errores.

Algo en la manera en que su voz tomaba distancia de ella, como si quisiera esconder esta confesión, la impresionó. Era peor que impotencia, era injustica: peor incluso que despojar a una persona de su último deseo. Aquí estaba, sufriendo al intentar decir las cosas que nunca tuvo oportunidad de decir, pero la reticencia de ella a escucharlo lo había reducido a acertijos y verdades a medias. Le hubiera gustado hacer más por él.

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