Maurizio Lazzarato - El capital odia a todo el mundo

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"Vivimos tiempos apocalípticos", sostiene con tono urgente Maurizio Lazzarato frente al ascenso de los nuevos fascismos y la renuncia del pensamiento crítico a pensar en términos de revolución. Son tiempos que «ponen de manifiesto, que dejan ver». Y de forma clara y contundente, analiza diversos procesos del mundo contemporáneo: los chalecos amarillos en Francia, la primavera árabe, la presidencia de Donald Trump, las dictaduras latinoamericanas de los años setenta, el ascenso al poder de Jair Bolsonaro. Vivimos tiempos que ponen de manifiesto que la alternativa «fascismo o revolución» es asimétrica y desigual. El fascismo, el racismo y el sexismo se inscriben de manera estructural en los mecanismos de acumulación del capital al tiempo que el ciclo de revoluciones mundiales quedó clausurado a fines del siglo pasado: el neoliberalismo se encargó de borrarlo del mapa y de la memoria. Vivimos tiempos de un creciente neofascismo –la otra cara del neoliberalismo– y las «guerras contra las poblaciones» son los mecanismos para lograrlo. Lazzarato, uno de los intelectuales más originales y agudos del presente, aporta herramientas para pensar cómo salir de este aparente destino, en diálogo y discutiendo con Rancière, Foucault, Marx, los feminismos, para elaborar estrategias que nos permitan crear hoy nuevos posibles.

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La ilusión de un crecimiento (o, más exactamente, de una acumulación de capital) que no produjera más que ganadores, capaz de reconciliar a las clases y movilizarlas en pos del proyecto de un gran Brasil, se estrelló contra las consecuencias del colapso financiero de 2008 y las inconsistencias internas de un proyecto de redistribución basado en las finanzas (pero también en la caída de los precios de los commodities del capitalismo “extractivo”, que Bolsonaro va a revivir expandiendo los procesos de deforestación de la Amazonia, que el propio PT había favorecido).

El neoliberalismo no llegó al final de los mandatos de Lula; la ironía quiso que fuera cultivado por el Partido de los Trabajadores. El capital también goza de excelentes relaciones con las instituciones del movimiento obrero, ya que la financiarización hubiera sido inconcebible sin los “fondos de pensión” de los trabajadores estadounidenses (profesores, funcionarios, obreros, etc.), grandes inversores institucionales en la Bolsa.

Pero tan pronto como existe el peligro, incluso si es creado por el capital mismo, se reconstruyen las alianzas entre las finanzas internacionales y nacionales, el fascismo, los terratenientes del agrobusiness, los militares y los religiosos (los católicos reaccionarios en la época de la dictadura, hoy los evangelistas), según la clásica estrategia que los neoliberales no tuvieron ningún problema en refrendar.

Junto a estos movimientos del gran capital, la revuelta y la voluntad de venganza de las elites blancas y de las clases medias altas encontraron el espacio político para manifestarse. El odio de clase causado por un trabajador presidente, por las cuotas que garantizan la inscripción de ciudadanos negros en la universidad o por la obligación de establecer un contrato de trabajo para las empleadas domésticas (rigurosamente no blancas) se expresó en ocasión del fracaso de las políticas económicas. Pero eso no excluye que las pasiones bajas del hombre endeudado, culpable y frustrado, temeroso y aislado, ansioso y despolitizado hayan puesto a una parte de los pobres y trabajadores a disposición de las aventuras fascistas. La micropolítica del crédito creó las condiciones de una micropolítica fascista.

Las confrontaciones estratégicas vuelven a estar a la orden del día después de que la locura de las recetas neoliberales fracasaron en todas partes, y no solo en Brasil. Pero esta ruptura de la gubernamentalidad no encontró bien preparados a los movimientos políticos, que desde 1985, el año del fin de la dictadura, dejaron de pensar en las nuevas condiciones de la guerra, la guerra civil y la revolución. La ola mundial de movilizaciones de 2011, en la cual se inscribe el movimiento brasileño de 2013, carece por completo de pensamiento estratégico –la gran ventaja de los movimientos revolucionarios en los siglos XIX y XX–.

