Natalia Sylvester - Todo el mundo sabe que vuelves a casa

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Todo el mundo sabe que vuelves a casa: краткое содержание, описание и аннотация

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Todo el mundo sabe que vuelves a casa es una historia, o un entramado de historias, acerca de las fronteras: entre México y Estados Unidos, entre el pasado y el presente, entre la esperanza y la desesperación, entre el amor y el desamor, entre la vida y la muerte, entre la realidad y la ficción. Sylvester nos regala una saga familiar que es a la vez épica e íntima, un inolvidable relato del ilimitado poder del amor y la redención. Con gran destreza literaria, con un sutil sentido del humor y con una ternura a prueba de las peores tragedias personales, la autora aborda en esta excelente novela, mediante la creación de personajes inolvidables, la dolorosa experiencia de miles y miles de mexicanos que migraron clandestinamente a Estados Unidos a finales del siglo pasado, y la de sus numerosos descendientes, hoy estadounidenses de pleno derecho, que añoran o repudian a un México a veces idealizado y casi nunca ideal.

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—¿Qué quieres decir?

—Nada. Sólo que, si para tu hermana no fue la gran cosa, ¿por qué lo sería para ti? Ahora lo entiendo.

—¿Qué cosa?

—La manera en que todos ustedes enfrentan las cosas. O no lo hacen.

Durante su luna de miel y desde que habían vuelto a casa, había algunos momentos en los que Martín se quedaba callado y ella sabía que estaba pensando en su padre. Ella siempre le preguntaba si quería hablar de eso y él siempre le daba un beso en la frente, como si fuera ella la que necesitara consuelo, y decía: "no hay nada de qué hablar". Una vez que ella insistió diciendo que dudaba que eso fuera cierto, él añadió con brusquedad:

—Él nos abandonó sin una palaba. ¿Por qué habría yo de darle más que eso?

—Dame a mí más que eso —hubiera querido decir, pero lo había dejado, como siempre, para otro momento. Su frustración había crecido como una planta en la oscuridad cuyos retoños se alzan para encontrar la luz.

Apoyó la cabeza en el respaldo y volteó a ver a Martín.

En nuestra noche de bodas, después de que te dormiste, tu padre regresó.

—¿Regresó? ¿Al hotel?

Se detuvieron en una intersección junto a una via de acceso. La bandera de Texas dibujada en uno de los muros de contención se alzaba sobre ellos, y las luces más allá del paso a desnivel brillaban azules y luego rosas, delineando los bordes de la cara de Martín en neón. Por la manera en que él apretaba los labios, Isabel sabía que estaba intentando controlar sus emociones. Incredulidad y enojo, quizá. O un sentimiento de traición.

—¿Cuándo planeabas decírmelo?

Estaba esperando el momento oportuno.

—Dios mío, Isa. ¿Qué quería?

—Sólo hablar. Dijo que quería ver a tu madre...

—¿Mi madre? —empezó a frotar el volante con las manos.

—Y a tu hermana también, pero no funcionó, así que regresó con nosotros. Pero sólo yo estaba despierta —añadió, con la voz dudosa de haber dicho algo obvio.

Cuando por fin llegaron a su condominio, él le lanzó una mirada expectante.

Bueno, ¿y qué te dijo?

—Nada importante. Sólo... nos conocimos un poco. Él resopló levemente con la nariz.

—Mira qué bien.

Salió del coche y tomó algunas cosas de la cajuela; todo retumbó cuando la cerró con fuerza. Las luces interiores del auto se atenuaron, como si no percibieran que Isabel seguía ahí, y ella se permitió, durante un breve momento, fundirse con el silencio del estacionamiento. Vio que Martín la observaba desde la entrada de su dúplex, pero no tenía ninguna prisa por alcanzarlo.

Para cuando entró, Martín estaba en la cama con un libro cerrado sobre las piernas. Fingió no notar su presencia mientras ella se desvestía, se lavaba la cara y se ponía crema en el contorno de los ojos.

Cuando finalmente se metió a la cama, se abanicó con las páginas del libro y suspiró ante esa brisa.

—¿Entonces te cae bien? Ella se encogió de hombros.

—Apenas lo conozco.

Bajó la mirada y asintió, comprensivo.

—Mi mamá solía contarme historias sobre mi tío abuelo del lado de su papá, que murió una noche en que hubo un apagón porque no les había alcanzado para pagar la electricidad. Ese Día de Muer­tos, y durante varios años, le ponían su altar y prendían todas las luces de la casa. Querían que estuviera en paz. Querían que supiera que todos estaban bien —Martín serio, tapándose la boca con las manos—. No sé qué clase de paz cree merecer mi padre ahora. Pero de mí no la va a obtener, ni de mi mamá ni de mi hermana. Y si piensa que puede usarte para acercarse a nosotros...

