Natalia Sylvester - Todo el mundo sabe que vuelves a casa

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Todo el mundo sabe que vuelves a casa es una historia, o un entramado de historias, acerca de las fronteras: entre México y Estados Unidos, entre el pasado y el presente, entre la esperanza y la desesperación, entre el amor y el desamor, entre la vida y la muerte, entre la realidad y la ficción. Sylvester nos regala una saga familiar que es a la vez épica e íntima, un inolvidable relato del ilimitado poder del amor y la redención. Con gran destreza literaria, con un sutil sentido del humor y con una ternura a prueba de las peores tragedias personales, la autora aborda en esta excelente novela, mediante la creación de personajes inolvidables, la dolorosa experiencia de miles y miles de mexicanos que migraron clandestinamente a Estados Unidos a finales del siglo pasado, y la de sus numerosos descendientes, hoy estadounidenses de pleno derecho, que añoran o repudian a un México a veces idealizado y casi nunca ideal.

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—Agua. Cada uno carga su propia agua.

Los migrantes asintieron al mismo tiempo. Los dos hombres se pusieron de pie y arrastraron los pies hasta el pequeño vestidor de la habitación de motel para tomar una cantimplora para cada uno de los miembros del grupo.

El coyote intentó no ver cómo sus manos, agrietadas y sucias, apretaban el metal brillante. Además del dinero para gasolina que le había pagado a un amigo para dejarlo de este lado de la frontera, las cantimploras habían representado el mayor gasto. Le habían dicho que los migrantes quizá trajeran una propia, pero cualquier cosa hubiera podido pasarles en el largo trayecto del que venían llegando. A algunos les habían robado, otros simplemente habían perdido sus pertenencias, demasiado exhaustos como para cuidarlas. Así que trajo algunas extra. Planeaba recogerlas al llegar, junto con lo que restaba de la tarifa.

Los hombres regresaron a la esquina de la habitación donde estaban todos amontonados, cada uno con dos cantimploras de agua.

La esposa, novia o lo que fuera de uno de ellos se quedó viéndolo con los brazos cruzados, balbuceando algo sobre necesitar dos más para su amiga, la única del grupo que no estaba acompañada de un hombre. Eso sí, no se despegaba de su hijita, que no tenía más de cinco o seis años.

Les había dicho que los niños no estaban permitidos, pero había dos. Por lo menos el otro era varón, unos años mayor. Parecía más o menos de la misma edad que él tenía cuando empezó a trabajar el campo. Los niños aguantan el calor, pensó, dándole la espalda a la niña y a las dos mujeres. 99 grados fahrenheit a la mitad del desierto y ellas parecían muertas de frío.

Eran las 4: 25 de la mañana. Les había dicho que pasaran al baño antes de salir. Pronto dejarían el motel y lo seguirían siete cuadras hacia la carretera. Se dirigirían al norte, avanzando por la orilla de la carretera antes de internarse en los arbustos que estaban más allá del río. El resto era engañosamente simple, millas y millas de caminar y aguantar lo que sabía que ellos ni siquiera podían imaginarse todavía. Lo había hecho incontables veces, pero hoy era la primera vez que dirigía a un grupo él solo.

—Texas no es como su hogar —dijo, esta vez intentando no mirarlos—. Es como estar en un horno. Si siguen caminando no se cuecen. Eso no tuvo que repetirlo. Pero en cuanto puso su mano en la manija, escuchó la voz grave de uno de los migrantes que les daba a sus compañeros palabras de aliento. Se detuvo al percatarse de que la niña también estaba escuchando. Se arrodilló para verla bien y le insistió en que tomara un trago de su cantimplora.

—¿Estás lista para una pequeña aventura? —le preguntó.

Todos asintieron, como si la pregunta hubiera estado dirigida al grupo entero.

El migrante se puso de pie. Era apenas dos o tres pulgadas más alto que el resto, pero delgado y con una constitución mucho más atlética que los demás. Traía puesta una camiseta a rayas azules y grises y una mochila negra que le quedaba demasiado alta sobre la espalda, casi tocando la base de su cuello.

Mr. hero, pensó el coyote, y sabía que el apodo iba a pegar, al menos en su mente, porque este hombre se convertiría en el líder del grupo.

Él era sólo el guía, el que se sabía el camino, y para cruzar necesitaban más que instrucciones. Siempre era así: la esperanza y la fuerza tenían que salir de algún lado. Le alivió enterarse tan pronto de cuál sería la fuente.