La experiencia de América Latina en la era neoliberal se basó en un gran malentendido sobre el “reformismo”. El “reformismo” no es una alternativa a la revolución porque depende de su realidad o de la amenaza (de una posible revolución). Sin un capitalismo en peligro, no hay “reformismo”. Todos los movimientos políticos del siglo XIX, socialistas, anarquistas, comunistas, buscaron la superación y la destrucción del capitalismo. A pesar de las sangrientas derrotas “políticas” sufridas a lo largo del siglo, las conquistas sociales ganaron terreno. La Revolución rusa completó este ciclo de luchas y, a pesar de su fracaso político, sirvió, junto con el ciclo de revoluciones anticoloniales, para la conquista de nuevos derechos, incluso en Occidente (el bienestar, el derecho al trabajo, etc.). Los movimientos políticos contemporáneos están muy lejos de amenazar la existencia del capital, por lo que, durante cuarenta años, las derrotas económicas y sociales equivalen a derrotas políticas. América Latina está despertando de un sueño: poder practicar el reformismo sin la posibilidad de una revolución, sin que esta última, o su potencialidad, constituya una amenaza para la supervivencia del capitalismo.

Pensar en reducir la pobreza y mejorar la situación de los trabajadores y los proletarios a través de los mecanismos “financieros” fue más que una ingenuidad o una “paradoja”: fue una perversión. Uno no puede hacer del “crédito” un simple instrumento, adaptable a cualquier proyecto político, ya que constituye el arma más abstracta y formidable del capitalismo. Como siempre, la financiarización, la introducción de lo “ilimitado” (infinito) en la producción, desembocó en una crisis económica y política. Y, como siempre, las crisis financieras abrieron una fase política marcada por la lógica de la guerra o, más precisamente, por el resurgimiento de las guerras de clase, raza y sexo que, desde el principio, son la base del capitalismo.

LOS NUEVOS FASCISMOS

Si los conservadores [estadounidenses] se convencen de que no pueden ganar democráticamente, no van a abandonar el conservadurismo. Van a rechazar la democracia.

DAVID FRUM

Los nuevos fascismos conquistaron la hegemonía política de dos maneras: declarando una “ruptura” con el “sistema” neoliberal (más en palabras que en los hechos) y, sobre todo, señalando al inmigrante, al refugiado, al musulmán como el enemigo. A través del racismo, las polarizaciones políticas que las desigualdades de clase no dejan de alimentar, especialmente a partir de 2008, se recomponen en un “pueblo” fantasmático pero “real”, que toma forma e identidad en oposición a un enemigo común.

La guerra, como el racismo, el fascismo y el sexismo, cambia, se transforma. Después de cuarenta años de políticas neoliberales, lo que viene no será una simple repetición de la entreguerras. El neofascismo es el resultado de una doble mutación: por un lado, del fascismo histórico y, por otro, de la organización y la violencia contrarrevolucionaria. A este fenómeno muchos lo llaman hipócritamente “populismo”. Las razones para “no ver” son profundas, arraigadas en las modalidades de producción y de consumo capitalistas. 10

El fascismo contemporáneo es una mutación del fascismo histórico en el sentido de que es nacional-liberal en lugar de nacional-socialista. Hoy en día los movimientos políticos del 68 son tan débiles que ni siquiera es necesario retomar sus reivindicaciones tergiversándolas, como hicieron los fascistas y los nazis en la década de 1930. En ese momento, el sentido y la función que tenía la palabra “socialista” en sus bocas era precisamente los de integrar afirmaciones a las que la dictadura les quitaba toda carga revolucionaria. No hay nada de eso en el nuevo fascismo, que, por el contrario, es ultraliberal. Está a favor del mercado, la empresa, la iniciativa individual, incluso si quiere un Estado fuerte, por un lado, para “reprimir” a las minorías, “extranjeros”, delincuentes, etc., y, por otro, como los ordoliberales, para construir literalmente el mercado, la empresa y especialmente la propiedad. Usa la democracia, que, sin el impulso igualitario de las revoluciones, es una cáscara vacía que se presta a cualquier aventura. El sistema parlamentario y las elecciones le convienen perfectamente, porque en estas circunstancias le son favorables. Su racismo es “cultural”. No tiene nada del “conquistador” o imperialista, como en la época de la colonización: prefiere replegarse dentro de los límites del Estado-nación. Es más bien defensivo, temeroso, ansioso, consciente de que el futuro no está de su lado. El antisemitismo ha dado paso a la fobia del islam y el inmigrante.

El fascismo histórico fue una de las modalidades de actualización de la fuerza destructiva de las guerras totales; el fascismo que está creciendo ante nuestros ojos, por el contrario, es una de las modalidades de la guerra contra la población. El nuevo fascismo ni siquiera tiene que ser “violento”, paramilitar, como el fascismo histórico cuando trataba de destruir militarmente a las organizaciones de trabajadores y campesinos, porque los movimientos políticos contemporáneos, a diferencia del “comunismo” de entreguerras, están muy lejos de amenazar la existencia del capital y de su sociedad: en las últimas décadas no ha habido movimientos políticos revolucionarios en Estados Unidos, Europa o América Latina, ni en Asia.

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