—No estaba haciendo eso —dijo Isabel, quitando una pelusa de la colcha— ¿Nadie llamó para avisarles que se había muerto?

—¿Quién lo habría hecho? Cuando te digo que se fue, Isa, es como si se hubiera muerto. Desapareció de un día para otro. Como si nada. De cualquier forma ya no importa.

Pero sí importaba.

Dijo que volvería. Para intentar hablar contigo.

Martín volvió a reirse.

Tendría más suerte volviendo a la vida.

—¿Así que eso es todo? ¿Lo rechazarías? ¿Después de todo lo que hizo para verte?

—Eso es justo lo que me daba miedo. ¿Por qué seguimos hablando de él? ¿Por qué todo tiene que tratarse de él?

—¡Porque nada se trata nunca de él!

Las palabras salieron disparadas. El silencio entre ellos temblaba, revelando el impacto causado. Isabel puso sus manos en las de él, acostándose de lado para estar más cerca.

—¿En serio es mucho pedir? ¿Amarte y querer saber todo de ti?

—Yo no soy mi padre, Isa. Y él no es una especie de atajo a la persona que yo soy. No puedo creer que pienses siquiera que necesitas algo así.

Esta idea le pareció dolorosa y dulce, pero el hecho de no saber qué intención tenía su esposo al decirla sólo acentuaba lo que ella había querido decir. Quizás a eso se refería Martín al hablar de su padre. Algunas personas no hacen más que causar problemas en las vidas de los demás, y todo mejora una vez que se marchan.

—Todo esto es ridículo —dijo Isabel finalmente—. Perdóname por darle tantas vueltas.

Levantó con cuidado la mano de su esposa para llevarla a sus la­bios y le dio un beso húmedo, frío.

—No hay problema. Sólo prométeme que no se lo vas a contar a nadie. No quiero que se entere mi mamá.

—¿Crees que él le haría daño?

—No sé.

—¿Alguna vez lo hizo?

—No sé. La mayoría de la gente respondería esa pregunta con sí o no, pero yo no tengo idea. Ninguna de las dos cosas me sorprendería.

Con el tiempo, Isabel se esforzó en olvidar el recuerdo de Omar. A veces, cuando estaba a punto de quedarse dormida y se ponía a pensar en su noche de bodas, no estaba enteramente segura de si había sido un recuerdo o un sueño. Se despertaba y caminaba de puntitas a la cocina para servirse un vaso de leche tibia y revisar sus emails o leer las noticias en su celular. Eso la hacía sentir como si estuviera reemplazando un tipo de pensamiento con otro, algo etéreo con algo concreto, pero al terminar siempre quedaba inquieta e insatisfecha.

Intentaba encontrar maneras de preguntarle a Claudia por su padre, pero cada vez que reunía el valor para hacerlo, entraba la contestadora. Llámame cuando aterrices, le escribía en un mensaje, pero Claudia sólo contestaba: ¿Todo bien?

Sólo llamaba para saludarte .

Gracias. Estoy súper cansada, hablamos luego en casa de mi mamá?

Pero eso casi nunca sucedía.

Al aproximarse el Año Nuevo, Isabel decidió enfocarse en su vida con Martín: ahora, el año siguiente y los cinco después. Hicieron planes, presupuestos, propósitos.

Un domingo, mientras iban en el auto rumbo al cine, Isabel vio un letrero escrito a mano que decía: Open House y le pidió a Martín que diera la vuelta en U. Casi se pierde entre el mar de letreros del desarrollo inmobiliario más reciente que estaban construyendo en lo que solía ser una plantación de cítricos.

—Vamos a perdernos la película —dijo Martín como afirmación, no como protesta.

Un joven agente inmobiliario les entregó unos volantes en cuanto entraron. El lugar era una reliquia, intacto desde principios de los ochenta, pero con buena estructura. Se sentía familiar de una forma en que los centros comerciales dispersos y los vecindarios enrejados que habían aparecido en McAllen nunca se sentirían. Aquí —al interior de estas paredes amarillas y techos inclinados que terminaban en punta, como el dibujo a crayola que un niño hace de una casa— ocurriría la vida.

Capítulo 2

Marzo de 1981

—Cada uno carga su propia agua —les dijo en inglés, y luego, cuando como respuesta sólo obtuvo miradas confundidas que apuntaban en su dirección (seis pares de ojos asustadizos negándose a hacer contacto visual) lo repitió lentamente.

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