Los miró mientras reunían sus cantimploras y bolsas de plástico llenas de fotos y ropa. Al salir de la habitación, contó sus cabezas de cabello oscuro. Seis. Le habían dicho que eran siete, pero sabía que no debía preguntar por el que faltaba. Hizo las cuentas como siempre, contando los días y los estómagos hambrientos de sus hijos, que lo esperaban en casa. Seis eran suficientes, siempre y cuando no tardara en venir otro grupo.

—Vamos —dijo, alzando la voz más de lo necesario en tal oscu­ridad.

Capítulo 3

2 de noviembre de 2003

Año uno: papel

La mañana del sábado de su primer aniversario, Isabel despertó pensando en Omar. Dudaba de que volvería a verlo, o al menos se había convencido a sí misma de que lo dudaba, porque sabía que cuando uno espera algo nunca sucede, y cuando no lo espera, sucede. Se deslizó hasta el centro de la cama y puso el brazo encima del pecho de Martín. La agencia donde él trabajaba estaba grabando un comercial para uno de sus clientes nuevos y era la primera vez que él coordinaba un evento así de importante. Isabel tampoco tenía el día libre, pero estaba agradecida de no tener que trabajar el turno nocturno para poder celebrar el aniversario por la noche.

—Buenos días, esposo.

Le seguía encantando cómo sonaba. Las parejas de gente mayor les advertían todo el tiempo que el matrimonio es difícil y está lleno de sorpresas, y en su primer año hubo las dos cosas. En abril, la casa se inundó; en junio, el aumento con el que Martín había contado no se logró; en agosto tuvieron un susto de embarazo que jamás pensaron que los asustaría.

—Aguanten todo y verán que al final serán más fuertes.

Eso le encantaba decir a Elda y últimamente Isabel lo estaba considerando con más seriedad.

Se alistaron para el trabajo, como de costumbre. Los lavabos de su baño estaban tan pegados el uno al otro que chocaban cada vez que intentaban tomar una toalla o un peine. En cada choque, Martín aprovechaba para darle un beso a su esposa. Un beso en el cuello. Uno en el hombro. Ella estiraba el brazo para poner el cepillo de dientes en su lugar y él se acercaba a besarla.

No todas las mañanas había tiempo para estas cosas. Pero aunque no recibiera nada más de aniversario, Isabel estaba agradecida de que su esposo entendiera que el verdadero romance está en llenar de dicha los pequeños momentos.

Se despidió de Martín mientas él salía en reversa del garaje y empezó a preparar sus cosas. Abrió el refrigerador y casi tira su comida al suelo cuando vio una figura oscura detrás de la puerta.

Un alarido le arañó la garganta.

—¡Chingada madre! —gritó, y luego se tapó la boca, los ojos abiertos depar en par por la vergüenza de darse cuenta de que era su suegro.

Omar soltó una carcajada; su manzana de Adán subía y bajaba ante su falta de refinamiento.

—Perdón. Es que escucharte decir groserías es como sorprender a una bailarina echándose un pedo.

—Dios mío, Omar.

Intentó esconder una sonrisa mientras se iba a parar junto al lavabo. Sus brazos estaban extrañamente quietos; abrazarlo no parecía la mejor idea, pero no hacerlo tampoco. Sólo se habían visto una vez, exactamente un año antes.

—Ya sé que se te hace tarde para el trabajo —dijo Omar—. Pero esperaba encontrarte a solas uno o dos minutos.

—Pensé que no volverías.

Se preguntó si Omar podría notar las mentiras piadosas, si había alguna diferencia entre ellas y el engaño.

Entiendo que tienes prisa. Vete, vete.

—¿A dónde vas a ir?

—Oh, ya sabes. Quizá me le aparezca a algunas viejas novias. O le ayude a un par de amigos a hacer trampa en el póker.

Temblor de sus labios fue suficiente para que Isabel se repor­tara enferma. Todo lo demás parecía irrelevante. No darle a Omar algunas horas de su tiempo hubiera sido como rechazar a un men­digo que le pidiera unos centavos que había encontrado en la ban­queta. Es injusto desechar lo indispensable.

—¿Dame un segundo, sí?

Cuando colgó el teléfono, su primer instinto fue ofrecerle algo de tomar.

Hace diez años te hubiera aceptado un whisky, derecho.

—¿Ya no puedes beber?

—Ni puedo ni necesito hacerlo. El cuerpo pierde importancia, ya sabes. No sé cómo más explicarlo.

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